
Hay personas que nacieron con un destino marcado. Desde su cuna, su estirpe les impone una manera especial de vivir; como si fuera un verdadero mandato genético. En la Logia de los Aros Perdidos, el miembro que más respondía a estas características era Sandro Ramírez, el Rey... de la noche.
Sandro era un luchador incansable; su lema preferido era “no hay placer sin dolor”, y lo seguía al pie de la letra. No entendía de cuestiones fáciles sencillamente porque no tenían sabor. Para él, el único regalo era la vida misma, lo demás, sufrimiento, y después, el premio. Así era su relación con las mujeres, una lucha constante en la cual perdía la mayoría de las veces. Pero esas derrotas no estaban signadas por su incapacidad, sino por su alma de Quijote que lo llevaba a entrometerse en empresas casi imposibles. Sin embargo, este no era el único inconveniente que Sandro tenía con el sexo opuesto. Otro problema, que también parecía genético, era una increíble mala suerte. Cada vez que aparecía la mujer indicada en su vida algún inconveniente surgía. O vivía a miles de kilómetros de distancia, o padecía alguna enfermedad incurable (tenía como un imán para las mujeres con problemas psiquiátricos), o simplemente algún acontecimiento desafortunado derrumbaba de un zarpazo el castillo de cartas que Sandro se había encargado cuidadosamente de armar.
Precisamente es de esta última característica de la relación de Sandro con las mujeres de la que nos encargaremos de contar.
El suceso se desarrolló de noche. A pesar de que era un tipo bastante desordenado, en las cuestiones sentimentales a Sandro no le gustaba dejar nada al azar; menos en una cita. Todo estaba perfectamente calculado. Desde el primer encuentro hasta el beso soñado al final de la noche. La mujer en cuestión, era bellísima. La noche mostraba una luna redonda y brillante; era la luna de los enamorados. Y Sandro lo estaba. Antes que nada, cabe aclarar que Sandro se enamoraba con una facilidad notable, prácticamente todos los días. Pero en esta oportunidad era imposible no enamorarse de mujer tan espléndida.
Todo se desarrollaba tal cual lo previsto. La velada se inició en un restaurante de categoría, a la luz de tres velas puestas sobre un candelabro. Sandro pidió unos riñoncitos al vino blanco y la Mujer milanesas con papas fritas (era hermosa, pero poco refinada). Él, para tomar eligió su infaltable Etchart Privado, torrontés, que era como su marca registrada. Ella, en cambio, se contentó con una limonada (repito, no era muy refinada). El restaurante quedaba en el barrio de Nueva Córdoba y su entrada era monumental. Los mozos trataban a los clientes cual si fueran reyes. Y Sandro, en realidad, lo era. El blanco mantel, las copas de cristal y la comida deliciosa, como ella. Terminada la comida, los tórtolos se dirigieron a caminar por la ciudad. Era tan mágico el momento que no sabían bien hacia donde se dirigían; estaban perdidos el uno en el otro. Sandro, por supuesto, compró una rosa a su enamorada, que la llevaba como si fuese su tesoro más preciado.
La noche se desarrollaba como Sandro lo había soñado, era más que perfecta. Tan perfecta que jamás pensó que algo podría salir mal.
Tras una larga caminata, la Mujer comenzó a cansarse y propuso a Sandro ir a algún bar, para tomar unas copas. Nuestro héroe (o antihéroe en este caso), como siempre tenía todo planeado y esa misma tarde había recorrido toda la ciudad en busca del mejor restaurante, para comer, tal como había sucedido, y el mejor bar, para este preciso momento. Y su búsqueda había dado resultados: el mejor antro de la ciudad estaba a unas pocas cuadras.
Allá partieron los enamorados, ya de la mano, al bar donde seguramente coronarían con un apasionado beso esa noche perfecta. Pero, como ya adelanté, todo saldría mal.
Como si su destino fuese la desventura, Sandro sufría el defecto que sólo tienen aquellos que no suelen cumplir con sus empresas cuando de amor hablamos: gustaba de alardear si la noche le salía perfecta. Y esta no fue la excepción.
