
Esta vez la historia nos remonta a otras épocas, si bien cercanas en cuanto a la noción que tenemos del tiempo, muy lejanas si tenemos en cuenta el desarrollo de nuestras vidas. En este caso, haremos referencia a la niñez. Pero no a cualquier niñez, sino a la de Rubita.
Rubita era una chiquilla muy especial, cuya belleza era superada solamente por su torpeza. Tan capaz de desvelar a cualquiera sólo con mostrar su rostro o su sonrisa como de estropear cualquier formalidad de ocasión, Rubita se movía por la vida con un desparpajo digno de las princesas. Y así era tratada, pues sus padres se preocupaban mucho por ella e intentaban cumplir con todos sus pedidos.
Así fue que un buen día, cuando la nena tenía aproximadamente once años, sus padres accedieron a comprarle un par de patines, con los cuales había insistido durante largos meses. Vale la pena aclarar que en aquella época no existían los rollers con sus ruedas en línea, más dañinos para las rodillas pero mucho más fáciles de manejar, sino aquellos viejos patines con las ruedas a dos pares y dos ejes de metal que los cruzaban. Sencillamente, sólo para expertos. Y Rubita, claro, no lo era.
El caso fue que un buen día sus padres aparecieron con los benditos patines, generando una felicidad indescriptible para Rubita. Esa felicidad que sólo el alma pura de un niño puede sentir ante tan pequeño gesto.
Sin perder tiempo, la nena se calzó ambos rodados a sus pies y con tanta destreza como la que puede tener un esquimal en una playa de Río de Janeiro, se lanzó por la casa dando tumbos y a toda velocidad.
No llevaba cinco minutos con los patines puestos que un potente deslizamiento sobre los mosaicos de la cocina derivaron en un violento tropezón que aventó el cuerpo de Rubita hacia el mueble en donde estaban los platos. Presa de la desesperación, la nena optó por tomarse de donde podía con tal de salvar su humanidad, y lo logró. Pero el costo fue altísimo: un juego de doce platos, platitos y platazos se precipitó hacia el suelo no quedando ni uno sano.
Su madre, al escuchar el sordo ruido de la porcelana destruyéndose, salió a toda velocidad hacia la cocina ante el temor de que su hija se haya lastimado. Afortunadamente, la nena estaba justo al lado de la vajilla destrozada, con sus mejillas ruborizadas y una falsa lágrima a punto de desprenderse de sus ojos. Esa postal, y el alivio porque no haya sufrido ni un rasguño, salvaron a Rubita de lo que sería un castigo inminente, pero no le evitaron un fuerte reproche. Tragándose la bronca, su madre le pidió que vaya al patio con esos juguetes, porque dentro de la casa podría suceder un accidente lamentable.
La mujer pensó que de esta forma había solucionado el problema, pues el patio sólo contaba con césped y muchas plantas y flores. Plantas y flores que la madre de Rubita cuidaba con mucho celo, pues consistían en su pasatiempo preferido.
No pasaron más de diez minutos cuando la mujer se dio cuenta de lo que había hecho: había condenado a su jardín a una muerte segura. Porque, entre su torpeza y su inexperiencia para manejar los patines, Rubita no tardaría mucho en destruir aquél bello patio.
Cuando la madre llegó por fin al fondo de la casa, luego de bajar del primer piso, en donde tenía su habitación, ya era demasiado tarde. Rubita yacía sentada, llorando, con miles de pétalos sobre su regazo y el jardín marcado por las profundas huellas de esas ocho ruedas malditas.
Sin embargo, pese a esa patética escena, la madre estaba ante un dilema moral, porque si bien como nunca en su vida quería asesinar a su hija por haber estropeado el jardín, que tanto trabajo le costó construir, había sido ella misma quien la envió hacia ese sector de la casa. Por lo tanto, optó por una decisión salomónica: afortunadamente, cerca de su vivienda había una pista de patinaje, creada precisamente para que los niños no destrozaran salones.
Sin pausa pero sin prisa, la madre envió a su hija hacia ese lugar para que por fin pudiese divertirse sin destruir nada. O bien para que molestara a otro, pues ya la tenía harta.
Rubita no lo podía creer. Estallaba de alegría al ver a decenas de chicos que compartían una misma pasión: patinar. Sin medir las consecuencias, como siempre, Rubita se abalanzó sobre la pista demostrando que pese al poco tiempo que llevaba con sus patines –apenas unas dos horas- era la mejor de todo el lugar.
Lamentablemente, pese a su optimismo, no sólo que era bastante mala patinando, sino que además era demasiado peligrosa. No pasaron más de diez minutos que Rubita, lanzada otra vez a toda velocidad, embistió a un niño que también estaba dando sus primeros pasos con esos peligrosos juguetes. Y no pasó mucho tiempo más para que las personas que cuidaban el lugar expulsaran a la niña, mientras llamaban a una ambulancia para que atendieran a ese pobre desgraciado.
