
Posaba sus ojos en el infinito horizonte del atardecer brasileño embelezado con la perfección del paisaje. Sentado sobre la arena fina como la sal, el mar le producía sentimientos encontrados. Estaba solo; la extrañaba, y por fin había entendido que nada sería perfecto sin ella.
Había pasado varios días pensando en cómo expresarle su amor en su regreso a Córdoba. Había pensado demasiado; todos los días, a cada minuto. Pero no lo sabía.
Imaginaba que un simple regalo de ocasión, un regalo de vacaciones, sería poco. Necesitaba que tuviese una connotación que fuese mucho más allá del objeto en sí mismo. Que su carga simbólica representara al menos en una mínima porción aquél amor inexplicable.
Casi regresando, sin haber sacado una conclusión válida sobre su dilema, vio dos pequeños anillos de coco posados sobre la alfombra negra de un puesto callejero. “Es perfecto”, imaginó. Qué mejor que expresar un sentimiento tan excelso como el amor que un par de anillos iguales. Uno para ella, y el otro para él. Qué mejor simbolismo que aquellos dos pequeños objetos, que juntos representaban el futuro entrelazado de dos almas. La de ella y la de él.
Sin vacilarlo, hurgó en sus bolsillos para rascar los últimos reales de sus vacaciones y los invirtió acaso en lo más importante de aquél viaje: ella. El regalo era humilde, sí; pero su significado trascendía cualquier barrera económica.
Lo pensó todo. Incluso el momento en que le daría su declaración de amor más importante, disfrazada de dos pequeños anillos. Conocedor de la psiquis femenina, estaba conciente de que si se los entregaba inmediatamente podía generar sospechas en su amada. Pues sólo quien obró erróneamente puede arrojar un regalo apenas sus pies tocaron suelo propio.
No. Él no caería en ese error. Esperaría, paciente, algunos días para entregar el presente. Uno, dos o diez. Aún no lo sabía. Pero esperaría.
El reencuentro fue mejor de lo que imaginaba. Ella también lo había extrañado, y a montones. Apenas se vieron, se fundieron en un beso tan tierno como profundo. No había palabras para expresar lo que ambos sintieron con aquel beso eterno.
Pasaron algunos días y él actuó según lo previsto. Esperó a que ella reventara de impaciencia y recién después le ofreció el presente a modo de adelanto de lo que pronto llegaría: un altar, él en un elegante traje negro y ella avanzando con la candidez que tienen las futuras esposas.
Pero ese momento todavía no había llegado, sólo reposaba en su mente enamorada. “Son dos anillos. Uno para vos y el otro para mí. Representa todo lo que te amo y, por lo tanto, no quiero que lo pierdas. Yo, lo cuidaré como a mi vida”, dijo.
Quizás fueron horas. Quizás días. Quizás meses. Lo cierto es que ella perdió el presente mientras realizaba un quehacer doméstico. Un lamentable accidente. El presente resbaló de su delicado anular buscando algún resumidero ingrato, que con su garganta del diablo engulló al pequeño anillo para no devolverlo jamás.
Él reaccionó como se esperaba: indignado. Sobreactuado. Hasta llegó a poner en duda el nivel de compromiso de su amada, ante tal flagrante herejía: perdió el anillo que le había entregado con todo su amor. Dejó caer el símbolo de sus sentimientos hacia ella en el pozo de la desgracia, pensaba. Aunque sabía que su enojo no duraría demasiado, le hizo saber con firmeza que no toleraría otra conducta de este tipo. No toleraría que descuide su amor una vez más.
Varios días después, él seguía con su teatro. “Tengo que amedrentarla”, pensaba. Y parte de esa actuación era negarle sus momentos libres y entregárselos a sus amigos en exclusividad.
El primer fin de semana de distanciamiento lo halló en casa de uno de ellos, en medio de una fiesta. Entre su poca resistencia y la necesidad de ahogar penas, el alcohol no necesitó demasiado trabajo para invadir su mente por completo. Apenas podía caminar y ya balbuceaba con la mirada perdida cuando salieron de la fiesta para recalar en un local nocturno.
Le faltaba ella, lo sabía, pero no daría el brazo a torcer. Al menos no por ahora.
La noche pasaba y su estado se tornaba calamitoso, pero en ningún momento dejó de tener un vaso lleno de quitapenas en su mano. Era la única manera de tolerar el dolor intenso que atravesaba su alma con la intensidad de una flecha envenenada. Era la única forma de que su rostro pudiese esbozar un atisbo de sonrisa. Y lo logró, porque fue una noche divertida, aunque no había terminado.
El regreso a su casa lo encontró solo, en medio de la calle, sin dinero y con unas veinte cuadras por caminar. Emprendió el regreso con la valentía de los corazones puros, o la inconciencia de los borrachos. Depende del cristal con que se lo mire.
Lo cierto fue que volvió caminando, pese al peligro que ello supone a esas horas de la noche y con su zigzagueante andar. Por precaución, guardó el reloj en un bolsillo, y su anillo en el otro. Aunque sabía que en dinero no valía demasiado, moriría si a alguien se le ocurriera robárselo.
Casi sin memoria ni fuerzas llegó a su casa. Parecía una víbora arrastrándose por las penas del amor ahogadas en un vaso de alcohol. Por suerte, el sueño llegó rápido. El balanceante equilibrio que arremolinaba su vientre le dio paso al profundo cansancio que sufría entre el dolor de su alma, la caminata y las consecuencias de la embriaguez.
Al día siguiente, despertó con un profundo dolor de cabeza que apenas si le dejaba abrir sus ojos. Se bañó, se vistió y fue a almorzar para quitarse de su boca esa sensación pegajosa que dejan las noches largas.
Tomó el pantalón que había usado la noche anterior. Tomó el reloj de uno de los bolsillos y, luego, el mundo se paralizó como en las películas. Sólo podía escuchar el latido de su corazón y sentir una lágrima rodando por su mejilla izquierda… ¡El anillo había desaparecido!
Volvió a buscar en el bolsillo. Buscó en los otros. Hurgó los bolsillos de todos sus pantalones. Quitó todos los muebles de su habitación. Luego pasó varias horas requisando el resto de la casa. Pero nada. La tierra se había tragado a ese bendito anillo y no había manera de dar con él.
Al rato, tomó el teléfono, agachó la cabeza y, tras contarle lo sucedido, pidió perdón a su amada. Una vez más, había sobredimensionado un conflicto menor. Aunque, quiero decirles a todos, no había aprendido la lección.
Había pasado varios días pensando en cómo expresarle su amor en su regreso a Córdoba. Había pensado demasiado; todos los días, a cada minuto. Pero no lo sabía.
Imaginaba que un simple regalo de ocasión, un regalo de vacaciones, sería poco. Necesitaba que tuviese una connotación que fuese mucho más allá del objeto en sí mismo. Que su carga simbólica representara al menos en una mínima porción aquél amor inexplicable.
Casi regresando, sin haber sacado una conclusión válida sobre su dilema, vio dos pequeños anillos de coco posados sobre la alfombra negra de un puesto callejero. “Es perfecto”, imaginó. Qué mejor que expresar un sentimiento tan excelso como el amor que un par de anillos iguales. Uno para ella, y el otro para él. Qué mejor simbolismo que aquellos dos pequeños objetos, que juntos representaban el futuro entrelazado de dos almas. La de ella y la de él.
Sin vacilarlo, hurgó en sus bolsillos para rascar los últimos reales de sus vacaciones y los invirtió acaso en lo más importante de aquél viaje: ella. El regalo era humilde, sí; pero su significado trascendía cualquier barrera económica.
Lo pensó todo. Incluso el momento en que le daría su declaración de amor más importante, disfrazada de dos pequeños anillos. Conocedor de la psiquis femenina, estaba conciente de que si se los entregaba inmediatamente podía generar sospechas en su amada. Pues sólo quien obró erróneamente puede arrojar un regalo apenas sus pies tocaron suelo propio.
No. Él no caería en ese error. Esperaría, paciente, algunos días para entregar el presente. Uno, dos o diez. Aún no lo sabía. Pero esperaría.
El reencuentro fue mejor de lo que imaginaba. Ella también lo había extrañado, y a montones. Apenas se vieron, se fundieron en un beso tan tierno como profundo. No había palabras para expresar lo que ambos sintieron con aquel beso eterno.
Pasaron algunos días y él actuó según lo previsto. Esperó a que ella reventara de impaciencia y recién después le ofreció el presente a modo de adelanto de lo que pronto llegaría: un altar, él en un elegante traje negro y ella avanzando con la candidez que tienen las futuras esposas.
Pero ese momento todavía no había llegado, sólo reposaba en su mente enamorada. “Son dos anillos. Uno para vos y el otro para mí. Representa todo lo que te amo y, por lo tanto, no quiero que lo pierdas. Yo, lo cuidaré como a mi vida”, dijo.
Quizás fueron horas. Quizás días. Quizás meses. Lo cierto es que ella perdió el presente mientras realizaba un quehacer doméstico. Un lamentable accidente. El presente resbaló de su delicado anular buscando algún resumidero ingrato, que con su garganta del diablo engulló al pequeño anillo para no devolverlo jamás.
Él reaccionó como se esperaba: indignado. Sobreactuado. Hasta llegó a poner en duda el nivel de compromiso de su amada, ante tal flagrante herejía: perdió el anillo que le había entregado con todo su amor. Dejó caer el símbolo de sus sentimientos hacia ella en el pozo de la desgracia, pensaba. Aunque sabía que su enojo no duraría demasiado, le hizo saber con firmeza que no toleraría otra conducta de este tipo. No toleraría que descuide su amor una vez más.
Varios días después, él seguía con su teatro. “Tengo que amedrentarla”, pensaba. Y parte de esa actuación era negarle sus momentos libres y entregárselos a sus amigos en exclusividad.
El primer fin de semana de distanciamiento lo halló en casa de uno de ellos, en medio de una fiesta. Entre su poca resistencia y la necesidad de ahogar penas, el alcohol no necesitó demasiado trabajo para invadir su mente por completo. Apenas podía caminar y ya balbuceaba con la mirada perdida cuando salieron de la fiesta para recalar en un local nocturno.
Le faltaba ella, lo sabía, pero no daría el brazo a torcer. Al menos no por ahora.
La noche pasaba y su estado se tornaba calamitoso, pero en ningún momento dejó de tener un vaso lleno de quitapenas en su mano. Era la única manera de tolerar el dolor intenso que atravesaba su alma con la intensidad de una flecha envenenada. Era la única forma de que su rostro pudiese esbozar un atisbo de sonrisa. Y lo logró, porque fue una noche divertida, aunque no había terminado.
El regreso a su casa lo encontró solo, en medio de la calle, sin dinero y con unas veinte cuadras por caminar. Emprendió el regreso con la valentía de los corazones puros, o la inconciencia de los borrachos. Depende del cristal con que se lo mire.
Lo cierto fue que volvió caminando, pese al peligro que ello supone a esas horas de la noche y con su zigzagueante andar. Por precaución, guardó el reloj en un bolsillo, y su anillo en el otro. Aunque sabía que en dinero no valía demasiado, moriría si a alguien se le ocurriera robárselo.
Casi sin memoria ni fuerzas llegó a su casa. Parecía una víbora arrastrándose por las penas del amor ahogadas en un vaso de alcohol. Por suerte, el sueño llegó rápido. El balanceante equilibrio que arremolinaba su vientre le dio paso al profundo cansancio que sufría entre el dolor de su alma, la caminata y las consecuencias de la embriaguez.
Al día siguiente, despertó con un profundo dolor de cabeza que apenas si le dejaba abrir sus ojos. Se bañó, se vistió y fue a almorzar para quitarse de su boca esa sensación pegajosa que dejan las noches largas.
Tomó el pantalón que había usado la noche anterior. Tomó el reloj de uno de los bolsillos y, luego, el mundo se paralizó como en las películas. Sólo podía escuchar el latido de su corazón y sentir una lágrima rodando por su mejilla izquierda… ¡El anillo había desaparecido!
Volvió a buscar en el bolsillo. Buscó en los otros. Hurgó los bolsillos de todos sus pantalones. Quitó todos los muebles de su habitación. Luego pasó varias horas requisando el resto de la casa. Pero nada. La tierra se había tragado a ese bendito anillo y no había manera de dar con él.
Al rato, tomó el teléfono, agachó la cabeza y, tras contarle lo sucedido, pidió perdón a su amada. Una vez más, había sobredimensionado un conflicto menor. Aunque, quiero decirles a todos, no había aprendido la lección.
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