viernes, 24 de agosto de 2007

Rubita, la princesa torpe


Esta vez la historia nos remonta a otras épocas, si bien cercanas en cuanto a la noción que tenemos del tiempo, muy lejanas si tenemos en cuenta el desarrollo de nuestras vidas. En este caso, haremos referencia a la niñez. Pero no a cualquier niñez, sino a la de Rubita.
Rubita era una chiquilla muy especial, cuya belleza era superada solamente por su torpeza. Tan capaz de desvelar a cualquiera sólo con mostrar su rostro o su sonrisa como de estropear cualquier formalidad de ocasión, Rubita se movía por la vida con un desparpajo digno de las princesas. Y así era tratada, pues sus padres se preocupaban mucho por ella e intentaban cumplir con todos sus pedidos.
Así fue que un buen día, cuando la nena tenía aproximadamente once años, sus padres accedieron a comprarle un par de patines, con los cuales había insistido durante largos meses. Vale la pena aclarar que en aquella época no existían los rollers con sus ruedas en línea, más dañinos para las rodillas pero mucho más fáciles de manejar, sino aquellos viejos patines con las ruedas a dos pares y dos ejes de metal que los cruzaban. Sencillamente, sólo para expertos. Y Rubita, claro, no lo era.
El caso fue que un buen día sus padres aparecieron con los benditos patines, generando una felicidad indescriptible para Rubita. Esa felicidad que sólo el alma pura de un niño puede sentir ante tan pequeño gesto.
Sin perder tiempo, la nena se calzó ambos rodados a sus pies y con tanta destreza como la que puede tener un esquimal en una playa de Río de Janeiro, se lanzó por la casa dando tumbos y a toda velocidad.
No llevaba cinco minutos con los patines puestos que un potente deslizamiento sobre los mosaicos de la cocina derivaron en un violento tropezón que aventó el cuerpo de Rubita hacia el mueble en donde estaban los platos. Presa de la desesperación, la nena optó por tomarse de donde podía con tal de salvar su humanidad, y lo logró. Pero el costo fue altísimo: un juego de doce platos, platitos y platazos se precipitó hacia el suelo no quedando ni uno sano.
Su madre, al escuchar el sordo ruido de la porcelana destruyéndose, salió a toda velocidad hacia la cocina ante el temor de que su hija se haya lastimado. Afortunadamente, la nena estaba justo al lado de la vajilla destrozada, con sus mejillas ruborizadas y una falsa lágrima a punto de desprenderse de sus ojos. Esa postal, y el alivio porque no haya sufrido ni un rasguño, salvaron a Rubita de lo que sería un castigo inminente, pero no le evitaron un fuerte reproche. Tragándose la bronca, su madre le pidió que vaya al patio con esos juguetes, porque dentro de la casa podría suceder un accidente lamentable.
La mujer pensó que de esta forma había solucionado el problema, pues el patio sólo contaba con césped y muchas plantas y flores. Plantas y flores que la madre de Rubita cuidaba con mucho celo, pues consistían en su pasatiempo preferido.
No pasaron más de diez minutos cuando la mujer se dio cuenta de lo que había hecho: había condenado a su jardín a una muerte segura. Porque, entre su torpeza y su inexperiencia para manejar los patines, Rubita no tardaría mucho en destruir aquél bello patio.
Cuando la madre llegó por fin al fondo de la casa, luego de bajar del primer piso, en donde tenía su habitación, ya era demasiado tarde. Rubita yacía sentada, llorando, con miles de pétalos sobre su regazo y el jardín marcado por las profundas huellas de esas ocho ruedas malditas.
Sin embargo, pese a esa patética escena, la madre estaba ante un dilema moral, porque si bien como nunca en su vida quería asesinar a su hija por haber estropeado el jardín, que tanto trabajo le costó construir, había sido ella misma quien la envió hacia ese sector de la casa. Por lo tanto, optó por una decisión salomónica: afortunadamente, cerca de su vivienda había una pista de patinaje, creada precisamente para que los niños no destrozaran salones.
Sin pausa pero sin prisa, la madre envió a su hija hacia ese lugar para que por fin pudiese divertirse sin destruir nada. O bien para que molestara a otro, pues ya la tenía harta.
Rubita no lo podía creer. Estallaba de alegría al ver a decenas de chicos que compartían una misma pasión: patinar. Sin medir las consecuencias, como siempre, Rubita se abalanzó sobre la pista demostrando que pese al poco tiempo que llevaba con sus patines –apenas unas dos horas- era la mejor de todo el lugar.
Lamentablemente, pese a su optimismo, no sólo que era bastante mala patinando, sino que además era demasiado peligrosa. No pasaron más de diez minutos que Rubita, lanzada otra vez a toda velocidad, embistió a un niño que también estaba dando sus primeros pasos con esos peligrosos juguetes. Y no pasó mucho tiempo más para que las personas que cuidaban el lugar expulsaran a la niña, mientras llamaban a una ambulancia para que atendieran a ese pobre desgraciado.
Rubita, con lágrimas en los ojos y una decepción que hasta podía palparse, dejó los patines en el arcón de los recuerdos y acudió rápidamente a los brazos protectores de su madre, para decirle entre sollozos:
-Mami, ¡ahora quiero una bicicleta!

