martes, 18 de septiembre de 2007

Sólo una vez (por semana)


Hugo, Paco y Luis habían salido esa noche simplemente a matar el tiempo. No tenían un plan determinado, ni siquiera expectativas, sólo se sentían como aquellos que realizan alguna actividad más por costumbre o por miedo a quedarse solos entre sus pensamientos que por convicción. Era el último día de una extensa semana laboral y los tres tenían deseos de distraerse un poco. Tomar alguna cerveza, ver mujeres hermosas, hablar de la vida y luego volver a casa. Simplemente eso. Salieron al barrio estudiantil, aquél que acostumbraban visitar siempre que podían, pues contaba con una infinidad de bares que ofrecían una variada oferta, tanto de estilos como femenina. Eligieron uno de ellos, se sentaron en una mesa y se dispusieron a conversar y mirar, con la misma energía. Sin embargo, no contaban con que esa noche de verano ofrecía un intenso calor, con el inconveniente que trae consigo: cuando la temperatura es elevada uno tiende a transpirar mucho y, para recuperar ese líquido perdido, el cuerpo, esa máquina perfecta, nos lo demuestra a través de la sed. Si bien lo que acabo de explicar es lo más normal y acaso básico del mundo, en una noche de alcohol puede tornarse peligroso, pues esa demanda de líquido no se sacia con agua, sino con cerveza o fernet con coca. Así fue como pasaron algunas horas y Hugo, Paco y Luis comenzaron a sentir los primeros efectos del alcohol, esos que a uno le exaltan la felicidad y le quitan las ganas de volver a casa. Ya con las inhibiciones guardadas en algún arcón perdido, nuestros héroes comenzaron a rondar entre bar y bar como fieras hambrientas que pretenden saciar su deseo cueste lo que cueste. Bailaron, posaron para alguna cámara inexistente como si fuesen lindos, contaron chistes, recitaron poemas, mintieron en cuanto a su fortuna; en fin, intentaron toda clase de peripecias para lograr el favor de alguna bella muchacha, pero no lo lograron. A medida que pasaban las horas y el consumo de alcohol no mermaba, el concepto de belleza varió radicalmente, y para las cinco de la mañana todo aquello que se pareciese a una mujer era bello. Ya ni siquiera había un máximo entendible de kilogramos ni la más mínima pretensión de facciones o curvas. Lo que sea, literalmente, estaba bien. Tanto para Hugo, como para Paco y Luis. Pero todos los esfuerzos fueron infructuosos: nada, ni nadie quiso cuanto menos intercambiar unas palabras con ellos. El jueves hacía rato que se había hecho viernes, el sol amagaba con asomarse y ellos estaban solos. Y así tendrían que dormir. Aparentemente. Poco después, uno de ellos fue invadido por la cordura y propuso que la noche había terminado, por lo tanto, ya era hora de emprender la retirada. Estaban demasiado borrachos como para continuar en otro lado y tenían la plena certeza de que no podrían de ninguna manera conocer a una chica. Definitivamente, no era su noche. Los tres lo entendieron así, salieron del enésimo bar e iniciaron el regreso a casa. Recorrieron una cuadra, entre tropezones, para llegar al automóvil en el más absoluto silencio. Era el silencio de la derrota. Sin embargo, nunca sabremos si fue durante aquella eterna caminata o sobre el rodado que los trasladaría a casa que uno de ellos lanzó la idea a los demás: amor de alquiler. O, palabras más simples, ir de putas. Casi sin discutir, nuestros héroes pusieron manos a la obra y realizaron una rápida puesta en común para decidir, con el espíritu renovado, cuál sería el destino. Que yo conozco una wisquería con lindas chicas y buenos precios por allá, decía uno; pero la que está en aquél otro lado es mejor, retrucaba el otro. Luego de más de media hora de un debate encendido decidieron acudir al más cercano, pues, no olvidemos, estaban completamente borrachos, y no es fácil manejar en ese estado. El tugurio en cuestión estaba ubicado en calle 9 de Julio, a pocos metros de La Cañada. Quienes lo conocen, dicen que combina tres cuestiones básicas para este tipo de comercios: precio, calidad y poco tiempo de espera. A los pocos minutos, ya habían arribado al local, pero se encontraron con la sorpresa de que la disponibilidad no era la ideal; apenas una chica podría hacerles el favor y a todos juntos. Paco y Luis aceptaron inmediatamente, pero a Hugo lo remordió la conciencia, y el bolsillo, pues no era para nada accesible. Así fue como dos de nuestros héroes acudieron sin pensarlo a la habitación del amor, donde serían atendidos como lo que eran: dos borrachos absolutamente desesperados que terminarían aquella aventura más entre risas y eructos que extasiados de placer. Hugo, mientras tanto, esperó pacientemente en la sala de entradas, hasta que una de las prostitutas le pidió que fuese a otro lado porque esperaban más clientes. Entonces, Hugo, que era el encargado de sostener los bolsos de sus amigos, no tuvo más remedio que encerrarse en el baño, rodeado de bártulos, y reírse de sí mismo por la situación: estaba en sentado sobre el excusado de un prostíbulo, esperando a que Paco y Luis terminaran con aquella deliciosa prostituta. Pasada la anécdota, a la semana siguiente cuando regresaron al trabajo, los tres, entre risas, juraron que jamás volverían a hacer una cosa por el estilo. Hasta el jueves siguiente, claro.

No hay comentarios: