jueves, 26 de julio de 2007

Una extraña sensación


El día había comenzado como cualquier otro. Me había levantado temprano, desayuné en el lugar de siempre y me fui caminando al trabajo. En fin, la rutina de siempre.
La mañana, recuerdo, era lluviosa y con neblina, parecía Londres y no el otoño de Córdoba. Parecía que el día estaba decidido a mostrarme el clima de mi corazón.
Eran días difíciles, pues el negocio de la venta de insumos para computación estaba destinado a desaparecer luego de la inflación y mi pequeña empresa apenas si sobrevivía. Además, seguía solo. Pocos amigos y ningún amor.
Esa tarde fui a tomar un café al lugar de siempre, el bar de Tito, en el centro de la ciudad, que usualmente me fiaba cuando no tenía dinero.
Todos los días después de cerrar el negocio iba a ese antro y luego caminaba solo y despacio por la ciudad con el inconsciente fin de retrasar el momento de llegar a mi casa y encontrarla vacía; como siempre.
Sin embargo, no tenía idea de que ese no era un día como los otros. Que el destino me había deparado lo que tanto había estado esperando. Y era exactamente como lo imagina.
Estaba en lo de Tito leyendo los clasificados del diario, debía mudarme a una casa más barata, y tomando un café en jarrito cuando entró ella; la mujer más increíble que había visto en mi vida. Parecía un ángel. A decir verdad, no tiene mucho sentido describirla porque sería imposible, era demasiado bella.
Inmediatamente, con sólo verla, me di cuenta que mi vida cambiaría para siempre. Mientras su figura ingresaba al bar entré como en un estado de shock; sólo podía ver su figura envuelta en un aura brillante que la atraía acia mí.
¡Sí! Venía hacia donde yo estaba sentado; y me miraba.
Sin ninguna duda era la mujer de mi vida, jamás había sentido algo así, tan repentino, tan violento como para dejarme sin reacción. Estaba hechizado. Todos mis sentidos estaban ocupados en esa hermosa mujer. Podía ver su figura esbelta, oler su fragancia mágica, escuchar su andar pausado y mi boca ya imaginaba lo que sería sentir esos labios y mis manos abrazar su espalda.
Por primera vez en mi vida, había descubierto el amor. Y no me costó tanto como me habían contado. No necesité ni de la terapia que me recomendaron, ni era gay, como otros me habían sugerido. Simplemente no había conocido a la mujer correcta. Aquella con la capacidad de quitar mi corazón de su lugar, batirlo, golpearlo con una pared si ese era su deseo, y luego devolverlo a su lugar.
Mientras todo esto giraba por mi cabeza, la Mujer más maravillosa del mundo seguía avanzando hacia mí, como en esos sueños en los cuales uno corre y no puede avanzar. Esos cinco segundos fueron los más maravillosos de mi vida.
Lástima que a partir de allí mis recuerdos son difusos. Sólo sé que me levanté para expresarle que estaba perdidamente enamorado de ella y, de repente, una luz blanca inundó mis ojos y sentí un profundo dolor que me hizo perder el conocimiento.
Era el amor, pensé yo. El amor puede producir todas las sensaciones existentes en un santiamén. Por eso sentía dolor, éxtasis, felicidad y tantas otras cosas que no puedo describir.
Cuando recuperé el conocimiento todo era confuso. Aunque esa luz blanca y brillante no había desaparecido, sí lo habían hecho el bar y la mujer de mi vida. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba?
En medio de ese desconcierto pude descifrar la imagen de una mujer. Pero no era la mujer de mi vida, esta llevaba un atuendo blanco y su aspecto era más bien maternal. Me sentía contenido, cuidado, sentí por un momento que estaba nuevamente en el vientre de mi madre. Pero la sensación de paz era a la vez inquietante. No entendía qué era lo que pasaba.
Intenté hablarle a esa mujer, pero el dolor en mi cuerpo era insoportable. No podía mover ni un solo músculo.
Finalmente, con un esfuerzo sobrehumano, pude balbucear y preguntarle a si sabía algo de lo ocurrido. Ella, muy amablemente, aclaró todas y cada una de mis dudas.