jueves, 23 de agosto de 2007

Demasiada presión


Corrían los últimos años de la década del ‘80 cuando se conocieron. En esos momentos, ninguno de los dos sospechaba el fuego que se desataría entre ellos; eran demasiado niños. Ambos vivían a pocas cuadras, pero no se conocían. El destino, si es que existe, quiso que se encontraran recién en el secundario, tal vez la mejor época de la vida.
Ella era pura pasión, de esas mujeres que enamoran hasta al más despistado. Él, en cambio, tenía una mezcla de inocencia y hombría bastante extraña, pero que cautivaba.
El primer encuentro íntimo se produjo hacia fines del primer año. El trasluz de la puerta de un baño perdido permitía observar las manos de Aníbal y la nuca de Karina. Justo ese día, la pasión se encendió; y él se enamoró perdidamente.
Su historia se prolongó a través de los años. Siempre que la ocasión lo permitía, Aníbal y Karina encendían las llamas del amor en apasionados besos y caricias. Sin embargo, no podían estar juntos. Algunos afirman que por su forma de ser, otros aseguran que porque ella no quería. Lo cierto, es que nunca formalizaron lo que hacían a escondidas.
Los años transcurrían, sus cuerpos cambiaban, y ya hechos un hombre y una mujer continuaron con su fogoso y ocasional romance.
Ya penando canas, hijos, novias y esposos mediante, Aníbal y Karina continuaban en la clandestinidad. Cualquier suceso era el pretexto perfecto para saciar su sed de amor. El cumpleaños de algún compañero del secundario, encuentros ocasionales minuciosamente planeados, o no. De alguna forma u otra, ellos lograban verse con cierta regularidad.
Sin embargo, siempre existió una materia pendiente que no los dejaba tranquilos: el sexo. Nunca habían podido transformar esa pasión en algo más intenso. Inseguridad de ella, falta de dinero de él, alguna casa que no conseguían a último momento y muchas otras desventuras que no vale la pena enumerar. Lo cierto es que el sexo era la gran materia pendiente para coronar su amor.
Karina dominaba la situación y no se dejaba llevar ciegamente por la pasión. Después de tantos años, quería que su primera vez con Aníbal fuera perfecta. Él, todo lo contrario, con esa ingenuidad y hombría que lo caracterizaba le costaba mucho mantener sus instintos atados cada vez que la veía. Incluso, en algún tiempo, el deseo era tal que comenzaba a pegar alaridos de desesperación. Para Aníbal hacer el amor con Karina era ya una cuestión de existencia.
Como todo en la vida tarde o temprano llega, el día más esperado en la vida de Aníbal estaba al caer. Moviendo cielo y tierra, nuestro héroe consiguió que un amigo de tierras lejanas le prestara su departamento. Y la noche llegó. Fue hace poco. La tensión sexual que había entre los dos podía cortarse con una tijera. Como una mera formalidad, salieron a tomar algo a un bar, como si se tratara de una cita común. Sin embargo, ambos sabían que después de tantos años el día había llegado.
El departamento era pequeño y a Aníbal le costó abrir la puerta para ingresar en él; estaba bastante nervioso y no era para menos. Fueron directamente hacia la cama, que en realidad era un colchón tirado en el suelo, y comenzaron a besarse apasionadamente. A Aníbal le temblaban las piernas, no podía creer que estaba viviendo ese momento, trataba de calmarse, pero era imposible. Tenía nada menos que a Karina entregada entre sus brazos. Y era tal como la había imaginado, la piel joven, sus carnes duras, Karina mantenía el cuerpo de una adolescente. Pero ninguno de los dos sabía lo que les esperaba.
En medio de tanta pasión, Aníbal sentía que tenía un volcán entre sus piernas y se abalanzó nuevamente sobre Karina para culminar el acto de amor. Ella, alertada sobre los peligros de la imprudencia, exigió a su amante que utilice el método más conocido de protección: un profiláctico. El hombre, poco práctico, tuvo que despegarse de ella para alcanzar las benditas gomitas que había dejado en su pantalón. El frío de la piecita, los nervios de él o vaya a saber qué, lograron que el otrora volcán que tenía entre sus piernas se transforme en un despojo, una suerte de masa gelatinosa que parecía no tener vida. Aníbal no lo podía creer, su día soñado no podía terminar así. Los denodados esfuerzos de Karina no pudieron evitar lo inevitable. El miembro de Aníbal no se levantaría más y, al menos esa noche, lo que tanto habían esperado no se daría.
A pesar del fracaso de ocasión, el bueno de Aníbal tuvo su merecida revancha y pudo lograr intimar con su amada. Sin embargo, lo que nuestro héroe no podrá evitar nunca, es la forma en que sería reconocido desde ese momento y para siempre por todos sus conocidos.
Desde esa noche, Aníbal el Valiente, pasaría a llamarse Aníbal, “el hombre que juega al pool con una cuerda”.

El Rey de la Noche


Hay personas que nacieron con un destino marcado. Desde su cuna, su estirpe les impone una manera especial de vivir; como si fuera un verdadero mandato genético. En la Logia de los Aros Perdidos, el miembro que más respondía a estas características era Sandro Ramírez, el Rey... de la noche.
Sandro era un luchador incansable; su lema preferido era “no hay placer sin dolor”, y lo seguía al pie de la letra. No entendía de cuestiones fáciles sencillamente porque no tenían sabor. Para él, el único regalo era la vida misma, lo demás, sufrimiento, y después, el premio. Así era su relación con las mujeres, una lucha constante en la cual perdía la mayoría de las veces. Pero esas derrotas no estaban signadas por su incapacidad, sino por su alma de Quijote que lo llevaba a entrometerse en empresas casi imposibles. Sin embargo, este no era el único inconveniente que Sandro tenía con el sexo opuesto. Otro problema, que también parecía genético, era una increíble mala suerte. Cada vez que aparecía la mujer indicada en su vida algún inconveniente surgía. O vivía a miles de kilómetros de distancia, o padecía alguna enfermedad incurable (tenía como un imán para las mujeres con problemas psiquiátricos), o simplemente algún acontecimiento desafortunado derrumbaba de un zarpazo el castillo de cartas que Sandro se había encargado cuidadosamente de armar.
Precisamente es de esta última característica de la relación de Sandro con las mujeres de la que nos encargaremos de contar.
El suceso se desarrolló de noche. A pesar de que era un tipo bastante desordenado, en las cuestiones sentimentales a Sandro no le gustaba dejar nada al azar; menos en una cita. Todo estaba perfectamente calculado. Desde el primer encuentro hasta el beso soñado al final de la noche. La mujer en cuestión, era bellísima. La noche mostraba una luna redonda y brillante; era la luna de los enamorados. Y Sandro lo estaba. Antes que nada, cabe aclarar que Sandro se enamoraba con una facilidad notable, prácticamente todos los días. Pero en esta oportunidad era imposible no enamorarse de mujer tan espléndida.
Todo se desarrollaba tal cual lo previsto. La velada se inició en un restaurante de categoría, a la luz de tres velas puestas sobre un candelabro. Sandro pidió unos riñoncitos al vino blanco y la Mujer milanesas con papas fritas (era hermosa, pero poco refinada). Él, para tomar eligió su infaltable Etchart Privado, torrontés, que era como su marca registrada. Ella, en cambio, se contentó con una limonada (repito, no era muy refinada). El restaurante quedaba en el barrio de Nueva Córdoba y su entrada era monumental. Los mozos trataban a los clientes cual si fueran reyes. Y Sandro, en realidad, lo era. El blanco mantel, las copas de cristal y la comida deliciosa, como ella. Terminada la comida, los tórtolos se dirigieron a caminar por la ciudad. Era tan mágico el momento que no sabían bien hacia donde se dirigían; estaban perdidos el uno en el otro. Sandro, por supuesto, compró una rosa a su enamorada, que la llevaba como si fuese su tesoro más preciado.
La noche se desarrollaba como Sandro lo había soñado, era más que perfecta. Tan perfecta que jamás pensó que algo podría salir mal.
Tras una larga caminata, la Mujer comenzó a cansarse y propuso a Sandro ir a algún bar, para tomar unas copas. Nuestro héroe (o antihéroe en este caso), como siempre tenía todo planeado y esa misma tarde había recorrido toda la ciudad en busca del mejor restaurante, para comer, tal como había sucedido, y el mejor bar, para este preciso momento. Y su búsqueda había dado resultados: el mejor antro de la ciudad estaba a unas pocas cuadras.
Allá partieron los enamorados, ya de la mano, al bar donde seguramente coronarían con un apasionado beso esa noche perfecta. Pero, como ya adelanté, todo saldría mal.

Como si su destino fuese la desventura, Sandro sufría el defecto que sólo tienen aquellos que no suelen cumplir con sus empresas cuando de amor hablamos: gustaba de alardear si la noche le salía perfecta. Y esta no fue la excepción.
En la caminata hacia el bar, Sandro comenzó a contarle a su enamorada todas sus vivencias nocturnas (obviamente con un toque literario) y cómo a su entrada al bar al cual se dirigían todos lo parroquianos comenzarían a saludarlo y a hacerles reverencias, porque él era nada menos que el Rey de la Noche. Y a un rey hay que tratarlo como tal.
La Mujer estaba más que ilusionada, porque ella no veía en Sandro al Rey de la Noche, sino a su príncipe azul. Era el hombre perfecto, “Su” hombre perfecto.
Sin embargo, triste fue la decepción que se llevó la joven enamorada cuando llegaron al bar y se encontraron con que el antro al que Sandro asistía, según él, todas las noches estaba cerrado. Pero eso no era todo, la edificación estaba derrumbada. En efecto, lo habían tirado abajo para construir una iglesia evangelista, al menos así lo decía el cartel que estaba sobre una de las chapas que cubría las ruinas.
Sandro no le encontraba explicación a lo ocurrido. No sabía cómo hacerle entender a su amada que esa misma tarde el bar estaba en pie. Que sus amigos no le habían avisado sobre su cierre. Es más, hasta argumentó que se habían llevado el bar entero, con cimientos y todo, hacia otra esquina, y que sólo tendrían que buscarlo.
Pero ya era tarde. Es sabido que una mujer puede soportar muchas cosas, pero nunca la decepción. La Mujer, que creyó encontrar al hombre perfecto, se dio cuenta en ese preciso momento que Sandro era un hombre normal, con millones de defectos. Esa sensación de amor que embriagaba su alma minutos atrás se había transformado en decepción, primero, y en aborrecimiento después. Si, lo odiaba. Le había mentido descaradamente. Él, el amor de su vida, su príncipe azul.
El final de la historia es triste. La despedida fue fría y Sandro nunca más volvió a ver a esa mujer. Otra vez solo, otra vez a sufrir por un amor perdido.
Desde ese día, Sandro fue conocido en la Logia de los Aros Perdidos como el Rey de la Noche. Y, obviamente, al día siguiente ya se había enamorado de nuevo.

