
Lejos de la guerra contra el terrorismo y Al Qaeda, la política exterior norteamericana apunta sus dardos fundamentalmente a dos países, acaso los nuevos (o viejos) enemigos del poder: Rusia e Irán. En efecto, mientras los funcionarios estadounidenses se llenan la boca con palabras como “democracia”, “terrorismo” o “defensa”, sus acciones están fundamentalmente direccionadas hacia estos dos países, cuyo crecimiento representa un peligro real para Estados Unidos, fundamentalmente por la creciente influencia que tienen sobre determinadas áreas.
Si no fuera así, no se habrían producido estas últimas escaladas políticas norteamericanas, las cuales tienen claramente planteadas sus objetivos, aunque intenten convencernos de lo contrario. Con respecto a Rusia, la Casa Blanca apunta sus cañones en varias direcciones contra el gobierno de Vladimir Putin. Primero fue a través de algunas indirectas y la aparición de oportunas denuncias para sugerir la falta de libertades y democracia en Moscú. Luego, llegó la ofensiva de Europa, liderada por el Reino Unido, con los movimientos “pro Unión Europea” en las ex repúblicas soviéticas (por caso, Ucrania) y el sospechoso asesinato del ex espía crítico del Kremlin, Alexandr Litvinenko. Y poco después, la frutilla del postre: el sistema de defensa que Estados Unidos pretende instalar en Polonia y República Checa, circunstancia que representó ya un enfrentamiento diplomático directo entre ambas potencias.
Por el lado de Irán, la enemistad con la Casa Blanca es más pública y notoria, pues las relaciones entre ambos nunca se recompusieron desde la revolución islámica del Ayatollah Khomeini en 1979, cuando un movimiento religioso depuso al sha pronorteamericano. Pero, desde aquél entonces y con el furcio realizado por Ronald Reagan en el medio, Irán no representó un peligro consistente sencillamente porque nunca tuvo el poder para serlo (mucho menos después de la guerra contra Irak, en épocas en las cuales Saddam Hussein era aliado de Estados Unidos). Pero los últimos años nos demuestran lo contrario, ya que la invasión a Irak y el crecimiento económico iraní permitió a la República Islámica transformarse en el actor más importante de Medio Oriente, en cuanto opositor a las potencias occidentales. En consecuencia, ahora más que nunca, Irán requirió de la atención estadounidense, que incluye hasta amenazas de guerra en el medio.
Atento a este panorama, se me ocurre sólo una pregunta: ¿Qué sería de Vladimir Putin, en Rusia, o de Mahmmoud Ahmadinejad, en Irán, de no existir la constante presión norteamericana?
Si no fuera así, no se habrían producido estas últimas escaladas políticas norteamericanas, las cuales tienen claramente planteadas sus objetivos, aunque intenten convencernos de lo contrario. Con respecto a Rusia, la Casa Blanca apunta sus cañones en varias direcciones contra el gobierno de Vladimir Putin. Primero fue a través de algunas indirectas y la aparición de oportunas denuncias para sugerir la falta de libertades y democracia en Moscú. Luego, llegó la ofensiva de Europa, liderada por el Reino Unido, con los movimientos “pro Unión Europea” en las ex repúblicas soviéticas (por caso, Ucrania) y el sospechoso asesinato del ex espía crítico del Kremlin, Alexandr Litvinenko. Y poco después, la frutilla del postre: el sistema de defensa que Estados Unidos pretende instalar en Polonia y República Checa, circunstancia que representó ya un enfrentamiento diplomático directo entre ambas potencias.
Por el lado de Irán, la enemistad con la Casa Blanca es más pública y notoria, pues las relaciones entre ambos nunca se recompusieron desde la revolución islámica del Ayatollah Khomeini en 1979, cuando un movimiento religioso depuso al sha pronorteamericano. Pero, desde aquél entonces y con el furcio realizado por Ronald Reagan en el medio, Irán no representó un peligro consistente sencillamente porque nunca tuvo el poder para serlo (mucho menos después de la guerra contra Irak, en épocas en las cuales Saddam Hussein era aliado de Estados Unidos). Pero los últimos años nos demuestran lo contrario, ya que la invasión a Irak y el crecimiento económico iraní permitió a la República Islámica transformarse en el actor más importante de Medio Oriente, en cuanto opositor a las potencias occidentales. En consecuencia, ahora más que nunca, Irán requirió de la atención estadounidense, que incluye hasta amenazas de guerra en el medio.
Atento a este panorama, se me ocurre sólo una pregunta: ¿Qué sería de Vladimir Putin, en Rusia, o de Mahmmoud Ahmadinejad, en Irán, de no existir la constante presión norteamericana?
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