En la caminata hacia el bar, Sandro comenzó a contarle a su enamorada todas sus vivencias nocturnas (obviamente con un toque literario) y cómo a su entrada al bar al cual se dirigían todos lo parroquianos comenzarían a saludarlo y a hacerles reverencias, porque él era nada menos que el Rey de la Noche. Y a un rey hay que tratarlo como tal.
La Mujer estaba más que ilusionada, porque ella no veía en Sandro al Rey de la Noche, sino a su príncipe azul. Era el hombre perfecto, “Su” hombre perfecto.
Sin embargo, triste fue la decepción que se llevó la joven enamorada cuando llegaron al bar y se encontraron con que el antro al que Sandro asistía, según él, todas las noches estaba cerrado. Pero eso no era todo, la edificación estaba derrumbada. En efecto, lo habían tirado abajo para construir una iglesia evangelista, al menos así lo decía el cartel que estaba sobre una de las chapas que cubría las ruinas.
Sandro no le encontraba explicación a lo ocurrido. No sabía cómo hacerle entender a su amada que esa misma tarde el bar estaba en pie. Que sus amigos no le habían avisado sobre su cierre. Es más, hasta argumentó que se habían llevado el bar entero, con cimientos y todo, hacia otra esquina, y que sólo tendrían que buscarlo.
Pero ya era tarde. Es sabido que una mujer puede soportar muchas cosas, pero nunca la decepción. La Mujer, que creyó encontrar al hombre perfecto, se dio cuenta en ese preciso momento que Sandro era un hombre normal, con millones de defectos. Esa sensación de amor que embriagaba su alma minutos atrás se había transformado en decepción, primero, y en aborrecimiento después. Si, lo odiaba. Le había mentido descaradamente. Él, el amor de su vida, su príncipe azul.
El final de la historia es triste. La despedida fue fría y Sandro nunca más volvió a ver a esa mujer. Otra vez solo, otra vez a sufrir por un amor perdido.
Desde ese día, Sandro fue conocido en la Logia de los Aros Perdidos como el Rey de la Noche. Y, obviamente, al día siguiente ya se había enamorado de nuevo.
Sandro era un luchador incansable; su lema preferido era “no hay placer sin dolor”, y lo seguía al pie de la letra. No entendía de cuestiones fáciles sencillamente porque no tenían sabor. Para él, el único regalo era la vida misma, lo demás, sufrimiento, y después, el premio. Así era su relación con las mujeres, una lucha constante en la cual perdía la mayoría de las veces. Pero esas derrotas no estaban signadas por su incapacidad, sino por su alma de Quijote que lo llevaba a entrometerse en empresas casi imposibles. Sin embargo, este no era el único inconveniente que Sandro tenía con el sexo opuesto. Otro problema, que también parecía genético, era una increíble mala suerte. Cada vez que aparecía la mujer indicada en su vida algún inconveniente surgía. O vivía a miles de kilómetros de distancia, o padecía alguna enfermedad incurable (tenía como un imán para las mujeres con problemas psiquiátricos), o simplemente algún acontecimiento desafortunado derrumbaba de un zarpazo el castillo de cartas que Sandro se había encargado cuidadosamente de armar.
Precisamente es de esta última característica de la relación de Sandro con las mujeres de la que nos encargaremos de contar.
El suceso se desarrolló de noche. A pesar de que era un tipo bastante desordenado, en las cuestiones sentimentales a Sandro no le gustaba dejar nada al azar; menos en una cita. Todo estaba perfectamente calculado. Desde el primer encuentro hasta el beso soñado al final de la noche. La mujer en cuestión, era bellísima. La noche mostraba una luna redonda y brillante; era la luna de los enamorados. Y Sandro lo estaba. Antes que nada, cabe aclarar que Sandro se enamoraba con una facilidad notable, prácticamente todos los días. Pero en esta oportunidad era imposible no enamorarse de mujer tan espléndida.