Las aventuras de Luccardi


La luz era tenue y nuestro héroe se encontraba como pez en al agua. El departamento de esa joven era el lugar perfecto para realizar una nueva conquista, y la mujer en cuestión estaba más que dispuesta a ser sólo una nueva marca en la pared de Carlos Luccardi.
Carlos era un joven muy apuesto, que dedicaba su vida a las computadoras y a entrometerse en problemas de polleras. Utilizando su belleza física y una innumerable cantidad de trucos y personalidades aprendidas en las mil batallas del amor que afrontó, Carlos pasaba la mayor parte de su tiempo conquistando mujeres. Pero no era un playboy cualquiera, no, Carlos era un aventurero dedicado a las mujeres; que no es lo mismo.
Esa noche todo había salido perfecto, una salida romántica, mimos en la parte más oscura del bar de ocasión y mucho alcohol, pero para ella; un mujeriego que se precie de tal sabe que el alcohol produce en las mujeres una actitud desinhibida fundamental para este tipo de momentos. No había posibilidad de un no como respuesta ante semejante cuadro. La perfección de la situación era total, tal vez demasiado completa; extrañamente completa. El instinto de Carlos le decía que algo podía pasar. Un tipo que había vivido tantas aventuras como él, sabe que en cualquier momento la noche deseada puede desvanecerse.
Y así fue nomás.
Justo cuando estaban por cosechar el beso que crece en la penumbra, un ruido extraño provino de la puerta de entrada. Carlos, en ese instante, pensó en ladrones. “Bueno, se llevan todo, terminamos lo que empezamos y después hacemos la denuncia policial”, conjeturaba, decidido a cumplir su cometido a toda costa. Pero no, no eran unos simples ladrones; era el gigantesco padre de esa hermosa mujer, menor de edad ella, que vivía con un corpulento y celoso gringo, dueño de una verdulería. El Hombre, separado y sin apuros, entraba al departamento acompañado por una mujer y con el mismo propósito que Carlos: pasar una noche ardiente.
Asustados, Carlos y la preciosa menor de edad se vistieron a la velocidad de la luz y comenzaron a buscar un escondite apropiado para el muchacho, que temía por la entereza de su físico cuando esa mole lo encuentre profanando la cuna de su nena. El baño no era un lugar adecuado, puesto que al Hombre entrar a su casa le estimulaba su sistema intestinal y el inodoro era lo primero que visitaba. Descartado el baño, el pequeño departamento no ofrecía demasiadas variantes de escondite. Tenía pocos muebles y tan solo dos habitaciones. Los placares eran demasiado pequeños y no tenía un patio considerable. Además, la pieza de la joven menor de edad tenía un gran ventanal que daba directamente a la entrada al departamento, patiecito mediante. En el apuro, la joven menor de edad no tuvo mejor idea que esconder a Carlos detrás de la puerta de su pieza y acostarse en su cama como si nada pasara.
El Hombre, que ya había saciado sus necesidades intestinales en el baño, fue hacia el dormitorio de su hija para informarle que estaba con una mujer y que si sentía gritos o ruidos extraños no se asustara, que eran los ruidos del amor. El Hombre, estaba convencido de que su joven e ingenua hija no sabía de qué le estaba hablando. Deducción muy lejana de la realidad por cierto.
Carlos, asustado pero acostumbrado a este tipo de situaciones, estaba quieto tras la puerta. Con asombro, pudo observar cómo se oscurecía la pieza, era algo bastante extraño. Sin embargo, cuando observó bien, notó que era el Hombre, que había entrado a la pieza a explicarle lo que iba a ocurrir a su hija y su gigantesca figura producía una suerte de eclipse en el interior de la piecita.
El Hombre se había parado justo delante de Carlos y era realmente inmenso. Nuestro héroe no quería pensar lo que ocurriría si esa bestia lo encontraba y descargaba su ira en él. Además, haciendo una rápida observación de la arquitectura del departamento, no podía haber elegido sitio peor para esconderse. No tenía escapatoria alguna, el Hombre estaba de espaldas a escasos 15 centímetros de él, y con sólo mirar de reojo lo encontraría atrapado entre la puerta y la pared.
Esos minutos, segundos, horas, se hicieron eternos. El Hombre charlaba amablemente con su hija, que manejaba la situación con la tranquilidad de quién ha hecho esto muchas veces. Y Carlos seguía inmóvil, conteniendo la respiración tras la puerta. Era solo cuestión de darse vuelta para el sitio equivocado, de hacer un paso para atrás, o de que Carlos cometiera el más mínimo movimiento para que se desatara la tormenta.
Mientras el Hombre permanecía en la pieza, Carlos, viejo sabedor de estas situaciones, comenzó a especular con los daños que esa bestia podría producirle. Era un hecho que lo encontraría. Sabía que tendría que manejar la situación con mucha cautela. Ya practicaba la forma de convencer a este Hombre cuando se encontrase en estado de furia. Para colmo de males, no hallaba objetos contundentes a su alcance, como para atontar a la mole y salir corriendo a toda velocidad.
Sin embargo, y tras unos instantes que parecieron horas, el Hombre se dio vuelta para el lado opuesto donde estaba Carlos y emprendió su retirada hacia la pieza contigua, con el típico apuro que tienen los hombres a los que los espera una mujer dispuesta a todo en la pieza del lado.
De esta manera, nuestro héroe pudo contar esta historia sin siquiera sufrir un rasguño, y dispuesto a vivir muchas aventuras más. Obviamente, el acto esperado con la joven menor de edad se dio, pero no en ese momento Esa es otra historia que oportunamente será detallada.

La odisea del Forastero


La noche de Córdoba recién empezaba y el forastero se sentía bendecido. Pensaba, para sí mismo, la suerte que había tenido en conocer a esos amigos cordobeses y la consiguiente invitación que había hecho posible su desembarco en tierras serranas. “Mi primera noche en Córdoba”, se decía insistentemente sin poder ocultar su alegría.
En pocos días el forastero se había enamorado perdidamente de la ciudad, porque, consideraba, mantenía las características típicas de una urbe, pero sin la violencia de su Buenos Aires natal, donde prácticamente no se podía salir a la calle. Aquí era distinto, ¡si hasta se podía cruzar una plaza de noche! Además, el itinerario era excelente. Viajes a las sierras, para conocer la provincia; mucho asado y guitarra, además de la posibilidad de hacer nuevos amigos; gente muy hospitalaria, pensaba.
Pero aún quedaba lo mejor, pues por las obligaciones laborales de sus hospedantes no había podido gozar de la noche cordobesa, famosa por su exceso de jóvenes dada su gran población universitaria. Y ese día había llegado. Era sábado, por la noche, y todo comenzó con un asado y altas dosis de alcohol, como es correcto. Posteriormente, comenzó con la típica discusión de los playboys: ¿a qué boliche ir en la única noche del porteño en Córdoba?
Finalmente, la mayoría se inclinó por Faraón, un tugurio de importante tamaño que cumplía con todos los requisitos. En otras palabras, el alcohol era barato, estaba separado por sectores que ofrecían diferentes tipos de música y, por sobre todo, presentaba una gran cantidad de mujeres. Nada podía salir mal allí.
Entonces, acordado el paso a seguir, el grupo rumbeó hacia Faraón, con todas las esperanzas puestas en conseguir algún amor pasajero. El boliche, obviamente plagado de referencias hacia su nombre, estaba emplazado en la Zona del Abasto, a menos de un kilómetro del centro de la ciudad. En su entrada tenía un pequeño lobby para luego pasar a la primera pista, generalmente con música nacional. En ese lugar también había una barra, en la cual nuestros héroes fueron a cambiar la consumición que le habían dado por el valor de la entrada por algún trago para matar la sed. Más atrás, se encontraba el sector principal del comercio, un enorme círculo plagado de gente bailando en el más absoluto frenesí. Hacia la izquierda, una escalera llevaba hacia el primer piso, en el que también había sectores para bailar y reservados, a dónde todos querían ir en algún momento, pues sus cómodos sillones estaban dispuestos para iniciar algún romance. Pero, primero, había que encontrar a aquella mujer que se prestase para tal fin y para ello no se podía perder tiempo, ya que el nido estaba repleto de buitres.
Así fue como el Forastero y sus amigos se insertaron rápidamente entre la masa y repasaron todo un repertorio de formas para atraer la atención de las bellas jóvenes presentes.
Mas no todo salió según lo planeado. Si algo saben aquellos que pululan por las noches es que no siempre se puede cumplir con los objetivos propuestos, principalmente en todo lo referido al sexo opuesto. A veces el éxito se hace presente y otras no. Sencillamente es así y todos lo entienden de esa manera.
Ya la noche se acababa y el grupo se disponía a retornar hacia sus hogares con su soledad a cuestas. La tropa estaba disminuida, pues eran menos, ya que no todos corren con la misma suerte, pero los que quedaban permanecían unidos, como un equipo que jamás podrá ser diezmado por las venturas del destino.

Normalmente, esos regresos suelen ser muy crueles y pueden llevar al más precavido a cometer la máxima de las locuras con tal de saciar su voracidad sexual. Porque las hormonas no saben de éxitos o fracasos, sólo exigen acción. Y allí es cuando aparece la última de las opciones posibles para todo ser decente: amor de alquiler.
Así pensaba al menos El Forastero, quien estaba totalmente decidido a regresar a sus tierras con olor a mujer, habiendo compartido la cama con alguien, sea como sea. Pero el resto de los soldados no estaba dispuesto de la misma forma, el día ya asomaba y todos querían simplemente regresar a sus hogares a saciar su deseo en soledad, o sólo a dormir.
Las opciones del Forastero se resumían pero él insistía en cumplir con su cometido; “tengo que tener sexo en Córdoba”, se decía. Con la conciencia plena de que en algunos casos es necesario tomar al toro por las astas, plantó bandera frente a sus amigos y rugió que buscaría algún sitio para compartir el lecho, y no le importaba el precio. Se separó del resto de la tropa y con mucha valentía se adentró hacia lo desconocido, la ciudad.
Pero no era un improvisado, pues en Capital Federal había incurrido en la misma actividad en innumerables ocasiones y sabía que nadie más que un taxista sabía de wisquerías a esas horas de la noche. Entonces, tomó un taxi y le dijo que lo llevara a uno de esos lugares en los que se puede satisfacer la necesidad de sexo urgente a cambio de una suma de dinero. Y hacia allí partieron; conductor y pasajero.
El lugar al que se refería el chofer estaba en la periferia de la ciudad; más precisamente camino a La Calera, una localidad aledaña a Córdoba Capital. El viaje duró poco, pues ya era domingo por la madrugada y la ruta estaba prácticamente vacía. La cantina estaba ubicada a la vera de la ruta y, pese a que su tamaño era bastante reducido podía divisarse claramente debido a su soledad. Se encontraba a medio camino entre Córdoba y La Calera y su aspecto no prometía demasiado. Pero El Forastero, entre su desesperación por encontrar una mujer y alto nivel de alcohol que tenía en su cuerpo, optó por confiar en el chofer y accedió rápidamente a bajarse del coche, pagar la elevada tarifa del taxi y encarar, decidido, hacia el prostíbulo disfrazado de bar.
Cual no sería su sorpresa cuando nuestro héroe se encontró con las puertas cerradas. El local ya había cerrado y desde adentro no parecían demasiado convencidos en contestar sus reclamos, a estas alturas convertidos en súplicas, para que lo dejen pasar.
Sin embargo, El Forastero no se dejaría vencer rápidamente; llamó, golpeó, gritó y pataleó hasta que la puerta se entreabrió. En ese momento la sorpresa fue mayor, pues quien atendió no era precisamente una bella prostituta, sino una mujer de importantes proporciones que había nacido en el cuerpo de un hombre. Con voz seca, y bastante ronca, la mujer le advirtió que el lugar ya no atendía y que si continuaba con ese escándalo se vería en la obligación de llamar a la fuerza pública para retirarlo de allí.
Luego de varios minutos, que hasta podrían haber sido horas, El Forastero tuvo ese segundo de coherencia que por el que todos pasamos en una situación límite y decidió, con suma tristeza, emprender su regreso.
Pero no sería tan fácil, pues a esas horas la ruta estaba desierta y luego de los insultos que había propiciado contra los empleados del local no podría regresar y pedirles que le presten un teléfono para llamar a un taxi.
Entonces, se acercó hacia la calle, vio para un lado, y nada, para el otro, tampoco, y no le quedó más remedio que regresar caminando.
Según contaría tiempo después, fueron los 15 kilómetros más largos de su vida. Su única compañía fue un perro, que lo siguió por un tiempo hasta que cayó en la cuenta de que no le daría comida. Ese verano fue particularmente cálido y el Forastero pudo dar fe de ello, pues hacia el mediodía aún se encontraba inmerso a mitad de su odisea y el sol parecía calarle en su cuero cabelludo.
Cuando regresó a la casa de sus amigos, quienes estaban preocupados por su demora y hasta habían llamado a la policía, no tuvo otra opción que contarles la verdad.
Por fin, cuando se pudo acostar a dormir, sentía un intenso dolor en sus piernas y recordaba, entre lamentos, que no eran los músculos que precisamente pensaba utilizar esa noche, pero por lo menos tenía el consuelo de haber vivido una verdadera aventura, digna de ser contada por generaciones.

martes, 21 de agosto de 2007

El gran titiritero


Todos tenemos cierta atracción por los poderes ocultos. Y no me refiero a lo sobrenatural, sino a la intriga sobre aquéllos seres que, como marionetistas, manejan el mundo desde las sombras. Por citar dos personajes, esa sensación nos dejó el siniestro José López Rega o el ruso Rasputín, quienes inclusive fueron relacionados con magias ocultas. Pero más allá de las prácticas de estos sujetos, lo cierto es que su existencia justifica de algún modo aquello del "poder detrás del poder".
El lunes, otro que sigue la misma línea de los citados anunció su renuncia como consejero del presidente George W. Bush. Se trata de Karl Rove, quien fuera calificado como "el Göbels de Bush" o el “copresidente”. Pero por sobretodo, Rove es conocido como un hombre maquiavélico, en el sentido de que está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de cumplir un objetivo. Sino, basta con mirar la carrera política de Bush hijo, de la cual él es el principal estratega. Así lo acompañó en dos gobernaciones en Texas y ahora en la Casa Blanca. Si hasta el propio presidente admite que Rove es la principal razón para su victoria en 2000 y 2004. Dueño de alabanzas que lo califican como un gran estratega, o críticas que lo tratan de tramposo, Rove fue sin dudas el cerebro de la revelación del nombre de la agente secreta de la CIA Valerie Plame, en una operación que sirvió de escarmiento contra el ex embajador de Nigeria Joseph Wilson por sus críticas a las causas que justificaron la invasión a Irak.
Independientemente de las calificaciones subjetivas, lo cierto es que Rove tiene un especial talento para encargarse del trabajo sucio de un político. Y también hay que admitir que, aunque no estemos de acuerdo con ello, todos los líderes tienen un personaje de esta calaña cerca suyo. Sin embargo, para muchos lo de Rove va mucho más allá del trabajo de un consejero, sino que es uno de los que realmente maneja el poder en el gobierno norteamericano. Esta teoría es sostenida por aquellos que creen incapaz a Bush de tomar cualquier decisión, y lo consideran un simple títere colocado en un lugar estratégico -vaya si lo es- para permitir el ascenso al poder de un grupo determinado.
Entonces, el panorama actual nos ofrece dos interrogantes: el primero, ¿por qué se fue Rove?, y el segundo, ¿qué hará Bush sin su guía? Diversos analistas coincidieron en remarcar que en parte los argumentos del consejero pueden ser ciertos -dijo que quería dedicarse a su familia-, pero que también jugó un papel importante el hecho de que Bush esté acabado políticamente y de que el Partido Republicano cuenta con muy pocas posibilidades de ganar en las elecciones del año que viene. Por otra parte, se espera que el presidente apueste a los conflictos en Irak, Afganistán y Palestina para obtener al menos una salida decorosa de la Casa Blanca y, para ello, se especula con que se apoyará en la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, y el secretario de Defensa, Robert Gates, en la difícil -casi imposible- misión de pacificar Medio Oriente.

martes, 14 de agosto de 2007

Una lamentable pérdida


Lamentablemente, a fines de mes perderemos a uno de nuestros más ilustres dirigentes: Karl Rove. Dueño de una trayectoria intachable, Rove supo manejar a la perfección la opinión pública para que el presidente George W. Bush se mantenga a la cabeza de la Casa Blanca por nada menos que ocho años.
Sé que muchos lo critican por ciertas prácticas poco claras durante sus años de colaboración con el Partido Republicano, pero déjenme explicarles a los lectores que él hizo lo necesario para que el gobierno de los Estados Unidos pueda cumplir con las metas propuestas. Y, lamentablemente, no siempre se puede ser amable con los opositores cuando se persigue una meta superior.
Porque, me pregunto, ¿qué sería de nuestra guerra contra el terrorismo si los comentarios del ex embajador Joseph Wilson hubieran tenido repercusión? ¿Qué hubiese pasado si no se tomaban medidas contra Wilson? Sencillo, otros cientos de ilusos habrían salido a dar gritos sobre la inexistencia de razones para atacar al asesino de Saddam Hussein.
Es cierto que no todo fue verdad en aquél momento, pero también hay que admitir que el mundo necesitaba deshacerse de ese personaje siniestro para la historia de la humanidad. Y también sé que quienes hoy nos critican es porque aún no entienden el real alcance de lo que hicimos, pero tengo confianza de que con el tiempo la humanidad nos agradecerá por los esfuerzos que hicimos por ella.
Por eso grito a los cuatro vientos, y no sin una lágrima que recorre por mis mejillas, ¡salud Karl! El pueblo de los Estados Unidos te agradece por todo lo que has hecho por él.

lunes, 13 de agosto de 2007

Persevera y serás libre


En periodismo gráfico, a veces, la inevitable tiranía del espacio nos impide explayarnos como desearíamos sobre un tema. Y por temor a no poder abarcarlo por completo, en ocasiones tendemos a omitirlos. Algo de esto sucede con muchos procesos históricos, que por muy complejos o extensos no pueden ser explicados en detalle, pese a que ese sea nuestro deseo. Sin embargo, siempre hay una buena razón para sacarlos a la luz, aunque sea como una humilde introducción hacia un tema por demás interesante.
En este caso, esa especie de pretexto llega a través de la fecha, pues un 16 de julio de 1947 el Parlamento británico dictaba la independencia de una de sus colonias más importantes: la India. Hecho que, a su vez, nos abre la puerta hacia uno de los procesos independentistas más particulares de la historia, pues su mayor fuerza no provino de las armas, pese a que las hubo, sino de la paciencia, la movilización popular y la desobediencia civil, en una notable expresión de ciudadanía de parte de un pueblo que precisamente no la tenía, sino que la buscaba.

Los primeros pasos
Si bien sería imposible detallar la cantidad de invasiones y cambios que sufrió una civilización que nació hace unos 3.000 años, podemos afirmar que la relación entre la India y el Imperio Británico comenzó en 1.619, cuando el ejército británico comandado por Robert Clive derrotó al nabab de Bengala, estableciendo en esa región a la Compañía Británica de las Indias Orientales. A partir de allí, el Reino Unido regentearía la región imponiendo un rey obediente en el poder.
Pero, tarde o temprano, las ansias de independencia comenzarían a cobrar fuerza. Y ese momento fue casi 250 años después, más precisamente en 1857, a través de la revolución de los cipayos, comandados por Rani Lakshmi Bai, reina de Jhansi. Pese a que el intento duró apenas un año, cuando los británicos derrotaron a la reina y restauraron el orden, la llama ya se había encendido.
En ese entonces, la estrategia elegida por Londres fue la de endurecer su posición hacia los indios. Primero, tomaron directamente las riendas del país, instaurando la figura del virrey nombrado por el Parlamento británico y aboliendo la Compañía Británica de la India Oriental, que había funcionado por dos siglos y medio. Paralelamente, se premiaría a aquellos indios leales a la corona, reconociéndoseles el mismo trato bajo la ley que a los británicos. Pero la semilla de la desconfianza ya había germinado.
La tímida estabilidad entre invasores e invadidos luego de la revolución de los cipayos perduró hasta 1919, cuando la paranoia británica terminó por destrozar el equilibrio en la India. En ese año, una comisión especial promovió la creación de la Ley Rowlatt, creada para investigar una supuesta conspiración contra la corona. Ella otorgó al virrey poderes extraordinarios para reprimir cualquier acto que pudiese ser considerado sedicioso, lo cual incluía el silenciar la prensa, detener a activistas políticos sin orden judicial y arrestar a cualquier persona que fuese sospechosa de rebeldía.
Paradójicamente, el chispazo que encendió el inicio de la revolución fue precisamente el dictado de la norma, pues en protesta se llamó a una huelga general que derivó en la masacre de Amristsar en Panyab, cuando el comandante británico, el general de brigada Reginal Dyer, ordenó disparar contra una multitud de 10.000 indios, quienes se habían congregado en un jardín amurallado llamado Khallianwala Bagh para celebrar el festival hindú de Baisakhi, sin estar conscientes de la existencia de una orden marcial. Los muertos ascendieron a 379 y los heridos a1.137. El daño ya estaba hecho.