-¡Usted debe estar loco señor!- me decía- en un bar del centro se le tiró encima a una chica de manera descontrolada. Pero cuando la pobre mujer empezó a gritar, el novio, que estaba justo detrás suyo, y es campeón sudamericano de físico culturismo, comenzó a golpearlo salvajemente. Ahora, por este arrebato de locura tiene quebrada la mandíbula, dos costillas fisuradas, moretones en todo el cuerpo y, si tiene el dinero, deberemos implantarle una dentadura nueva porque el mastodonte ese se los voló a todos. Ah, me olvidaba, cuando se recupere va a tener que comparecer ante una junta de psicólogos porque fue denunciado por disturbios, destrozos de propiedad privada e intento de abuso deshonesto. Por eso, le recomiendo que rompa el chanchito porque seguramente tendrá que hacerse cargo de todos los gastos del juicio, más una compensación a las víctimas de este bochorno y todos los destrozos que provocó, mientras el grandote lo golpeaba salvajemente, en el bar ese.

El amor, suele obrar de maneras extrañas.

martes, 24 de julio de 2007

Harto de tí


En esta oportunidad dejaré fluir mi enojo por un tirano que, a decir verdad, ya me tiene cansado: Hugo Chávez, presidente de la República (Bananera) de Venezuela.
¿Cómo podemos permitir que este personaje haga y deshaga a su antojo en un país que guarda en sí tantas riquezas como Venezuela? ¿Acaso nosotros, los Estados Unidos, no tenemos derecho a incidir en la política venezolana si somos los principales compradores de petróleo?
Es una aberración que seamos su principal fuente de riqueza y este hombrecito nos agravie continuamente con vituperios injustificados. Acepto que desde la Casa Blanca salió el intento golpista de 2002 y el paro empresarial que le prosiguió; pero, siempre es válido decirlo, para defender la libertad, muchas veces hay que violarla. Y precisamente eso es lo que hacemos nosotros.
Porque, para los Estados Unidos, los países latinoamericanos son como nuestros hijos, a los cuales lamentablemente en muchas oportunidades nos vemos forzados a educarlos con mano dura. Por eso fue que apoyamos los golpes de Estado en décadas anteriores. No podíamos permitir que el marxismo se apoderara de nuestras tierras; las latinoamericanas. Y por eso es que ahora grito a los cuatro vientos contra este presidente innombrable, discípulo de Fidel Castro –el peor de todos- y con una comitiva de lamentables seguidores como Evo Morales o Rafael Correa.
Pero les aviso a estos hombres: ahora tenemos algunos problemitas en Medio Oriente, pero ni bien resolvamos ese entuerto, volveremos a poner nuestros ojos sobre nuestras tierras; sí, las latinoamericanas.
¡He dicho!

