
Corrían los últimos años de la década del ‘80 cuando se conocieron. En esos momentos, ninguno de los dos sospechaba el fuego que se desataría entre ellos; eran demasiado niños. Ambos vivían a pocas cuadras, pero no se conocían. El destino, si es que existe, quiso que se encontraran recién en el secundario, tal vez la mejor época de la vida.
Ella era pura pasión, de esas mujeres que enamoran hasta al más despistado. Él, en cambio, tenía una mezcla de inocencia y hombría bastante extraña, pero que cautivaba.
El primer encuentro íntimo se produjo hacia fines del primer año. El trasluz de la puerta de un baño perdido permitía observar las manos de Aníbal y la nuca de Karina. Justo ese día, la pasión se encendió; y él se enamoró perdidamente.
Su historia se prolongó a través de los años. Siempre que la ocasión lo permitía, Aníbal y Karina encendían las llamas del amor en apasionados besos y caricias. Sin embargo, no podían estar juntos. Algunos afirman que por su forma de ser, otros aseguran que porque ella no quería. Lo cierto, es que nunca formalizaron lo que hacían a escondidas.
Los años transcurrían, sus cuerpos cambiaban, y ya hechos un hombre y una mujer continuaron con su fogoso y ocasional romance.
Ya penando canas, hijos, novias y esposos mediante, Aníbal y Karina continuaban en la clandestinidad. Cualquier suceso era el pretexto perfecto para saciar su sed de amor. El cumpleaños de algún compañero del secundario, encuentros ocasionales minuciosamente planeados, o no. De alguna forma u otra, ellos lograban verse con cierta regularidad.
Sin embargo, siempre existió una materia pendiente que no los dejaba tranquilos: el sexo. Nunca habían podido transformar esa pasión en algo más intenso. Inseguridad de ella, falta de dinero de él, alguna casa que no conseguían a último momento y muchas otras desventuras que no vale la pena enumerar. Lo cierto es que el sexo era la gran materia pendiente para coronar su amor.
Karina dominaba la situación y no se dejaba llevar ciegamente por la pasión. Después de tantos años, quería que su primera vez con Aníbal fuera perfecta. Él, todo lo contrario, con esa ingenuidad y hombría que lo caracterizaba le costaba mucho mantener sus instintos atados cada vez que la veía. Incluso, en algún tiempo, el deseo era tal que comenzaba a pegar alaridos de desesperación. Para Aníbal hacer el amor con Karina era ya una cuestión de existencia.
Como todo en la vida tarde o temprano llega, el día más esperado en la vida de Aníbal estaba al caer. Moviendo cielo y tierra, nuestro héroe consiguió que un amigo de tierras lejanas le prestara su departamento. Y la noche llegó. Fue hace poco. La tensión sexual que había entre los dos podía cortarse con una tijera. Como una mera formalidad, salieron a tomar algo a un bar, como si se tratara de una cita común. Sin embargo, ambos sabían que después de tantos años el día había llegado.
El departamento era pequeño y a Aníbal le costó abrir la puerta para ingresar en él; estaba bastante nervioso y no era para menos. Fueron directamente hacia la cama, que en realidad era un colchón tirado en el suelo, y comenzaron a besarse apasionadamente. A Aníbal le temblaban las piernas, no podía creer que estaba viviendo ese momento, trataba de calmarse, pero era imposible. Tenía nada menos que a Karina entregada entre sus brazos. Y era tal como la había imaginado, la piel joven, sus carnes duras, Karina mantenía el cuerpo de una adolescente. Pero ninguno de los dos sabía lo que les esperaba.
En medio de tanta pasión, Aníbal sentía que tenía un volcán entre sus piernas y se abalanzó nuevamente sobre Karina para culminar el acto de amor. Ella, alertada sobre los peligros de la imprudencia, exigió a su amante que utilice el método más conocido de protección: un profiláctico. El hombre, poco práctico, tuvo que despegarse de ella para alcanzar las benditas gomitas que había dejado en su pantalón. El frío de la piecita, los nervios de él o vaya a saber qué, lograron que el otrora volcán que tenía entre sus piernas se transforme en un despojo, una suerte de masa gelatinosa que parecía no tener vida. Aníbal no lo podía creer, su día soñado no podía terminar así. Los denodados esfuerzos de Karina no pudieron evitar lo inevitable. El miembro de Aníbal no se levantaría más y, al menos esa noche, lo que tanto habían esperado no se daría.
A pesar del fracaso de ocasión, el bueno de Aníbal tuvo su merecida revancha y pudo lograr intimar con su amada. Sin embargo, lo que nuestro héroe no podrá evitar nunca, es la forma en que sería reconocido desde ese momento y para siempre por todos sus conocidos.