Ghandi, conductor e ideólogo
Pocos podrían haber adivinado que aquel joven y tímido abogado se convertiría en el mentor de una revolución única en su especie, por su carácter pacifista. Fue en Sudáfrica, en 1893, cuando comenzó a representar a trabajadores indios, con el objetivo de que sean tratados igualmente ante la ley. Esa experiencia profesional poco a poco cobró mayor repercusión, y el abogado transformó una simple representación legal en una cuestión de principios. Su principal misión fue eliminar la discriminación racial contra los indios y el trato abusivo que recibían los trabajadores por parte de los patrones. Y luego de varios meses de protestas pacíficas y de miles de detenciones, logró su cometido, pues el regente de Sudáfrica, General Jan Smutts, liberó a los prisioneros y abolió la legislación que permitía el abuso a los trabajadores.
Ya de regreso a la India, Ghandi en un principio no abogaba por la total independencia de su país, sino por una mayor protección por parte del imperio, porque en plena Primera Guerra Mundial era necesaria la protección británica. Pero fue bajo la tutela de Gopal Krishna Gokhale que el joven Mohandas (más tarde sería llamado Mahatma o “Alma grande”) comenzó a recorrer el país y a adentrarse en los verdaderos problemas de una población sometida al yugo británico. Pese a no contar con apoyo de los líderes indios, Ghandi creía que era necesario recurrir a la desobediencia civil, llamada satyagraha. Es decir, echar mano a grandes manifestaciones, huelgas y a quitar toda cooperación con un Estado corrupto, pero sin violencia. Fue después de la masacre de Amristsar y de algunas victorias concretas cuando la estrategia de Mohandas comenzó a ganar adeptos.
Sin embargo, al poco tiempo algunos actos de violencia como el linchamiento de policías durante las protestas despertaron temores en el líder pacifista, porque su revolución corría peligro de descontrolarse por completo. Luego, fue arrestado por dos años debido a su desobediencia civil, tras lo cual se marchó hacia Ahmedabad, a las orillas del río Sabarmati, donde fundó un periódico llamado "Joven India", y vivió unos años virtualmente retirado.
Durante su corta ausencia, el ejemplo de Ghandi conquistó a millones de adeptos, varios de ellos decididos a tomar la posta dejada por el Mahatma. Paralelamente, el espectro político indio se amplió considerablemente con la aparición de varios partidos provenientes de diferentes ideologías. Al mismo tiempo Gran Bretaña admitió implementar reformas civiles, que darían a los ciudadanos indios mayores derechos, similares a los de los británicos. Pero no fue suficiente, porque la movilización hacia la independencia era ya incontenible.
A tal punto de madurez había llegado el movimiento independentista, que el Partido del Congreso nombró al 26 de enero de 1930 como el día de la independencia India. Mientras, Ghandi salía de su reclusión para liderar la célebre Marcha de la Sal, que uniría a pie los 400 kilómetros que separaban a su comuna Ahmadabad, de Dandi, en la costa de Gujarat. El motivo de la protesta fue precisamente el que le dio el nombre, pues se realizaba contra los impuestos sobre la sal. La ola de protestas culminó con una violenta represión y la detención de 100.000 personas, entre ellas, claro, el propio Ghandi.
Un año después el líder sería puesto en libertad y viajaría al Reino Unido para una conferencia con el poder británico realizada en Londres, que terminaría con un rotundo fracaso y el retorno a la desobediencia civil en la India. En los años siguientes, el Partido del Congreso y el gobierno se enfrentaron en diferentes conflictos y negociaciones hasta que se logró la Ley del Gobierno de la India en 1935.
Ya en 1939 el gobierno británico decidió el ingreso de la India en la Segunda Guerra Mundial, cuestión que dividió las aguas en el país, pues algunos creían que con al cooperación en la guerra se obtendría a cambio la independencia, mientras que otros opinaban que no conduciría a ello.

El golpe de gracia
El movimiento Bharat Chhodo Andolan (Abandonen la India) fue la acción más organizada y definitiva para lograr la independencia a través de la desobediencia civil. Este movimiento fue iniciado por Gandhi el 8 de agosto de 1942, y tuvo un mayor impacto pues Gran Bretaña estaba envuelta en la Segunda Guerra Mundial y, por otra parte, el objetivo era directamente la salida de los británicos de India. La movilización cobró vigor luego de que el Reino Unido rechazara el ofrecimiento del Partido del Congreso: participar en la guerra, pero a cambio de la independencia.
La medida engendró una violenta reacción británica, que temía por el avance japonés hacia la colonia y la huelga generaba inconvenientes para conseguir reclutas. Además de una brutal represión, la corona encarceló a Ghandi y a toda la cúpula del Partido del Congreso por tres años. Pero esta decisión fue en realidad la más cara, porque no hizo otra cosa que avivar la desobediencia civil de los indios, inclusive con algunos severos actos de violencia callejera como los atentados contra objetivos británicos.
Ya por ese entonces la guerra había diezmado considerablemente los recursos económicos británicos, y si bien podría deducirse que esta situación empujaría a los británicos a sostener el carácter colonial de la India, en el país la revolución ya estaba en camino, y su concreción era sólo cuestión de tiempo.
A principios de 1946 todos los detenidos políticos habían sido liberados y los británicos adoptaron una política de negociación con el Partido Nacional del Congreso. En esta ocasión ayudó en gran medida la victoria en el Reino Unido del Partido Laborista en 1945, ya que esta corriente era más propensa a facilitar la independencia.
Y así fue, pues el 16 de julio de 1947 el Parlamento británico votó por la independencia, que se hizo efectiva el 15 de agosto de ese mismo año.


Mountbatten, el otro libertador

Si Ghandi fue el hacedor de la independencia India, Louis Mountbatten, conde de Burma, fue el líder británico que facilitó esa empresa. Mountbatten, designado por el primer ministro Clement Attlee como último virrey de la India, en menos de dos meses logró entablar un diálogo con los jefes de la India, sentar las bases de un acuerdo, persuadir a sus interlocutores para que lo aceptasen, y, por último, persuadir a todos los líderes británicos para apoyar la independencia india. “Necesitaba forzar el acontecimiento. Sabía que debía obligar al Parlamento británico a votar la ley concediendo la independencia antes de sus vacaciones de verano si quería continuar controlando la situación. Estábamos sentados encima de un barril de pólvora al borde de un volcán. No sabíamos cuándo se produciría la explosión”, diría más tarde sobre aquel proceso. Incluso la fecha de la independencia tuvo un significado para Mountbatten, quien eligió el 15 de agosto porque coincidía con la capitulación japonesa en Birmania, cuando él lideraba el Comando Aliado del Sureste Asiático.