Los otros olvidados


Ellos son también víctimas de la invasión. No ganaron medallas, ni salieron en la televisión por algún acto heroico. Tampoco tuvieron muchas posibilidades de explicar sus pesares o denunciar sus problemas. Las personas corrientes, ni siquiera podían ver cómo sus cajones regresaban a casa.
Ello son los soldados norteamericanos que estuvieron o están en Irak o Afganistán; acaso los más parecidos a aquellos que volvían de Vietnam en la década del ’70 porque les ha llevado un tiempo ser escuchados y porque muchos de ellos cayeron en graves delitos como abusos sexuales, torturas o asesinatos en una acción militar que con el paso del tiempo ganó en repudios. Pero, más allá de que alguien podría argumentar que ellos formaron parte de invasiones ilegales, planteadas fundamentalmente contra la población civil disfrazada de guerrilla y no contra un ejército regular; también es cierto que esos soldados fueron tan engañados como el resto de los norteamericanos, cuando les vendieron que iban a liberar un país de algún tipo de tiranía. Pocos imaginaron que iban a imponer otra y menos que esa población que supuestamente iban a rescatar se transformaría en su peor enemiga. En Irak, por caso, aquellos vítores chiitas por la caída de Saddam Hussein se transformaron prontamente en odio cuando los iraquíes vieron que los libertadores eran en realidad reemplazantes: un tirano por otro mucho peor. Y quienes sufrieron en carne propia ese odio generalizado no fueron ni los políticos que tomaron la decisión del embuste ni los generales que ordenan las estrategias de guerra, sino precisamente esos soldados de campo que regresan a su casa en ataúdes escondidos o con heridas eternas o con sus cerebros arruinados, y en el olvido.
Precisamente ese olvido que los llevó a manifestarse en la década del ’70 y los lleva hoy a imponer una demanda judicial contra el Estado para obtener ayuda en su largo proceso de reinserción en la sociedad. La presentación judicial apunta fundamentalmente a la falta de tratamiento del síndrome de estrés postraumático que supuestamente sufren muchos veteranos de Irak y Afganistán. La queja apunta a la demora de la Secretaría de Asuntos de Veteranos para atender las miles de solicitudes de ayuda que le llegan diariamente, pues en ese ínterin muchos caen en profundas depresiones que culminan con adicciones o suicidios. También trascendieron malos tratos en los hospitales de veteranos, como para completar un panorama más que gris para estos jóvenes que, reitero, fueron tan engañados como la población.
Podemos criticar las aberraciones que cometió el gobierno norteamericano al ordenar invasiones que apuntaban únicamente a una estrategia para mantener el poder como potencia mundial. Podemos incluso condenar las barbaridades en las que cayeron muchos soldados en tierras iraquíes o afganas, acaso azuzados por sus líderes en el campo de batalla –aunque los juicios por estos casos se empeñen en demostrar lo contrario-; pero especialmente en este país hemos aprendido que en una guerra ordenada por un borracho no todos son culpables.

lunes, 23 de julio de 2007

El Hombre Desdichado


Hay pocas personas en el tribunal. El juez lo observa, lo analiza, mientras El Hombre Desdichado comparece en el sillón de los testigos. El caso era simple, un hecho de robo que salió mal, una persona herida de bala y el rápido accionar de la policía que atrapó inmediatamente al maleante; al Hombre Desdichado.
El juez lo interroga y dice las palabras mágicas, -Oiga señor, ¿por qué lo hizo?
-Si me permite, señor juez, le voy a contar los últimos acontecimientos de mi vida para que le quede más claro -contestó el Hombre Desdichado-. Toda mi vida trabajé en la fábrica de Fiat. Soy ordenanza. Hablo en presente señor juez porque limpiar la fábrica es lo único que sé hacer. Pero me echaron. Me dieron una indemnización miserable, porque dicen que casi todo mi sueldo era en negro, y me dejaron en la calle. Antes de eso, mi vida era más o menos feliz, señor juez. Vivíamos en una casita humilde de barrio Yapeyú. Digo vivíamos señor juez porque yo tengo una familia, se compone de dos hijos, un nene y una nena, y, obviamente, mi mujer. Pero después de que me echaron mi vida se derrumbó. Empecé a hacer changas como albañil pero no me alcanzó el dinero para pagar el alquiler. Mi mujer, pobre, hacía lo que podía con su magro sueldo como empleada doméstica. No teníamos ni para comer, señor juez. Después nos mudamos a la villa de la Maternidad, a una casilla sin agua y con el piso de tierra. Pero no era tan tremendo porque estábamos todos juntos y con buena salud. Yo creo, señor juez, que si uno está con su familia y todos gozan de buena salud lo demás no es tan importante. Pero seguíamos sin plata. Tan así que uno de mis hijos casi se nos va, señor juez. Él es diabético y no conseguíamos insulina porque el dólar había aumentado y no sé que otras cosas. La cuestión es que se pasó una semana en el hospital. Pero, a pesar de eso, seguíamos todos juntos. Sin embargo, señor juez, tomé la decisión cuando mi hija de diez años comenzó a trabajar. No pude soportarlo, señor juez, no pude soportarlo. Ahí me convencí de hacerle caso al Oso y hacer un trabajito que él me había ofrecido. Supuestamente era fácil. Entrábamos a un restaurante sosteníamos las armas con firmeza y él hablaba. Pero el restaurante tenía alarma, el Oso se enloqueció y disparó a quemarropa al que había hecho sonar el fatídico botoncito. Gracias a Dios me informaron que esa persona está viva. Tenía cara de buena, no sé por qué, pero si alguien tiene cara de bueno, seguro que lo es. Esa es mi filosofía, señor juez. La cuestión es que la policía llegó bastante rápido, yo tiré el arma inmediatamente y me entregué. Pero el Oso estaba fuera de sí y se tiroteó con los policías. Pobre Oso, era un buen tipo, lástima que eligió ese camino. El mismo que el mío. Él me dijo que se había hecho una promesa a sí mismo: nunca más iría preso. Y cumplió el hombre. Usted sabe, señor juez, la policía lo mató en el tiroteo. A mí esa situación me duele mucho porque no voy a estar con mi familia, señor juez. Como le dije, mientras estemos todos juntos soportamos cualquier cosa, pero separados no sé. Mi hijo tiene 15 años y tengo miedo de que tome mi ejemplo. Yo tengo que estar ahí para guiarlo, para explicarle que esto que yo hice no está bien, señor juez. Mi mujer se va a tener que encargar de todo, de la nena también. Pobre mi mujer señor juez, es una buena mujer, no se merece a alguien como yo. Sé que lo que le voy a decir, señor juez, no va a servir de mucho, pero puedo darle mi palabra de que no lo voy a volver a hacer. Tengo en claro que la palabra de un ladrón vale poco. Pero quiero que tome la palabra del ordenanza de Fiat Pablo Cardozo, no del despojo que usted está viendo en este momento. Por todo esto lo hice, señor juez, espero la sentencia porque no estuve bien, pero le suplico piedad.