Desde esa noche, Aníbal el Valiente, pasaría a llamarse Aníbal, “el hombre que juega al pool con una cuerda”.
Ella era pura pasión, de esas mujeres que enamoran hasta al más despistado. Él, en cambio, tenía una mezcla de inocencia y hombría bastante extraña, pero que cautivaba.
El primer encuentro íntimo se produjo hacia fines del primer año. El trasluz de la puerta de un baño perdido permitía observar las manos de Aníbal y la nuca de Karina. Justo ese día, la pasión se encendió; y él se enamoró perdidamente.
Su historia se prolongó a través de los años. Siempre que la ocasión lo permitía, Aníbal y Karina encendían las llamas del amor en apasionados besos y caricias. Sin embargo, no podían estar juntos. Algunos afirman que por su forma de ser, otros aseguran que porque ella no quería. Lo cierto, es que nunca formalizaron lo que hacían a escondidas.
Los años transcurrían, sus cuerpos cambiaban, y ya hechos un hombre y una mujer continuaron con su fogoso y ocasional romance.
Ya penando canas, hijos, novias y esposos mediante, Aníbal y Karina continuaban en la clandestinidad. Cualquier suceso era el pretexto perfecto para saciar su sed de amor. El cumpleaños de algún compañero del secundario, encuentros ocasionales minuciosamente planeados, o no. De alguna forma u otra, ellos lograban verse con cierta regularidad.
Sin embargo, siempre existió una materia pendiente que no los dejaba tranquilos: el sexo. Nunca habían podido transformar esa pasión en algo más intenso. Inseguridad de ella, falta de dinero de él, alguna casa que no conseguían a último momento y muchas otras desventuras que no vale la pena enumerar. Lo cierto es que el sexo era la gran materia pendiente para coronar su amor.
Karina dominaba la situación y no se dejaba llevar ciegamente por la pasión. Después de tantos años, quería que su primera vez con Aníbal fuera perfecta. Él, todo lo contrario, con esa ingenuidad y hombría que lo caracterizaba le costaba mucho mantener sus instintos atados cada vez que la veía. Incluso, en algún tiempo, el deseo era tal que comenzaba a pegar alaridos de desesperación. Para Aníbal hacer el amor con Karina era ya una cuestión de existencia.
Como todo en la vida tarde o temprano llega, el día más esperado en la vida de Aníbal estaba al caer. Moviendo cielo y tierra, nuestro héroe consiguió que un amigo de tierras lejanas le prestara su departamento. Y la noche llegó. Fue hace poco. La tensión sexual que había entre los dos podía cortarse con una tijera. Como una mera formalidad, salieron a tomar algo a un bar, como si se tratara de una cita común. Sin embargo, ambos sabían que después de tantos años el día había llegado.
El departamento era pequeño y a Aníbal le costó abrir la puerta para ingresar en él; estaba bastante nervioso y no era para menos. Fueron directamente hacia la cama, que en realidad era un colchón tirado en el suelo, y comenzaron a besarse apasionadamente. A Aníbal le temblaban las piernas, no podía creer que estaba viviendo ese momento, trataba de calmarse, pero era imposible. Tenía nada menos que a Karina entregada entre sus brazos. Y era tal como la había imaginado, la piel joven, sus carnes duras, Karina mantenía el cuerpo de una adolescente. Pero ninguno de los dos sabía lo que les esperaba.
En medio de tanta pasión, Aníbal sentía que tenía un volcán entre sus piernas y se abalanzó nuevamente sobre Karina para culminar el acto de amor. Ella, alertada sobre los peligros de la imprudencia, exigió a su amante que utilice el método más conocido de protección: un profiláctico. El hombre, poco práctico, tuvo que despegarse de ella para alcanzar las benditas gomitas que había dejado en su pantalón. El frío de la piecita, los nervios de él o vaya a saber qué, lograron que el otrora volcán que tenía entre sus piernas se transforme en un despojo, una suerte de masa gelatinosa que parecía no tener vida. Aníbal no lo podía creer, su día soñado no podía terminar así. Los denodados esfuerzos de Karina no pudieron evitar lo inevitable. El miembro de Aníbal no se levantaría más y, al menos esa noche, lo que tanto habían esperado no se daría.
A pesar del fracaso de ocasión, el bueno de Aníbal tuvo su merecida revancha y pudo lograr intimar con su amada. Sin embargo, lo que nuestro héroe no podrá evitar nunca, es la forma en que sería reconocido desde ese momento y para siempre por todos sus conocidos.
Desde esa noche, Aníbal el Valiente, pasaría a llamarse Aníbal, “el hombre que juega al pool con una cuerda”.
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