jueves, 9 de agosto de 2007

Un moco


La Real Academia Española nos dice que la palabra grupo puede ser definida como “pluralidad de seres o cosas que forman un conjunto, material o mentalmente considerado”. Entonces, para que alguien pertenezca a un grupo debe precisamente compartir alguna cualidad o una característica única e identificable con otras personas.
Pensando un poco más, ya en un esfuerzo sobrehumano, traté de hallar qué aspecto une a los automovilistas, pero no en sus vidas, sino puntualmente cuando están al volante.
Tal vez el placer de manejar; pero no, porque muchos lo hacen casi como una obligación o lo ven como un simple medio de transporte.
La necesidad de insultar cuando otro realiza una maniobra equivocada, imaginé, aunque después de meses de observación caí en la cuenta de que la mayoría de los automovilistas no insulta ni toca la bocina.
¿Qué podría ser?
Ya me estaba desgranando los sesos y luchaba contra mi impotencia intelectual al no poder hallar alguna característica común a todos los automovilistas. Porque, por ejemplo, la falta de respeto al peatón sólo se da en las ciudades latinoamericanas, pero no en otros lugares con mayor educación vial, por caso Estocolmo, no. Entonces tampoco podría encuadrar mi teoría en esa cualidad.
Luego de horas, días y hasta meses de una fuerte deliberación interna estaba a punto de darme por vencido. No había manera de codificar a los automovilistas como una raza, al menos cuando están sobre sus vehículos.
Afortunadamente, en ese momento de desazón, cruzaba la avenida General Paz hacia mi trabajo, cuando una visión cuasi divina solucionó mi problema e iluminó mi espíritu.
¡Lo había encontrado! Había hallado aquello que ningún automovilista puede evitar.
Sucedió que al intentar cruzar la calle, un Peugeot 505 marrón oscuro pasó por mi lado de manera vehemente, sin detenerse en que por poco no se lleva mi humanidad consigo. Yo, como cualquier ser humano común, giré mi cabeza hacia la izquierda, por donde se dirigía el vehículo, para rajarle una soberana puteada, cuando apareció la visión divina: el hombre, muy abstraído en sus pensamientos, se estaba hurgando la nariz de una manera casi grosera. Tanto, que parecía que en realidad se rascaba el cerebro.
De pronto, observé un Fiat 147, conducido por una bella mujer, quien de disimuladamente insertó su dedo meñique, con mucha delicadeza, aquella que sólo tienen las mujeres refinadas, para sacarse alguna inmundicia de su fosa nasal derecha.
Allí fue cuando descubrí que por algún motivo extraño, todos los automovilistas alguna vez en su vida se han sacado un verde y jugoso moco de sus narices.
Nadie queda exento de esta ley universal, aunque lo nieguen, porque la mayoría lo niega, vale aclararlo. Pero evidentemente lo hacen de manera inconsciente, casi sin quererlo.
Es como si una fuerza superior en algún momento de sus vidas empujara su mano hacia su nariz y los llevara a ese inmenso placer que es sacarse un buen moco cuando este molesta las vías respiratorias. Luego lo hacen un bollito con sus dedos índice y pulgar y generalmente lo desechan hacia el asfalto.
Lo curioso de estos casos es que todos nos hemos sacado un moco alguna vez en nuestras vidas, sólo que normalmente buscamos lugares privados. Nada de hacer pública una actividad tan desagradable.
Pero los automovilistas, como si fuesen solos por la vida, no se detienen a pensar que sus vidrios son por lo general transparentes y que desde fuera puede verse absolutamente todo.
Tanto que normalmente, los transeúntes solemos poner cara de asco cuando observamos a alguno de esos genios del volante sacarse un buen moco con una sonrisa placentera, cual deber cumplido.
Así fue que comprobé la gran característica universal que une a toda persona que maneja automóviles: sacarse los mocos.
¡Díganme si no me merezco un Nobel!

La eterna pregunta

Normalmente me levanto cerca del mediodía. Sí, ya sé, me gusta la noche. Me baño, almuerzo algo liviano y voy hacia el trabajo. Hasta ese momento del día la duda que carcome mi cerebro y que no me deja vivir en paz todavía no ha llegado.
Salgo de mi casa, me voy caminando porque además de ahorrar unos pesos creo que para ser un buen periodista uno de los requisitos es caminar la calle, y veo en la calle 25 de Mayo, la primera cuadra peatonal de Córdoba, a un cieguito tocando un acordeón con una latita en sus pies que nunca tiene más de dos o tres monedas.
Sigo caminando, cruzo la calle, y observo a los pibes que venden la revista La Luciérnaga; más adelante, una nena arrodillada junto a una puerta con un cartelito en el pecho diciendo que no es de este país y pidiendo a gritos una moneda. Un par de pasos más y una mujer con el mismo cartelito, arrodillada de la misma manera pero con un bebé en sus brazos, rogando por una limosna.
Después, están los chicos que como no cobran en sus becas, deleitan al público de ocasión con música clásica. Un poco más allá, otro ciego, más joven que el anterior, tocando con su guitarra temas de la trova cubana. A la vuelta, frente a la Legislatura, un pibe con síndrome de dawn pide una moneda; a su lado, un hombre mayor, ciego y con problemas motrices pide ¡una ayuda por favor!, en cordobés básico. O sea, ¡una aiuda por favor!
Además, durante todo el recorrido pueden observarse a los mozos de los bares echando a patadas a los chiquitos que, con sus ropas harapientas, dejan una tarjetita en cada mesa de las señoronas o los yuppies para pedir una monedita.
Ya en Vélez Sarsfield, a media cuadra de Deán Funes, un par de tipos intentan cuidar algunos autos; en la esquina, está la chica que vende La Luciérnaga, a quien yo siempre le compro esa revista. Después de dos años de trabajo y unas ocho horas por día, pudo comprarse unos lentes de aumento.
Cruzando la calle, en diagonal, hay dos pibes más que también venden La Luciérnaga y que cuando pueden abren las puertas de los taxis a cambio de algún centavo. Enfrente, en el ex Banco Social, generalmente hay una familia, que como no tiene casa se sienta a pasar la tarde allí.
Cuando llego a mi trabajo, en el diario Hoy Día Córdoba, las primeras informaciones locales me indican que un chico de catorce años acuchilló a otro por encargo de un tercero; que mataron a un tipo porque era linda su campera; que en un barrio reclaman porque no tienen agua o porque no tienen cloacas y la bosta los está tapando; etcétera. Posteriormente, me dedico a lo que ahora sería mi especialidad: política internacional. Aquí me encuentro con soldados norteamericanos que mueren todos los días, producto de los ataques de la resistencia iraquí, mientras sus compañeros reaccionan metiéndole un balazo a cuanto árabe con turbante se cruzan. Más arriba, en el mapa digo, los jóvenes palestinos mueren porque cometen la osadía de tirarle una piedra a un tanque de guerra, que obviamente contesta con balas; una nena israelí que fue con su mamá al shopping voló en mil pedazos, víctima de un atentado suicida, donde ese suicida es una persona que decidió morirse, pero acompañado. En Africa las guerrillas secuestran niños y niñas, potenciales soldados los primeros y placer las segundas. En el continente negro también hay muertos, pero se cuentan de a cien.
Terminado mi trabajo, voy a tomar un café y me encuentro con esos chicos que son echados a patadas por los mozos por pedir una moneda y por estar sucios. El mozo no entiende que esos chicos viven en esos barrios donde no hay agua potable.
Más tarde, a la noche, en los bares de Nueva Córdoba, una mujer con un batallón de chicos sale a pedir en cuanto bar encuentra. En el bulevar Illia unos pibes duermen en la entrada a un edificio, que está al lado de una pizzería, tapados con una caja de cartón desarmada. Seguramente cuando el portero se avive que están allí los echará a patadas porque dan una mala imagen al edificio.
Cuando vuelvo a mi casa, caminando siempre, me cruzo con los cartoneros. Los cartoneros son familias que se dedican a buscar precisamente cartones, que luego los venden por algo de dinero. Pero como ya no los dejan entrar al centro de la ciudad con sus carros tirados por caballos, los cartoneros deben arrastrar ellos mismos los carros para luego descargar lo obtenido en las carretas que los esperan en las entradas del Centro. Hacen estos viajes innumerables veces al día.
Esto no es lo único que veo en estos recorridos diarios, pero enumerarlo todo se haría interminable.
Más tarde llego a mi casa, encuentro a mi familia, a mis perros, y cuando me acuesto en mi cama, en mi pieza con calefacción, la duda, la pregunta que ya ha estado rondando por mi cabeza durante todo el día, me atormenta con violencia. He buscado a través de la filosofía, de la psicología, de mis propios sentimientos y de mil maneras más pero no he logrado responderla. A veces lloro.
¿Qué demonios es la felicidad?
Y luego, me duermo.