Rubita, con lágrimas en los ojos y una decepción que hasta podía palparse, dejó los patines en el arcón de los recuerdos y acudió rápidamente a los brazos protectores de su madre, para decirle entre sollozos:
-Mami, ¡ahora quiero una bicicleta!
Rubita era una chiquilla muy especial, cuya belleza era superada solamente por su torpeza. Tan capaz de desvelar a cualquiera sólo con mostrar su rostro o su sonrisa como de estropear cualquier formalidad de ocasión, Rubita se movía por la vida con un desparpajo digno de las princesas. Y así era tratada, pues sus padres se preocupaban mucho por ella e intentaban cumplir con todos sus pedidos.
Así fue que un buen día, cuando la nena tenía aproximadamente once años, sus padres accedieron a comprarle un par de patines, con los cuales había insistido durante largos meses. Vale la pena aclarar que en aquella época no existían los rollers con sus ruedas en línea, más dañinos para las rodillas pero mucho más fáciles de manejar, sino aquellos viejos patines con las ruedas a dos pares y dos ejes de metal que los cruzaban. Sencillamente, sólo para expertos. Y Rubita, claro, no lo era.
El caso fue que un buen día sus padres aparecieron con los benditos patines, generando una felicidad indescriptible para Rubita. Esa felicidad que sólo el alma pura de un niño puede sentir ante tan pequeño gesto.
Sin perder tiempo, la nena se calzó ambos rodados a sus pies y con tanta destreza como la que puede tener un esquimal en una playa de Río de Janeiro, se lanzó por la casa dando tumbos y a toda velocidad.
No llevaba cinco minutos con los patines puestos que un potente deslizamiento sobre los mosaicos de la cocina derivaron en un violento tropezón que aventó el cuerpo de Rubita hacia el mueble en donde estaban los platos. Presa de la desesperación, la nena optó por tomarse de donde podía con tal de salvar su humanidad, y lo logró. Pero el costo fue altísimo: un juego de doce platos, platitos y platazos se precipitó hacia el suelo no quedando ni uno sano.
Su madre, al escuchar el sordo ruido de la porcelana destruyéndose, salió a toda velocidad hacia la cocina ante el temor de que su hija se haya lastimado. Afortunadamente, la nena estaba justo al lado de la vajilla destrozada, con sus mejillas ruborizadas y una falsa lágrima a punto de desprenderse de sus ojos. Esa postal, y el alivio porque no haya sufrido ni un rasguño, salvaron a Rubita de lo que sería un castigo inminente, pero no le evitaron un fuerte reproche. Tragándose la bronca, su madre le pidió que vaya al patio con esos juguetes, porque dentro de la casa podría suceder un accidente lamentable.
La mujer pensó que de esta forma había solucionado el problema, pues el patio sólo contaba con césped y muchas plantas y flores. Plantas y flores que la madre de Rubita cuidaba con mucho celo, pues consistían en su pasatiempo preferido.
No pasaron más de diez minutos cuando la mujer se dio cuenta de lo que había hecho: había condenado a su jardín a una muerte segura. Porque, entre su torpeza y su inexperiencia para manejar los patines, Rubita no tardaría mucho en destruir aquél bello patio.
Cuando la madre llegó por fin al fondo de la casa, luego de bajar del primer piso, en donde tenía su habitación, ya era demasiado tarde. Rubita yacía sentada, llorando, con miles de pétalos sobre su regazo y el jardín marcado por las profundas huellas de esas ocho ruedas malditas.
Sin embargo, pese a esa patética escena, la madre estaba ante un dilema moral, porque si bien como nunca en su vida quería asesinar a su hija por haber estropeado el jardín, que tanto trabajo le costó construir, había sido ella misma quien la envió hacia ese sector de la casa. Por lo tanto, optó por una decisión salomónica: afortunadamente, cerca de su vivienda había una pista de patinaje, creada precisamente para que los niños no destrozaran salones.
Sin pausa pero sin prisa, la madre envió a su hija hacia ese lugar para que por fin pudiese divertirse sin destruir nada. O bien para que molestara a otro, pues ya la tenía harta.
Rubita no lo podía creer. Estallaba de alegría al ver a decenas de chicos que compartían una misma pasión: patinar. Sin medir las consecuencias, como siempre, Rubita se abalanzó sobre la pista demostrando que pese al poco tiempo que llevaba con sus patines –apenas unas dos horas- era la mejor de todo el lugar.
Lamentablemente, pese a su optimismo, no sólo que era bastante mala patinando, sino que además era demasiado peligrosa. No pasaron más de diez minutos que Rubita, lanzada otra vez a toda velocidad, embistió a un niño que también estaba dando sus primeros pasos con esos peligrosos juguetes. Y no pasó mucho tiempo más para que las personas que cuidaban el lugar expulsaran a la niña, mientras llamaban a una ambulancia para que atendieran a ese pobre desgraciado.
Rubita, con lágrimas en los ojos y una decepción que hasta podía palparse, dejó los patines en el arcón de los recuerdos y acudió rápidamente a los brazos protectores de su madre, para decirle entre sollozos:
-Mami, ¡ahora quiero una bicicleta!