Todo se desarrollaba tal cual lo previsto. La velada se inició en un restaurante de categoría, a la luz de tres velas puestas sobre un candelabro. Sandro pidió unos riñoncitos al vino blanco y la Mujer milanesas con papas fritas (era hermosa, pero poco refinada). Él, para tomar eligió su infaltable Etchart Privado, torrontés, que era como su marca registrada. Ella, en cambio, se contentó con una limonada (repito, no era muy refinada). El restaurante quedaba en el barrio de Nueva Córdoba y su entrada era monumental. Los mozos trataban a los clientes cual si fueran reyes. Y Sandro, en realidad, lo era. El blanco mantel, las copas de cristal y la comida deliciosa, como ella. Terminada la comida, los tórtolos se dirigieron a caminar por la ciudad. Era tan mágico el momento que no sabían bien hacia donde se dirigían; estaban perdidos el uno en el otro. Sandro, por supuesto, compró una rosa a su enamorada, que la llevaba como si fuese su tesoro más preciado.
La noche se desarrollaba como Sandro lo había soñado, era más que perfecta. Tan perfecta que jamás pensó que algo podría salir mal.
Tras una larga caminata, la Mujer comenzó a cansarse y propuso a Sandro ir a algún bar, para tomar unas copas. Nuestro héroe (o antihéroe en este caso), como siempre tenía todo planeado y esa misma tarde había recorrido toda la ciudad en busca del mejor restaurante, para comer, tal como había sucedido, y el mejor bar, para este preciso momento. Y su búsqueda había dado resultados: el mejor antro de la ciudad estaba a unas pocas cuadras.
Allá partieron los enamorados, ya de la mano, al bar donde seguramente coronarían con un apasionado beso esa noche perfecta. Pero, como ya adelanté, todo saldría mal.
Como si su destino fuese la desventura, Sandro sufría el defecto que sólo tienen aquellos que no suelen cumplir con sus empresas cuando de amor hablamos: gustaba de alardear si la noche le salía perfecta. Y esta no fue la excepción.
En la caminata hacia el bar, Sandro comenzó a contarle a su enamorada todas sus vivencias nocturnas (obviamente con un toque literario) y cómo a su entrada al bar al cual se dirigían todos lo parroquianos comenzarían a saludarlo y a hacerles reverencias, porque él era nada menos que el Rey de la Noche. Y a un rey hay que tratarlo como tal.
La Mujer estaba más que ilusionada, porque ella no veía en Sandro al Rey de la Noche, sino a su príncipe azul. Era el hombre perfecto, “Su” hombre perfecto.
Sin embargo, triste fue la decepción que se llevó la joven enamorada cuando llegaron al bar y se encontraron con que el antro al que Sandro asistía, según él, todas las noches estaba cerrado. Pero eso no era todo, la edificación estaba derrumbada. En efecto, lo habían tirado abajo para construir una iglesia evangelista, al menos así lo decía el cartel que estaba sobre una de las chapas que cubría las ruinas.
Sandro no le encontraba explicación a lo ocurrido. No sabía cómo hacerle entender a su amada que esa misma tarde el bar estaba en pie. Que sus amigos no le habían avisado sobre su cierre. Es más, hasta argumentó que se habían llevado el bar entero, con cimientos y todo, hacia otra esquina, y que sólo tendrían que buscarlo.
Pero ya era tarde. Es sabido que una mujer puede soportar muchas cosas, pero nunca la decepción. La Mujer, que creyó encontrar al hombre perfecto, se dio cuenta en ese preciso momento que Sandro era un hombre normal, con millones de defectos. Esa sensación de amor que embriagaba su alma minutos atrás se había transformado en decepción, primero, y en aborrecimiento después. Si, lo odiaba. Le había mentido descaradamente. Él, el amor de su vida, su príncipe azul.
El final de la historia es triste. La despedida fue fría y Sandro nunca más volvió a ver a esa mujer. Otra vez solo, otra vez a sufrir por un amor perdido.
Desde ese día, Sandro fue conocido en la Logia de los Aros Perdidos como el Rey de la Noche. Y, obviamente, al día siguiente ya se había enamorado de nuevo.
3 comentarios:
La mejor historia de miles para contar... quien será este loco lindo no?... muero por conocerlo.. muero por tener su celular!!! me lo podes dar?
Gracias y segui publicando historias de este hermoso chico.. quiero saber mas!!!
Un beso
Pampita
La cantera del Rey de la Noche es inagotable. Su celular, está a disposición de cualquiera, pero, claro, con su previo permiso.
Un abrazo
¿Basado en qué o en quien? ¿Hay que asustarse? Exitos.
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