
Su pequeñez no le permitía comprender el significado del peligro. El niño sólo veía un cable negro que descendía como un tobogán de la pared para terminar en un aparato desconocido, del cual salía una voz extraña.
Siempre le había llamado la atención, pero cada vez que se acercaba a él algún adulto le impedía el paso con rapidez y con los ojos saltados por el temor, advirtiéndole que nunca toque esa cosa negra y extraña que hablaba por sí misma.
Aunque intentaba obedecer a sus mayores, no sabía bien por qué, pero lo hacía, la aventura le cantaba en su oído como las sirenas lo hacen con los marinos solitarios. La seducción era fuerte, porque incluso la ubicación de aquella radio suponía un desafío, ya que había que escalar hasta la mesada de la cocina para llegar a ella.
Y sabemos, la mesada de una cocina para un chico de tres años es acaso la cúspide del Monte Everest para los espíritus aventureros: enigmática, seductora e inalcanzable. Sólo había que esperar el momento oportuno, cuando ningún mayor estuviera cerca.
Y no faltaría mucho, pues en una calurosa tarde de enero papá y mamá se encontraban reposando sobre la pelopincho del patio, junto a sus dos hijos: El niño, nuestro héroe, y su hermanito, que apenas tenía unos meses y reposaba en un cochecito, correctamente ubicado bajo la sombra de una parra de uvas.
Rápidamente, El niño comprendió que era tal vez su única oportunidad para investigar el extraño aparato y se decidió a hacerlo, sin dudarlo ni un segundo.
De a poco, aprovechó ese segundo de distracción fatal que puede tener cualquier padre y se acercó a la cocina. Miró para arriba y dio con la radio, que lo observaba con la altanería de las cosas inalcanzables. Burlona.
Buscó una silla, con sumo esfuerzo la arrimó a la mesada y se trepó en ella. Ya en la cúspide de su imaginario Monte Everest no se detuvo a regodearse por su triunfo, pues esos segundos podrían ser valiosos ya que sus padres en cualquier momento se percatarían de su travesura.
Tomó la radio entre sus manos, que seguía hablando sin cesar, y comenzó a operarla. Primero tocó los botones y las perillas con la curiosidad de un arqueólogo cuando descubre el dinosaurio más grande de la historia. Pero se aburrió rápidamente, porque recordemos que los aparatos de aquél entonces no ofrecían demasiadas alternativas para la investigación. Eran más bien rudimentarios.
Sin embargo, como la luz que ilumina a los genios, vio el pequeño cable que salía de la radio y culminaba su escalada hacia un extraño agujero enclavado en la pared.
Sin más, tomó con firmeza aquella extraña cuerda y la tiró con fuerza, quedándose con uno de los extremos en su mano. El extremo que estaba pegado al aparato, vale destacar.
En su observación, procedió a aplicar el típico método analítico utilizando los cinco sentidos. Primero la miró con detenimiento, luego notó que la voz que salía de la radio se había apagado, posteriormente la tocó para conocer su textura, incluso llegó a olerla. Pero el momento fatídico llegaría cuando fue el turno del gusto. Con la inocencia de un chico de tres años, El niño se metió aquel cable en la boca para averiguar a qué sabía.
Los gritos podrían haber alertado a Beethoven en sus últimos días, cuando era sordo. Se trataba de un chillido indescriptible, seguido por un silencio intenso, para iniciar un nuevo chillido.
Los padres, saltaron de la pelopincho alarmados por el llanto de su hijo, quien afortunadamente había podido sacar el cable de su boca, mas no pudo evitar el daño que la electricidad había hecho en él.
Fueron dos semanas sin probar alimentos con textura además de una considerable penitencia. Sólo a base de leche, postres y puré. La aventura había terminado con una importante lesión en la boca y un aprendizaje: los hilos negros que salen de la pared y culminan su recorrido en algún aparato son peligrosos.