El señor juez dictó la sentencia y tuvo piedad. El Hombre más desdichado pasará los próximos cuatro años en prisión por robo calificado a mano armada.

martes, 17 de julio de 2007

El mal no es externo


Normalmente, los líderes intentan deslindar responsabilidades cuando sus gobiernos afrontan etapas dificultosas. Lejos del mea culpa, apuntan a poderes maléficos, intangibles, externos y hasta inexplicables para detallar las vicisitudes de una crisis. Sino, vale la pena preguntarse a modo de ejemplo: ¿qué es Al Qaeda? o ¿Quién apoyó durante 50 años a las FARC? Nadie lo sabe. Pero, de lo que se olvidan nuestros líderes, es que cualquier intento desestabilizador necesita indefectiblemente de un caldo de cultivo para prosperar. En otras palabras, no sólo importa quién esté detrás de tal o cual protesta, sino que esa expresión tiene una base sustentable en un descontento en particular. Para explicar mejor esta hipótesis, nos trasladaremos a Perú y México, dos países que actualmente enfrentan violentas movilizaciones por motivos puntuales. Unos, quieren echar del poder a un gobernador excesivamente corrupto y represor; los otros, pretenden evitar que el país se inserte aun más profundamente en un sistema, el neoliberal, que no les conviene para nada. Y en ambos casos, los presidentes de turno dirigen su retórica hacia la maléfica concepción de un socialismo implementado en Cuba o Venezuela. El punto no pasa solamente por preguntarse si efectivamente las protestas en Oaxaca y en todo Perú son azuzadas por terceros que pretenden desestabilizar a un gobierno legítimo, hecho que de por sí es gravísimo. Sino, en encontrar los motivos que generan semejante descontento. Porque en ambos casos estamos hablando de miles y miles de personas que arriesgan mucho más que unos días en prisión para realizar protestas; que enfrentan a las fuerzas del orden sin más que palos y gargantas a sabiendas que del otro lado los esperan balas de acero y gases lacrimógenos. Más allá de un malo de turno, más bien sería acorde preguntarse ¿por qué están tan enojados?, ¿no será realmente que algo anda mal con Ulises Ruiz en México o con las políticas económicas y sociales en Perú? No estamos hablando solamente de grupos que responden a una ideología determinada, sino a personas que en carne propia sufren aquello del privilegio para unos pocos. Algo similar ocurre con el Mundo Islámico. Nadie en su sano juicio podría felicitar a un grupo o corriente que incite a sus seguidores a volarse en mil pedazos en una plaza concurrida de inocentes. Pero sí es necesario preguntarse por qué esos grupos o corrientes tienen la capacidad de reclutar a personas capaces de realizar cualquier empresa debido al odio que han acumulado durante años, durante toda su existencia. En fin, aunque parezca ingenuo, no estaría mal exigir de vez en cuando que el poder de turno anteponga la justicia social al interés particular.

