
La Real Academia Española nos dice que la palabra grupo puede ser definida como “pluralidad de seres o cosas que forman un conjunto, material o mentalmente considerado”. Entonces, para que alguien pertenezca a un grupo debe precisamente compartir alguna cualidad o una característica única e identificable con otras personas.
Pensando un poco más, ya en un esfuerzo sobrehumano, traté de hallar qué aspecto une a los automovilistas, pero no en sus vidas, sino puntualmente cuando están al volante.
Tal vez el placer de manejar; pero no, porque muchos lo hacen casi como una obligación o lo ven como un simple medio de transporte.
La necesidad de insultar cuando otro realiza una maniobra equivocada, imaginé, aunque después de meses de observación caí en la cuenta de que la mayoría de los automovilistas no insulta ni toca la bocina.
¿Qué podría ser?
Ya me estaba desgranando los sesos y luchaba contra mi impotencia intelectual al no poder hallar alguna característica común a todos los automovilistas. Porque, por ejemplo, la falta de respeto al peatón sólo se da en las ciudades latinoamericanas, pero no en otros lugares con mayor educación vial, por caso Estocolmo, no. Entonces tampoco podría encuadrar mi teoría en esa cualidad.
Luego de horas, días y hasta meses de una fuerte deliberación interna estaba a punto de darme por vencido. No había manera de codificar a los automovilistas como una raza, al menos cuando están sobre sus vehículos.
Afortunadamente, en ese momento de desazón, cruzaba la avenida General Paz hacia mi trabajo, cuando una visión cuasi divina solucionó mi problema e iluminó mi espíritu.
¡Lo había encontrado! Había hallado aquello que ningún automovilista puede evitar.
Sucedió que al intentar cruzar la calle, un Peugeot 505 marrón oscuro pasó por mi lado de manera vehemente, sin detenerse en que por poco no se lleva mi humanidad consigo. Yo, como cualquier ser humano común, giré mi cabeza hacia la izquierda, por donde se dirigía el vehículo, para rajarle una soberana puteada, cuando apareció la visión divina: el hombre, muy abstraído en sus pensamientos, se estaba hurgando la nariz de una manera casi grosera. Tanto, que parecía que en realidad se rascaba el cerebro.
De pronto, observé un Fiat 147, conducido por una bella mujer, quien de disimuladamente insertó su dedo meñique, con mucha delicadeza, aquella que sólo tienen las mujeres refinadas, para sacarse alguna inmundicia de su fosa nasal derecha.
Allí fue cuando descubrí que por algún motivo extraño, todos los automovilistas alguna vez en su vida se han sacado un verde y jugoso moco de sus narices.
Nadie queda exento de esta ley universal, aunque lo nieguen, porque la mayoría lo niega, vale aclararlo. Pero evidentemente lo hacen de manera inconsciente, casi sin quererlo.
Es como si una fuerza superior en algún momento de sus vidas empujara su mano hacia su nariz y los llevara a ese inmenso placer que es sacarse un buen moco cuando este molesta las vías respiratorias. Luego lo hacen un bollito con sus dedos índice y pulgar y generalmente lo desechan hacia el asfalto.
Lo curioso de estos casos es que todos nos hemos sacado un moco alguna vez en nuestras vidas, sólo que normalmente buscamos lugares privados. Nada de hacer pública una actividad tan desagradable.
Pero los automovilistas, como si fuesen solos por la vida, no se detienen a pensar que sus vidrios son por lo general transparentes y que desde fuera puede verse absolutamente todo.
Tanto que normalmente, los transeúntes solemos poner cara de asco cuando observamos a alguno de esos genios del volante sacarse un buen moco con una sonrisa placentera, cual deber cumplido.
Así fue que comprobé la gran característica universal que une a toda persona que maneja automóviles: sacarse los mocos.
¡Díganme si no me merezco un Nobel!
Pensando un poco más, ya en un esfuerzo sobrehumano, traté de hallar qué aspecto une a los automovilistas, pero no en sus vidas, sino puntualmente cuando están al volante.
Tal vez el placer de manejar; pero no, porque muchos lo hacen casi como una obligación o lo ven como un simple medio de transporte.
La necesidad de insultar cuando otro realiza una maniobra equivocada, imaginé, aunque después de meses de observación caí en la cuenta de que la mayoría de los automovilistas no insulta ni toca la bocina.
¿Qué podría ser?
Ya me estaba desgranando los sesos y luchaba contra mi impotencia intelectual al no poder hallar alguna característica común a todos los automovilistas. Porque, por ejemplo, la falta de respeto al peatón sólo se da en las ciudades latinoamericanas, pero no en otros lugares con mayor educación vial, por caso Estocolmo, no. Entonces tampoco podría encuadrar mi teoría en esa cualidad.
Luego de horas, días y hasta meses de una fuerte deliberación interna estaba a punto de darme por vencido. No había manera de codificar a los automovilistas como una raza, al menos cuando están sobre sus vehículos.
Afortunadamente, en ese momento de desazón, cruzaba la avenida General Paz hacia mi trabajo, cuando una visión cuasi divina solucionó mi problema e iluminó mi espíritu.
¡Lo había encontrado! Había hallado aquello que ningún automovilista puede evitar.
Sucedió que al intentar cruzar la calle, un Peugeot 505 marrón oscuro pasó por mi lado de manera vehemente, sin detenerse en que por poco no se lleva mi humanidad consigo. Yo, como cualquier ser humano común, giré mi cabeza hacia la izquierda, por donde se dirigía el vehículo, para rajarle una soberana puteada, cuando apareció la visión divina: el hombre, muy abstraído en sus pensamientos, se estaba hurgando la nariz de una manera casi grosera. Tanto, que parecía que en realidad se rascaba el cerebro.
De pronto, observé un Fiat 147, conducido por una bella mujer, quien de disimuladamente insertó su dedo meñique, con mucha delicadeza, aquella que sólo tienen las mujeres refinadas, para sacarse alguna inmundicia de su fosa nasal derecha.
Allí fue cuando descubrí que por algún motivo extraño, todos los automovilistas alguna vez en su vida se han sacado un verde y jugoso moco de sus narices.
Nadie queda exento de esta ley universal, aunque lo nieguen, porque la mayoría lo niega, vale aclararlo. Pero evidentemente lo hacen de manera inconsciente, casi sin quererlo.
Es como si una fuerza superior en algún momento de sus vidas empujara su mano hacia su nariz y los llevara a ese inmenso placer que es sacarse un buen moco cuando este molesta las vías respiratorias. Luego lo hacen un bollito con sus dedos índice y pulgar y generalmente lo desechan hacia el asfalto.
Lo curioso de estos casos es que todos nos hemos sacado un moco alguna vez en nuestras vidas, sólo que normalmente buscamos lugares privados. Nada de hacer pública una actividad tan desagradable.
Pero los automovilistas, como si fuesen solos por la vida, no se detienen a pensar que sus vidrios son por lo general transparentes y que desde fuera puede verse absolutamente todo.
Tanto que normalmente, los transeúntes solemos poner cara de asco cuando observamos a alguno de esos genios del volante sacarse un buen moco con una sonrisa placentera, cual deber cumplido.
Así fue que comprobé la gran característica universal que une a toda persona que maneja automóviles: sacarse los mocos.
¡Díganme si no me merezco un Nobel!
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