Habrá que investigar otros aspectos de la misteriosa cocina, como ese extraño fluido azul que sale de la hornalla de la cocina.
Siempre le había llamado la atención, pero cada vez que se acercaba a él algún adulto le impedía el paso con rapidez y con los ojos saltados por el temor, advirtiéndole que nunca toque esa cosa negra y extraña que hablaba por sí misma.
Aunque intentaba obedecer a sus mayores, no sabía bien por qué, pero lo hacía, la aventura le cantaba en su oído como las sirenas lo hacen con los marinos solitarios. La seducción era fuerte, porque incluso la ubicación de aquella radio suponía un desafío, ya que había que escalar hasta la mesada de la cocina para llegar a ella.
Y sabemos, la mesada de una cocina para un chico de tres años es acaso la cúspide del Monte Everest para los espíritus aventureros: enigmática, seductora e inalcanzable. Sólo había que esperar el momento oportuno, cuando ningún mayor estuviera cerca.
Y no faltaría mucho, pues en una calurosa tarde de enero papá y mamá se encontraban reposando sobre la pelopincho del patio, junto a sus dos hijos: El niño, nuestro héroe, y su hermanito, que apenas tenía unos meses y reposaba en un cochecito, correctamente ubicado bajo la sombra de una parra de uvas.
Rápidamente, El niño comprendió que era tal vez su única oportunidad para investigar el extraño aparato y se decidió a hacerlo, sin dudarlo ni un segundo.
De a poco, aprovechó ese segundo de distracción fatal que puede tener cualquier padre y se acercó a la cocina. Miró para arriba y dio con la radio, que lo observaba con la altanería de las cosas inalcanzables. Burlona.
Buscó una silla, con sumo esfuerzo la arrimó a la mesada y se trepó en ella. Ya en la cúspide de su imaginario Monte Everest no se detuvo a regodearse por su triunfo, pues esos segundos podrían ser valiosos ya que sus padres en cualquier momento se percatarían de su travesura.
Tomó la radio entre sus manos, que seguía hablando sin cesar, y comenzó a operarla. Primero tocó los botones y las perillas con la curiosidad de un arqueólogo cuando descubre el dinosaurio más grande de la historia. Pero se aburrió rápidamente, porque recordemos que los aparatos de aquél entonces no ofrecían demasiadas alternativas para la investigación. Eran más bien rudimentarios.
Sin embargo, como la luz que ilumina a los genios, vio el pequeño cable que salía de la radio y culminaba su escalada hacia un extraño agujero enclavado en la pared.
Sin más, tomó con firmeza aquella extraña cuerda y la tiró con fuerza, quedándose con uno de los extremos en su mano. El extremo que estaba pegado al aparato, vale destacar.
En su observación, procedió a aplicar el típico método analítico utilizando los cinco sentidos. Primero la miró con detenimiento, luego notó que la voz que salía de la radio se había apagado, posteriormente la tocó para conocer su textura, incluso llegó a olerla. Pero el momento fatídico llegaría cuando fue el turno del gusto. Con la inocencia de un chico de tres años, El niño se metió aquel cable en la boca para averiguar a qué sabía.
Los gritos podrían haber alertado a Beethoven en sus últimos días, cuando era sordo. Se trataba de un chillido indescriptible, seguido por un silencio intenso, para iniciar un nuevo chillido.
Los padres, saltaron de la pelopincho alarmados por el llanto de su hijo, quien afortunadamente había podido sacar el cable de su boca, mas no pudo evitar el daño que la electricidad había hecho en él.
Fueron dos semanas sin probar alimentos con textura además de una considerable penitencia. Sólo a base de leche, postres y puré. La aventura había terminado con una importante lesión en la boca y un aprendizaje: los hilos negros que salen de la pared y culminan su recorrido en algún aparato son peligrosos.
Habrá que investigar otros aspectos de la misteriosa cocina, como ese extraño fluido azul que sale de la hornalla de la cocina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario