
La última década estuvo marcada por la unipolaridad mundial, la guerra contra el terrorismo y la aparición de movimientos alternativos a ese dominio exclusivo, especialmente en latinoamérica. En 1997, Estados Unidos todavía tenía dinero para comprar el mando mundial –sin recurrir exageradamente a las armas-, en Venezuela gobernaba Rafael Caldera, Rusia aún no se había recuperado y en el Reino Unido asumía el poder un político progresista llamado Tony Blair, el primer ministro más joven de la historia británica que diez años después dejaría el cargo hostigado por su partido y convertido en un conservador.
¡Cómo pasa el tiempo!
Cuando Hoy Día Córdoba recién daba sus primeros pasos el mundo estaba acomodándose al violento cambio que significó el hundimiento de la Unión Soviética y la asunción de Estados Unidos como potencia hegemónica. En otras palabras, por primera vez en mucho tiempo teníamos un mundo unipolar, con las consecuencias que, sabemos, acarrearía. Recién salíamos de la Guerra de los Balcanes y la realidad ya era clara: la unipolaridad socavaría irremediablemente las entidades supranacionales y, al mismo tiempo, reduciría la equidad mundial, hablando del trato entre estados, claro está. Y así fue, porque a partir de 1997 se notó cada vez con más fuerza la influencia estadounidense sobre todos los países del mundo, incluso Asia y Rusia, acaso las regiones que representaban –y representan- un peligro inminente para al imperio.
Pese al contexto, durante la presidencia de Bill Clinton la Casa Blanca no había experimentado la necesidad de desencadenar todo su arsenal –léase político y militar- sobre el resto de la humanidad, bien porque no era necesario ya que había una cierta estabilidad mundial y bien porque la gestión Clinton no era especialmente belicista, pese a que había participado en varias acciones armadas, tal vez algo imposible de evitar para un estadounidense.
Pero pronto todo cambiaría, pues luego de las polémicas elecciones de noviembre de 2000 (muchos aún denuncian un decisivo fraude electoral en Florida) el Partido Republicano retornó al poder luego de ocho años, representados nada menos que por George W. Bush, la cabeza visible de un grupo de neoconservadores, una palabra que en ese entonces ya sonaba fuerte.
Si bien los primeros meses de la gestión Bush estuvieron caracterizados por un quietismo alarmante, fue después de los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono que el nuevo gobierno encontró su razón de ser, y el resto del planeta sufrió las consecuencias, pues esa unipolaridad de la que hablábamos se llevó hasta un extremo casi intolerable y produjo secuelas sangrientas en sus aliados, como los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid o los del 7 de junio en Londres. A tal punto, que por su propia acción desarrolló la creación de movimientos de resistencia política y hasta un Foro Social Mundial.
Pero, volviendo a lo nuestro, el 11S marcaría un antes y un después fundamental en el contexto mundial porque Estados Unidos acentuaría más que nunca su vocación de potencia hegemónica. Por ello sufrieron estamentos supranacionales creados precisamente para evitar una situación de este tipo. Y en este caso, el ejemplo más sobresaliente es Naciones Unidas (ONU), que más que nunca se reveló como una organización pluralista sólo en su apariencia, pues los temas más delicados se deciden entre las cinco naciones más poderosas con derecho a vetar cualquier medida que tome el plenario, en una tendencia que se repetirá en estos últimos años.
Cada uno defendiendo su postura particular pero de alguna manera socavados por la influencia estadounidense, los miembros con derecho a veto del Consejo de Seguridad de la ONU apoyaron sin chistar, en 2001, la invasión a Afganistán, ya que ahí supuestamente se encontraba el nuevo enemigo público número uno del mundo: Osama ben Laden y su Al Qaeda, el villano que definitivamente reemplazó a la otrora maléfica Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas como el rival a combatir.
Así las cosas, una coalición liderada por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), también bajo el yugo estadounidense, desbancó rápidamente del poder al gobierno talibán, que paradójicamente pocos años antes había recibido el decisivo apoyo de la Casa Blanca para expulsar a las fuerzas soviéticas de territorio afgano.
Corría diciembre de 2001 y aquella unipolaricidad mostraba acaso su costado más cruel: el de la guerra contra enemigos fantasmas y una población civil que sufriría –y sufre- en carne propia sus consecuencias.
Pero lo peor estaba por venir, pues un año después haría su aparición protagónica un culebrón que dejaría a la ONU por el suelo: la invasión a Irak.
A mediados de 2002 la inteligencia estadounidense comenzó a buscar justificativos para cumplir con el viejo anhelo de la derecha dura norteamericana: el derrocamiento de Saddam Hussein. Pero tan poco convincentes eran esos argumentos que ni siquiera la obediente ONU podría justificarlos, en especial por la resistencia de tres países con derecho a veto como Rusia, China y Francia, apoyados por la opinión pública mundial con Alemania en la vanguardia. Fue en ese preciso momento cuando la Casa Blanca dejó los formalismos de lado y demostró quién mandaba en el mundo, pues invadió Irak sin la venia de Naciones Unidas y con una coalición un tanto dudosa, que contaba con el apoyo del Reino Unido, España e Italia como actores secundarios, países que sufrirían luego el fracaso de la guerra.
En medio de todas estas discusiones belicistas quedaron otros procesos que cobran mayor importancia hoy en día, cuando Estados Unidos se halla enfrascado en el inexorable fracaso de su aventura iraquí y bajo una crisis política y económica preocupante, que para muchos hasta puede significar el ocaso del imperio.
Decimos en el medio porque también en este decenio es preciso destacar el regreso de Rusia como un actor que amenaza al liderazgo norteamericano, al igual que China, tal vez el país que más ha crecido en estos años. Y a un costado del camino aparecen otros actores como Irán, latinoamérica y los movimientos antiglobalización europeos, que también pretenden introducirse en la discusión de un movimiento alternativo en el mundo, que equilibre el dominio unilateral que hoy ejerce la Casa Blanca.
Europa, por su parte, sufrió las consecuencias de su propia inacción y se encuentra enfrascada en la imposibilidad de llevar a los hechos el significado de Unión Europea (UE), más una unión de mercados que un bloque político, social y económico consistente, tal como lo indica su nombre. Si bien por peso específico jamás dejará de ser parte central en el juego mundial, la población del Viejo Continente está en otra lucha –especialmente la de Europa Occidental-: la de evitar el veloz avance del neoliberalismo que se traduce inmediatamente en la pérdida de viejas conquistas sociales. Pero al mismo tiempo, navega en la eterna contradicción, pues el temor a una avalancha de inmigrantes permitió la llegada de gobiernos duros y conservadores, al mejor estilo neocons estadounidense, para defenderlos del extranjero invasor. Y mientras, cede sumisa al juego estadounidense de agresión constante y Guerra contra el Terrorismo (recordemos sino los vuelos ilegales que realizaba la CIA por el continente transportando a personas sospechadas de terrorismo, ilegalmente secuestradas en Medio Oriente o en propio suelo europeo).
En fin, parece increíble que en tan poco tiempo tanto haya cambiado el mundo. Cuando este diario iniciaba su existencia en América latina todavía seguíamos las fórmulas del FMI y la mayoría de los gobiernos era de neto corte neoliberal, sólo por citar dos nuevos ejemplos. En realidad no tenemos la certeza si los procesos históricos se aceleraron en los últimos años, pero sí estamos en condiciones de afirmar que los últimos diez años encierran en sí mismos infinidad de sucesos que surcaron la historia de la humanidad. Y nosotros, afortunadamente, estuvimos para contarlo.
¡Cómo pasa el tiempo!
Cuando Hoy Día Córdoba recién daba sus primeros pasos el mundo estaba acomodándose al violento cambio que significó el hundimiento de la Unión Soviética y la asunción de Estados Unidos como potencia hegemónica. En otras palabras, por primera vez en mucho tiempo teníamos un mundo unipolar, con las consecuencias que, sabemos, acarrearía. Recién salíamos de la Guerra de los Balcanes y la realidad ya era clara: la unipolaridad socavaría irremediablemente las entidades supranacionales y, al mismo tiempo, reduciría la equidad mundial, hablando del trato entre estados, claro está. Y así fue, porque a partir de 1997 se notó cada vez con más fuerza la influencia estadounidense sobre todos los países del mundo, incluso Asia y Rusia, acaso las regiones que representaban –y representan- un peligro inminente para al imperio.
Pese al contexto, durante la presidencia de Bill Clinton la Casa Blanca no había experimentado la necesidad de desencadenar todo su arsenal –léase político y militar- sobre el resto de la humanidad, bien porque no era necesario ya que había una cierta estabilidad mundial y bien porque la gestión Clinton no era especialmente belicista, pese a que había participado en varias acciones armadas, tal vez algo imposible de evitar para un estadounidense.
Pero pronto todo cambiaría, pues luego de las polémicas elecciones de noviembre de 2000 (muchos aún denuncian un decisivo fraude electoral en Florida) el Partido Republicano retornó al poder luego de ocho años, representados nada menos que por George W. Bush, la cabeza visible de un grupo de neoconservadores, una palabra que en ese entonces ya sonaba fuerte.
Si bien los primeros meses de la gestión Bush estuvieron caracterizados por un quietismo alarmante, fue después de los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono que el nuevo gobierno encontró su razón de ser, y el resto del planeta sufrió las consecuencias, pues esa unipolaridad de la que hablábamos se llevó hasta un extremo casi intolerable y produjo secuelas sangrientas en sus aliados, como los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid o los del 7 de junio en Londres. A tal punto, que por su propia acción desarrolló la creación de movimientos de resistencia política y hasta un Foro Social Mundial.
Pero, volviendo a lo nuestro, el 11S marcaría un antes y un después fundamental en el contexto mundial porque Estados Unidos acentuaría más que nunca su vocación de potencia hegemónica. Por ello sufrieron estamentos supranacionales creados precisamente para evitar una situación de este tipo. Y en este caso, el ejemplo más sobresaliente es Naciones Unidas (ONU), que más que nunca se reveló como una organización pluralista sólo en su apariencia, pues los temas más delicados se deciden entre las cinco naciones más poderosas con derecho a vetar cualquier medida que tome el plenario, en una tendencia que se repetirá en estos últimos años.
Cada uno defendiendo su postura particular pero de alguna manera socavados por la influencia estadounidense, los miembros con derecho a veto del Consejo de Seguridad de la ONU apoyaron sin chistar, en 2001, la invasión a Afganistán, ya que ahí supuestamente se encontraba el nuevo enemigo público número uno del mundo: Osama ben Laden y su Al Qaeda, el villano que definitivamente reemplazó a la otrora maléfica Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas como el rival a combatir.
Así las cosas, una coalición liderada por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), también bajo el yugo estadounidense, desbancó rápidamente del poder al gobierno talibán, que paradójicamente pocos años antes había recibido el decisivo apoyo de la Casa Blanca para expulsar a las fuerzas soviéticas de territorio afgano.
Corría diciembre de 2001 y aquella unipolaricidad mostraba acaso su costado más cruel: el de la guerra contra enemigos fantasmas y una población civil que sufriría –y sufre- en carne propia sus consecuencias.
Pero lo peor estaba por venir, pues un año después haría su aparición protagónica un culebrón que dejaría a la ONU por el suelo: la invasión a Irak.
A mediados de 2002 la inteligencia estadounidense comenzó a buscar justificativos para cumplir con el viejo anhelo de la derecha dura norteamericana: el derrocamiento de Saddam Hussein. Pero tan poco convincentes eran esos argumentos que ni siquiera la obediente ONU podría justificarlos, en especial por la resistencia de tres países con derecho a veto como Rusia, China y Francia, apoyados por la opinión pública mundial con Alemania en la vanguardia. Fue en ese preciso momento cuando la Casa Blanca dejó los formalismos de lado y demostró quién mandaba en el mundo, pues invadió Irak sin la venia de Naciones Unidas y con una coalición un tanto dudosa, que contaba con el apoyo del Reino Unido, España e Italia como actores secundarios, países que sufrirían luego el fracaso de la guerra.
En medio de todas estas discusiones belicistas quedaron otros procesos que cobran mayor importancia hoy en día, cuando Estados Unidos se halla enfrascado en el inexorable fracaso de su aventura iraquí y bajo una crisis política y económica preocupante, que para muchos hasta puede significar el ocaso del imperio.
Decimos en el medio porque también en este decenio es preciso destacar el regreso de Rusia como un actor que amenaza al liderazgo norteamericano, al igual que China, tal vez el país que más ha crecido en estos años. Y a un costado del camino aparecen otros actores como Irán, latinoamérica y los movimientos antiglobalización europeos, que también pretenden introducirse en la discusión de un movimiento alternativo en el mundo, que equilibre el dominio unilateral que hoy ejerce la Casa Blanca.
Europa, por su parte, sufrió las consecuencias de su propia inacción y se encuentra enfrascada en la imposibilidad de llevar a los hechos el significado de Unión Europea (UE), más una unión de mercados que un bloque político, social y económico consistente, tal como lo indica su nombre. Si bien por peso específico jamás dejará de ser parte central en el juego mundial, la población del Viejo Continente está en otra lucha –especialmente la de Europa Occidental-: la de evitar el veloz avance del neoliberalismo que se traduce inmediatamente en la pérdida de viejas conquistas sociales. Pero al mismo tiempo, navega en la eterna contradicción, pues el temor a una avalancha de inmigrantes permitió la llegada de gobiernos duros y conservadores, al mejor estilo neocons estadounidense, para defenderlos del extranjero invasor. Y mientras, cede sumisa al juego estadounidense de agresión constante y Guerra contra el Terrorismo (recordemos sino los vuelos ilegales que realizaba la CIA por el continente transportando a personas sospechadas de terrorismo, ilegalmente secuestradas en Medio Oriente o en propio suelo europeo).
En fin, parece increíble que en tan poco tiempo tanto haya cambiado el mundo. Cuando este diario iniciaba su existencia en América latina todavía seguíamos las fórmulas del FMI y la mayoría de los gobiernos era de neto corte neoliberal, sólo por citar dos nuevos ejemplos. En realidad no tenemos la certeza si los procesos históricos se aceleraron en los últimos años, pero sí estamos en condiciones de afirmar que los últimos diez años encierran en sí mismos infinidad de sucesos que surcaron la historia de la humanidad. Y nosotros, afortunadamente, estuvimos para contarlo.
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