
Mauro era así, aunque lo negaba. Caminábamos por las calles de Mina Clavero, por citar un ejemplo, y él se separaba del resto, para que todo el mundo vea su belleza. Íbamos a cualquier boliche y se paraba en los balcones, o bien cerca del baño de mujeres. Sólo le bastaba con que lo mirasen y lo demás era apenas un trámite. No necesitaba ser simpático, culto o interesante, tenía a su belleza como punta de lanza.
Pero la belleza no siempre es la mejor aliada.
El Galpón era el lugar de moda en aquél entonces. Se trataba precisamente de un galpón bastante humilde pero con el decorado, las luces y los relaciones públicas correctos. Sólo con eso le bastó para ser la discoteca de moda durante un verano en Carlos Paz. Mauro estaba esa noche con sus amigos, en plena cacería. A diferencia del resto, Mauro encaraba estas situaciones con el aplomo de quien sabe que tiene el as de espadas en su mazo. Mientras los otros correteaban a las mujeres con toda clase de historias, ciertas o no, y mohines, Mauro tomaba una cerveza junto a la barra y observaba. Observaba a quién le mostraría su bella cara, razón suficiente como para pasar una noche placentera. En otras palabras, buscaba a la ganadora de un premio que él estaba convencido que poseía.
Y la encontró, pero en este caso no era una, sino que varias.
Por un momento, la rutina de la noche se vio interrumpida por una decena de mujeres, tan bellas como exaltadas, que ingresaron prácticamente corriendo a la pista principal para bailar sin ningún tipo de urbanidad, como si nadie hubiese allí dentro. Estaban disfrazadas y, se notaba, habían consumido cantidades siderales de alcohol.
Todos los hombres comunes vieron a las mujeres y comprendieron rápidamente que se trataba de una despedida de soltera, razón por la cual no era muy aconsejable acercarse a ellas directamente porque, se sabe, lo más factible es que uno termine siendo el hazmerreír de la fiesta. Lo mejor era atacar por los flancos, eligiendo bien algún objetivo y centrándose en él. Hablarle disimuladamente para alejarla de ese núcleo de excitación compartida con el fin de acrecentar las chances de obtener la gracia divina, es decir, sexo.
Pero, claro, ese es un razonamiento para cualquier terrícola, mas no para Mauro, quien se acercó decidido por el centro de la jauría y comenzó a menearse como regalando su cuerpo a tantas mujeres. Ellas, agradecidas por contar tan fácilmente con semejante espécimen, lo rodearon y comenzaron a tocarlo y besarlo como si se tratase de una copa mundial. Mauro, sabiendo que no sólo sus amigos lo miraban boquiabiertos por aquél triunfo inédito, se regocijaba en su éxito y se entregaba de cuerpo y alma a ese momento mágico.
Poco después, las chicas se cansaron de la adoración y pretendían pasar a otra instancia. Más intima, por así decirlo. Pensaban ir a otro boliche y llevarse a Mauro como si fuese algo para comer en el camino. Mauro, claro está, después de contarle a todos sus amigos del ofrecimiento, para que se mueran de envidia, aceptó gustoso el convite.
Ya en el automóvil, la adoración y el manoseo de las exaltadas chicas se hicieron un poco más intensos. Mauro creía que estaba viviendo un sueño. ¿A quién no le gustaría tener a tantas chicas para uno solo, y sin pagar un centavo?, se preguntaba.
El recorrido no duró mucho, pues Molino Rojo, la próxima parada, estaba a poca distancia del Galpón. Sin embargo, para Mauro fueron los mejores 15 minutos de su vida, y estaba decidido a prolongarlo todo el tiempo que pueda.
Pero las chicas tenían otros planes. Primero, trataron de dejar a su dulce bombón en la calle, pues ya estaban hartas de él, pero no pudieron debido a su tenaz resistencia. Mauro estaba decidido a llevarse por lo menos a una de esas chicas a la cama. De hecho, si era un premio, ¿por qué no irse con la que se casaba? ¿Qué mejor forma de terminar una despedida de soltera?, pensaba con su amor propio por las nubes.
Así fue como logró acompañarlas hasta el boliche, ya la tercera parada de las chicas, convencido de que en unos minutos ya estaría a las puertas de una nueva conquista.
Sin embargo, Molino Rojo es grande, y apenas ingresaron nuestro héroe perdió de vista a las chicas, quienes tal como le dijeron minutos antes, querían continuar la fiesta en soledad.
En vano las buscó Mauro, pues parecía que se las había tragado la tierra. Buscó, revolvió, preguntó, se distrajo con otras chicas en el camino, pero nada. Entonces, cabizbajo, entendió que al fin y al cabo los sueños, sueños son y decidió regresar a Córdoba.
Pero el regreso no sería sencillo, pues no tenía dinero y sus amigos ya se habían ido, o al menos eso imaginaba ya que en ese entonces no había telefonía celular. Lo primero que hizo, por las dudas, fue regresar al Galpón, que estaba ubicado precisamente en la ruta que va hacia Córdoba. Mas ya no había nadie, pues era demasiado tarde. Entonces, se paró a la vera del camino y comenzó a hacer dedo, ya en un gesto de absoluta desesperación. Afortunadamente, un Fiat Fiorino se detuvo para llevarlo. Era un hombre muy amable que, según dijo, tenía que ir a Córdoba a trabajar.
Si bien la noche no había culminado como se lo imaginaba, Mauro sintió que la suerte volvía a sonreírle; ya estaba de regreso a casa, y sin gastar un centavo.
Pero no todo es lo que parece. A los pocos metros, el conductor de la Fiorino le confesó que no iba a Córdoba, sino que frenó porque Mauro le parecía muy lindo y tenía toda la intención de intimar con él. Nuestro héroe, gentilmente, le dio las “gracias, pero no”, se bajó de la camioneta bajo cualquier pretexto y se olvidó de hacer dedo, por el momento.
Pasada las ocho de la mañana seguía en Carlos Paz, como si esa ciudad no le permitiese salir. Como si fuese un ente pensante que maneja a los seres humanos a su antojo, para que Mauro se quede allí por siempre.
Desesperado, comenzó a caminar hasta llegar a Keops, la discoteca más importante de la villa, que se encuentra en el ingreso a la autopista que une a Carlos Paz con Córdoba. Era su última oportunidad, pues normalmente a ese lugar iba mucha gente de la ciudad.
Se acercó a la salida, en donde había un verdadero mar de personas que se debatían entre el sueño y el exceso de alcohol, y entre el deseo de regresar a casa o continuar con la juerga. Utilizó sus últimas fuerzas para echar un vistazo, y afortunadamente divisó a un conocido del trabajo. Sin perder el tiempo, se acercó hacia él y le rogó que lo llevase a Córdoba. Su camarada asintió sin inconvenientes y, por fin, la noche de Mauro se terminaba.
Mientras regresaba a su casa, confortablemente sentado en ese auto último modelo, pensaba: ¡Pobres chicas! Se perdieron de pasar una noche conmigo…
Lamentablemente, no todos aprenden la lección.