jueves, 23 de agosto de 2007

Las aventuras de Luccardi


La luz era tenue y nuestro héroe se encontraba como pez en al agua. El departamento de esa joven era el lugar perfecto para realizar una nueva conquista, y la mujer en cuestión estaba más que dispuesta a ser sólo una nueva marca en la pared de Carlos Luccardi.
Carlos era un joven muy apuesto, que dedicaba su vida a las computadoras y a entrometerse en problemas de polleras. Utilizando su belleza física y una innumerable cantidad de trucos y personalidades aprendidas en las mil batallas del amor que afrontó, Carlos pasaba la mayor parte de su tiempo conquistando mujeres. Pero no era un playboy cualquiera, no, Carlos era un aventurero dedicado a las mujeres; que no es lo mismo.
Esa noche todo había salido perfecto, una salida romántica, mimos en la parte más oscura del bar de ocasión y mucho alcohol, pero para ella; un mujeriego que se precie de tal sabe que el alcohol produce en las mujeres una actitud desinhibida fundamental para este tipo de momentos. No había posibilidad de un no como respuesta ante semejante cuadro. La perfección de la situación era total, tal vez demasiado completa; extrañamente completa. El instinto de Carlos le decía que algo podía pasar. Un tipo que había vivido tantas aventuras como él, sabe que en cualquier momento la noche deseada puede desvanecerse.
Y así fue nomás.
Justo cuando estaban por cosechar el beso que crece en la penumbra, un ruido extraño provino de la puerta de entrada. Carlos, en ese instante, pensó en ladrones. “Bueno, se llevan todo, terminamos lo que empezamos y después hacemos la denuncia policial”, conjeturaba, decidido a cumplir su cometido a toda costa. Pero no, no eran unos simples ladrones; era el gigantesco padre de esa hermosa mujer, menor de edad ella, que vivía con un corpulento y celoso gringo, dueño de una verdulería. El Hombre, separado y sin apuros, entraba al departamento acompañado por una mujer y con el mismo propósito que Carlos: pasar una noche ardiente.
Asustados, Carlos y la preciosa menor de edad se vistieron a la velocidad de la luz y comenzaron a buscar un escondite apropiado para el muchacho, que temía por la entereza de su físico cuando esa mole lo encuentre profanando la cuna de su nena. El baño no era un lugar adecuado, puesto que al Hombre entrar a su casa le estimulaba su sistema intestinal y el inodoro era lo primero que visitaba. Descartado el baño, el pequeño departamento no ofrecía demasiadas variantes de escondite. Tenía pocos muebles y tan solo dos habitaciones. Los placares eran demasiado pequeños y no tenía un patio considerable. Además, la pieza de la joven menor de edad tenía un gran ventanal que daba directamente a la entrada al departamento, patiecito mediante. En el apuro, la joven menor de edad no tuvo mejor idea que esconder a Carlos detrás de la puerta de su pieza y acostarse en su cama como si nada pasara.
El Hombre, que ya había saciado sus necesidades intestinales en el baño, fue hacia el dormitorio de su hija para informarle que estaba con una mujer y que si sentía gritos o ruidos extraños no se asustara, que eran los ruidos del amor. El Hombre, estaba convencido de que su joven e ingenua hija no sabía de qué le estaba hablando. Deducción muy lejana de la realidad por cierto.
Carlos, asustado pero acostumbrado a este tipo de situaciones, estaba quieto tras la puerta. Con asombro, pudo observar cómo se oscurecía la pieza, era algo bastante extraño. Sin embargo, cuando observó bien, notó que era el Hombre, que había entrado a la pieza a explicarle lo que iba a ocurrir a su hija y su gigantesca figura producía una suerte de eclipse en el interior de la piecita.
El Hombre se había parado justo delante de Carlos y era realmente inmenso. Nuestro héroe no quería pensar lo que ocurriría si esa bestia lo encontraba y descargaba su ira en él. Además, haciendo una rápida observación de la arquitectura del departamento, no podía haber elegido sitio peor para esconderse. No tenía escapatoria alguna, el Hombre estaba de espaldas a escasos 15 centímetros de él, y con sólo mirar de reojo lo encontraría atrapado entre la puerta y la pared.
Esos minutos, segundos, horas, se hicieron eternos. El Hombre charlaba amablemente con su hija, que manejaba la situación con la tranquilidad de quién ha hecho esto muchas veces. Y Carlos seguía inmóvil, conteniendo la respiración tras la puerta. Era solo cuestión de darse vuelta para el sitio equivocado, de hacer un paso para atrás, o de que Carlos cometiera el más mínimo movimiento para que se desatara la tormenta.
Mientras el Hombre permanecía en la pieza, Carlos, viejo sabedor de estas situaciones, comenzó a especular con los daños que esa bestia podría producirle. Era un hecho que lo encontraría. Sabía que tendría que manejar la situación con mucha cautela. Ya practicaba la forma de convencer a este Hombre cuando se encontrase en estado de furia. Para colmo de males, no hallaba objetos contundentes a su alcance, como para atontar a la mole y salir corriendo a toda velocidad.
Sin embargo, y tras unos instantes que parecieron horas, el Hombre se dio vuelta para el lado opuesto donde estaba Carlos y emprendió su retirada hacia la pieza contigua, con el típico apuro que tienen los hombres a los que los espera una mujer dispuesta a todo en la pieza del lado.
De esta manera, nuestro héroe pudo contar esta historia sin siquiera sufrir un rasguño, y dispuesto a vivir muchas aventuras más. Obviamente, el acto esperado con la joven menor de edad se dio, pero no en ese momento Esa es otra historia que oportunamente será detallada.

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