El hombre más triste


La noche era fría y bastante estrellada; un típico día de julio. Seguro que al amanecer iba a caer una helada.
Yo venía caminando por la calle Sarmiento, crucé el bulevar Guzmán y me aprestaba a atravesar el puente rumbo a mi casa. Era tarde, no recuerdo bien la hora, pero era tarde, y estaba muy cansado.
Necesitaba dormir porque me esperaba un día realmente largo. Más por lo doloroso que por su duración en sí.
Además, el día siguiente a un suceso como el que a mí me ocurrió siempre se torna eterno. Primero, tolerar los cambios que vive la casa y, después, una serie de trámites burocráticos que son tediosos, especialmente cuando uno tiene el alma destrozada.
No sé cuando me vendrán a buscar, pero no me resistiré. Es inevitable. Mi vida ya no tiene sentido. Lo siento por la mujer que amo, sé que sufrirá con mi decisión y con lo que hice, pero tenía que ser así.
Ya crucé la calle Pringles y llegué a mi casa. Está oscura, vacía. No puedo evitar que las lágrimas corran por mi cara. Mi mujer no está, se debe haber quedado en el hospital. Espero que me entienda.
Trato de respetar la rutina que hago todos los días cuando vuelvo a trabajar por la noche. Como algo liviano, voy a arropar a mi hijo a su pieza, hoy vacía, y me acuesto y abrazo a mi mujer, que tampoco está.
¡No debo pensar más! tengo que dormir. Seguro que mañana a primera hora, cuando hallen el cuerpo, la policía no tardará en venir a buscarme.
Imagino inclusive cómo ocurrirá: algún transeúnte verá un cadáver tirado en el río y un Renault Twingo cerca, abandonado. Llamará a la policía, y los investigadores de la fuerza determinarán que es el cuerpo del conductor ebrio que arrolló a mi hijo y lo mató. Entonces, tal vez con una lágrima en la cara, me vendrán a buscar para hacer justicia.
Me duermo pensando que ese día fui el hombre más triste del mundo.

martes, 10 de julio de 2007

Huyen... ¿pero a dónde?