El padre falluto

La escenografía otoñal ofrece el marco perfecto para ese barrio residencial de alguna parte del mundo. Los árboles que tiñen sus copas de un marrón claro y que dejan caer sus lágrimas en forma de hojas hacia los pastizales ya amarillos por la cercanía del invierno permiten al curioso observador pensar que tal vez el paraíso no diste demasiado de aquella visión.
En una de las amplias aceras, el padre, rubio y fornido, lleva a su hija blanca como la nieve de la mano. Una mano protectora que para la nena de cabellos de oro puede cubrir el mundo entero y aislarla de cualquier peligro.
Él fue a buscarla a la escuela y la traía de nuevo a casa. Era un alto en su trabajo en el cual se daba el placer de acompañar a su hija, su sueño, más no sea por unos minutos. Ese momento, para ambos, era mágico, perfecto.
Mientras caminaban, uno al lado del otro, el padre la tomó entre sus brazos trabajados, la alzó y le dijo al oído:
-Hija, mientras yo esté cerca de ti, nada va a pasarte.
Continuaron caminando en una especie de recreo excelso cuando, de repente, al cruzar la calle, una camioneta negra, de miles de dólares, apareció de la nada y a gran velocidad embistió a la nena lanzándola a unos veinte metros de la mano de su padre. Murió al instante.
El padre falló.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Medio lleno... o medio vacío


La indefinición en la Asamblea Constituyente, las críticas de algunos por la falta de transformaciones “profundas” y los reclamos sectoriales empañaron los festejos que el presidente Evo Morales había planeado para el 182º aniversario de la independencia de Bolivia, que se cumplió el lunes. Lejos de los actos masivos y con vítores, el mandatario en este caso tuvo que tolerar algunos abucheos cuando se presentó, varias horas más tarde, en el desfile cívico preparado por el gobierno de Sucre.
Pero lo de los abucheos es lo de menos, puesto que provinieron de un sector mínimo de la concurrencia. Lo más preocupante para el presidente es precisamente la pérdida de, podríamos decirle, empuje que registró su gobierno luego de un inicio por demás optimista, cuando cumplió a rajatabla todas las promesas electorales que había cumplido, con el llamado a una Asamblea Constituyente y la nacionalización de los hidrocarburos como banderas. Sin embargo, un año y medio después de la asunción del gobierno vemos que la Asamblea lleva ya un año estancada y que la nacionalización de los recursos naturales no fue tan extrema como algunos exigían. Y es que, luego de 18 meses, el presidente Morales y su trouppe tal vez descubrieron que no es lo mismo hacer política desde la oposición, mucho menos desde una mesa de café, que desde el gobierno. Porque cuando expropió las tierras a las grandes empresas privadas, se encontró con que uno de los principales perjudicados por la medida era nada menos que Petrobras, la empresa brasileña principal compradora de gas. Y decirle que no a Petrobras significaba además decirle que no a Brasil, el país más importante y poderoso de la región. También enfrentó problemas con su gigantesco vecino y la Argentina por la venta de gas, ya que Bolivia exportaba ese recurso natural a precios irrisorios. Ni qué hablar de la resistencia de los capitales bolivianos, concentrados en la separatista Santa Cruz, que han hecho y hacen lo posible por mantener el sistema que otrora gobernaba al país.
De todos modos, el primer año de la gestión Morales en el poder también se puede analizar desde un costado positivo, como si se tratase del vaso medio lleno.
Si bien es cierto que las transformaciones prometidas no tuvieron la profundidad deseada, también es cierto que era utópico o ingenuo pensar que se podía desarticular el funcionamiento completo de un país en tan sólo 18 meses. Y es que Bolivia nunca jamás gozó de una integración social, ni de algún vestigio de igualdad, y mucho menos de una democracia participativa. La mayoría indígena nunca fue tenida en cuenta seriamente, y aún muchos habitantes hacen diferencia entre en blanco y el indígena.
Ante este panorama, que a decir verdad apenas enumera algunas características de la “Bolivia histórica”, la gestión del Movimiento al Socialismo (MAS) puede entenderse como más que aceptable, siempre y cuando continúe con las transformaciones que realizó a medias hasta el momento.
En efecto, todo depende del punto de vista con que se lo mire. Porque en estos momentos puede entenderse que el gobierno boliviano transita hacia el camino de la integración y la justicia social, o bien que ya se bajó de la ruta para dejar que todo siga igual que antes, que siempre.

jueves, 2 de agosto de 2007

Aquellos nuevos viejos enemigos


Lejos de la guerra contra el terrorismo y Al Qaeda, la política exterior norteamericana apunta sus dardos fundamentalmente a dos países, acaso los nuevos (o viejos) enemigos del poder: Rusia e Irán. En efecto, mientras los funcionarios estadounidenses se llenan la boca con palabras como “democracia”, “terrorismo” o “defensa”, sus acciones están fundamentalmente direccionadas hacia estos dos países, cuyo crecimiento representa un peligro real para Estados Unidos, fundamentalmente por la creciente influencia que tienen sobre determinadas áreas.
Si no fuera así, no se habrían producido estas últimas escaladas políticas norteamericanas, las cuales tienen claramente planteadas sus objetivos, aunque intenten convencernos de lo contrario. Con respecto a Rusia, la Casa Blanca apunta sus cañones en varias direcciones contra el gobierno de Vladimir Putin. Primero fue a través de algunas indirectas y la aparición de oportunas denuncias para sugerir la falta de libertades y democracia en Moscú. Luego, llegó la ofensiva de Europa, liderada por el Reino Unido, con los movimientos “pro Unión Europea” en las ex repúblicas soviéticas (por caso, Ucrania) y el sospechoso asesinato del ex espía crítico del Kremlin, Alexandr Litvinenko. Y poco después, la frutilla del postre: el sistema de defensa que Estados Unidos pretende instalar en Polonia y República Checa, circunstancia que representó ya un enfrentamiento diplomático directo entre ambas potencias.
Por el lado de Irán, la enemistad con la Casa Blanca es más pública y notoria, pues las relaciones entre ambos nunca se recompusieron desde la revolución islámica del Ayatollah Khomeini en 1979, cuando un movimiento religioso depuso al sha pronorteamericano. Pero, desde aquél entonces y con el furcio realizado por Ronald Reagan en el medio, Irán no representó un peligro consistente sencillamente porque nunca tuvo el poder para serlo (mucho menos después de la guerra contra Irak, en épocas en las cuales Saddam Hussein era aliado de Estados Unidos). Pero los últimos años nos demuestran lo contrario, ya que la invasión a Irak y el crecimiento económico iraní permitió a la República Islámica transformarse en el actor más importante de Medio Oriente, en cuanto opositor a las potencias occidentales. En consecuencia, ahora más que nunca, Irán requirió de la atención estadounidense, que incluye hasta amenazas de guerra en el medio.
Atento a este panorama, se me ocurre sólo una pregunta: ¿Qué sería de Vladimir Putin, en Rusia, o de Mahmmoud Ahmadinejad, en Irán, de no existir la constante presión norteamericana?