La extrema violencia no solamente provoca víctimas directas, como aquellas personas que pierden la vida o sufren heridas a causa precisamente de ese estado de situación, sino que también genera un efecto que puede ser llamado colateral, aunque en realidad no es menos dramático.
Porque la violencia, además de violencia, genera una precariedad en todos los ámbitos que impide el normal desarrollo de una vida más o menos normal en esos lugares y que, por lo tanto, empuja a las personas a huir hacia otras partes. No sólo por el peligro al que están expuestos, sino por la imposibilidad de tener acceso a educación, salud, alimentos, etcétera. Así, entonces, se generan los refugiados. A estas alturas ya una nueva clase social de personas, debido a que por los múltiples conflictos en el mundo ya suman millones. Pero, como decíamos antes, mientras un conflicto se desarrolla el foco no está puesto exactamente sobre los refugiados, o “desplazados”, como otros los llaman. Como ejemplo es bueno mencionar a Yugoslavia, cuya guerra se cobró miles de vidas y provocó el desplazamiento de cientos de miles. Estas personas pasaron a ser una prioridad una vez culminado el conflicto.
Algo similar ocurre hoy en día con los iraquíes, quienes huyen despavoridos de su país porque ya no pueden continuar viviendo allí a causa del estado de desprotección en el que se encuentran. Desde Estados Unidos, están demasiado preocupados por contener a la resistencia, que todos los días acaba con algún soldado. El ejército local, en tanto, dirige sus fuerzas a la cooperación con las tropas invasoras y para amedrentar a la población sunnita, hoy la más perjudicada en esta guerra civil. Mientras las fuerzas del orden están en otra cosa, la población civil queda a manos de los grupos extremistas, de delincuentes o paramilitares, que se mueven a sus anchas en medio del caos. Paralelamente, la crisis humanitaria se traduce en falta de alimentos, energía y el mal o nulo funcionamiento de los hospitales y las escuelas. Entonces, la fórmula es sencilla: inestabilidad política más extrema violencia más precariedad humanitaria, igual a mejor marcharse de allí lo antes posible.
Y así lo hacen los iraquíes. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), cuatro millones de personas huyeron de sus hogares desde que se produjo la invasión, en marzo de 2003. En consecuencia, la gran pregunta que surge de esta situación es la siguiente: si Estados Unidos fue el responsable de invadir un país pese a no tener consenso externo ni en Irak para hacerlo; ¿no debería hacerse responsable de la suerte de los desplazados? No. Sólo 701 personas fueron acogidas por Estados Unidos desde que comenzó la invasión. A juicio del subsecretario de Estado, John Bolton, no es necesario admitir iraquíes porque "no tiene absolutamente nada que ver con nuestro derrocamiento de Saddam Hussein. Nuestra obligación era proveerlos de nuevas instituciones y seguridad. Cumplimos. No pienso que tengamos la obligación de compensarlos por las privaciones de la guerra".

¡Basta de mentiras!


La prensa norteamericana comenzó a poner el ojo sobre la situación de los refugiados iraquíes, a su juicio un aspecto más para demostrar el fracaso de George W. Bush en el país árabe. Aunque todos sabemos que no es así.
Porque los intereses ajenos a los Estados Unidos nunca dejaron de operar en el país. Es cierto que la invasión no va bien, pero también lo es que en el país de la libertad aún existen agentes comunistas que no hacen más que mancillar las políticas liberadoras que ofrece la Casa Blanca. Desde los viejos lugares, como Cuba o la ex Unión Soviética, o los nuevos, como iraníes o venezolanos, siempre habrá enemigos allá afuera.
Seamos francos, ¿quién podría liberar a Irak de un tirano como Saddam Hussein si no fuera Estados Unidos? ¿existe alguna otra nación capaz de cuidar y proteger al mundo entero, además de nosotros? Por supuesto que no.
Entonces, ¿por qué nos critican? Si lo único que hicimos fue, en su debido momento, decir algunas mentirillas sobre los motivos que nos llevaban a invadir Irak para cumplir con un bien superior. Admito que en ese país no había armas de destrucción masiva y que una conexión con Al Qaeda era imposible porque Saddam era un declarado enemigo de Osama ben Laden. Pero, piénsenlo bien, ¿habría posibilidades de realizar una acción armada si sólo decíamos nuestra proclama liberadora? No. Jamás. Porque esos agentes comunistas que no supieron tolerar su derrota habrían salido inmediatamente a hablar de imperialismos y toda esa sarta de obscenidades cuando el primer avión sobrevolara Irak.
Otro argumento de esta gentuza es el tan mentado petróleo; ¡pues claro que nos vamos a llevar el oro negro! Es un precio mínimo si se tiene en cuenta la obra que estamos realizando. ¿O acaso las grandes personalidades de la historia no conseguían algo a cambio de las obras que realizaban? ¿de qué vivirían si no fuera así? Nuestro caso es el mismo. Movilizar soldados, armamento, medios de comunicación amigos y alentar a nuestros aliados a que se sumen a nuestro proyecto tiene un costo. Nada es gratis en esta vida, y los iraquíes deberían saberlo.
Bueno amigos, espero que mi incursión en este lamentable blog sirva para aclarar algunas mentes. Aunque lo dudo, si hay algún error en mi español les pido mil disculpas y que me lo hagan saber. Oportunamente le diré a mi gran amigo, el secretario de Defensa Alberto Gonzales –de quién hablaré más adelante-, que me guíe para comunicarme correctamente con ustedes.

¡Bienvenido Eric!



Un nuevo columnista se suma a este blog. Se trata nada menos que de Eric Choffa, un prestigioso analista que se formó con Milton Friedman, en el campo económico, y Henry Kissinger, en el político. Fiel seguidor del senador Joseph McCarty, desarrolló su animaversión hacia el comunismo y se volcó decididamente hacia el conservadurismo norteamericano, retratado fielmente por el Partido Republicano y, más precisamente, por el Clan Bush.
Sus detractores lo califican de ser un nazi fascista que, con cierta habilidad para disfrazar sus verdaderas intenciones, a lo largo de los años ha intentado justificar las mayores aberraciones realizadas por el sector más duro de los Estados Unidos; aquél que está convencido de la "misión libertadora, encomendada por Dios" que tiene la Casa Blanca.
Y desde aquí, con humildad y mucha ignorancia, adherimos fielmente a éstos últimos.

miércoles, 4 de julio de 2007

Sólo una muestra



La desclasificación de documentos secretos realizada por la CIA la semana pasada puede definirse como una guía práctica y completa de cómo una organización es capaz de romper absolutamente todas las leyes existentes en tan sólo 14 años. Asesinatos, intentos de asesinatos, espionaje a personas y medios de comunicación; experimentos con seres humanos; intervención en la soberanía de países independientes; derrocamiento de gobiernos para preservar los intereses propios; en fin, toda una gama de delitos de cualquier índole que fueron desclasificados por el director de la CIA, Michael Hyden, “ante la presión de leyes nacionales sobre información federal”, según indican los medios norteamericanos.

Pero si esta información es sorprendente, o bien reveladora, más lo será saber que en realidad estos documentos fueron previamente censurados por las autoridades gubernamentales, ya que sus partes más sensibles están tachadas. En consecuencia, si la porción de los informes publicados admite los intentos de asesinato de Fidel Castro, Patricio Lumumba -ex premier del Congo, asesinado en 1961, aunque sin “responsabilidad de la CIA”- y Rafael Trujillo –dictador pronorteamericano de República Dominicana-; la experimentación en soldados estadounidenses de drogas que alteran facultades mentales como el LSD, y el espionaje de medios de comunicación como The Washington Post; ¡Dios mío!, ¿qué dirá entonces la parte que no fue enseñada al público en general? o bien, ¿qué prácticas llevará a cabo la CIA actualmente? Tal vez nos enteremos en unos 40 años, siempre y cuando, claro, la ocasión lo obligue.

Pero, más allá de lo que podemos saber o no sobre la agencia de espionaje estadounidense, la información desclasificada nos ratifica que hasta el “país más libre del mundo”, como ellos mismos se definen, es capaz de hacer cualquier cosa con tal de mantener el dominio sobre uno, dos, diez o doscientos países. Nos ratifica que todo vale si la meta es mantener el “american way of life”, aunque viole la propia Constitución estadounidense, porque el funcionamiento de la CIA lejos está de respetar los derechos de los ciudadanos o las soberanías de los países o los principios de la democracia que tanto defienden.

Por supuesto que estos conceptos son archiconocidos por todo el mundo, especialmente en estas latitudes. Ya el ex presidente Bill Clinton pidió perdón a latinoamérica por el apoyo estadounidense a los militares golpistas de la región, y los documentos que ratifican el apoyo del entonces secretario de Estado Henry Kissinger a Augusto Pinochet para derrocar a Salvador Allende en Chile fueron publicados hace tiempo; por citar sólo dos ejemplos. Pero es bueno tener presente que la tierra de la libertad se mantiene de esa manera con la sangre de los que no tienen la suerte de vivir allí. Y también es bueno tener plena conciencia de que cualquier política que promueva la integración y la independencia latinoamericana será contrarrestada desde nuestros vecinos del norte, porque para ellos su poder proviene precisamente de la dominación, y bajo ningún punto de vista les conviene perderla.