lunes, 23 de julio de 2007

El Hombre Desdichado


Hay pocas personas en el tribunal. El juez lo observa, lo analiza, mientras El Hombre Desdichado comparece en el sillón de los testigos. El caso era simple, un hecho de robo que salió mal, una persona herida de bala y el rápido accionar de la policía que atrapó inmediatamente al maleante; al Hombre Desdichado.
El juez lo interroga y dice las palabras mágicas, -Oiga señor, ¿por qué lo hizo?
-Si me permite, señor juez, le voy a contar los últimos acontecimientos de mi vida para que le quede más claro -contestó el Hombre Desdichado-. Toda mi vida trabajé en la fábrica de Fiat. Soy ordenanza. Hablo en presente señor juez porque limpiar la fábrica es lo único que sé hacer. Pero me echaron. Me dieron una indemnización miserable, porque dicen que casi todo mi sueldo era en negro, y me dejaron en la calle. Antes de eso, mi vida era más o menos feliz, señor juez. Vivíamos en una casita humilde de barrio Yapeyú. Digo vivíamos señor juez porque yo tengo una familia, se compone de dos hijos, un nene y una nena, y, obviamente, mi mujer. Pero después de que me echaron mi vida se derrumbó. Empecé a hacer changas como albañil pero no me alcanzó el dinero para pagar el alquiler. Mi mujer, pobre, hacía lo que podía con su magro sueldo como empleada doméstica. No teníamos ni para comer, señor juez. Después nos mudamos a la villa de la Maternidad, a una casilla sin agua y con el piso de tierra. Pero no era tan tremendo porque estábamos todos juntos y con buena salud. Yo creo, señor juez, que si uno está con su familia y todos gozan de buena salud lo demás no es tan importante. Pero seguíamos sin plata. Tan así que uno de mis hijos casi se nos va, señor juez. Él es diabético y no conseguíamos insulina porque el dólar había aumentado y no sé que otras cosas. La cuestión es que se pasó una semana en el hospital. Pero, a pesar de eso, seguíamos todos juntos. Sin embargo, señor juez, tomé la decisión cuando mi hija de diez años comenzó a trabajar. No pude soportarlo, señor juez, no pude soportarlo. Ahí me convencí de hacerle caso al Oso y hacer un trabajito que él me había ofrecido. Supuestamente era fácil. Entrábamos a un restaurante sosteníamos las armas con firmeza y él hablaba. Pero el restaurante tenía alarma, el Oso se enloqueció y disparó a quemarropa al que había hecho sonar el fatídico botoncito. Gracias a Dios me informaron que esa persona está viva. Tenía cara de buena, no sé por qué, pero si alguien tiene cara de bueno, seguro que lo es. Esa es mi filosofía, señor juez. La cuestión es que la policía llegó bastante rápido, yo tiré el arma inmediatamente y me entregué. Pero el Oso estaba fuera de sí y se tiroteó con los policías. Pobre Oso, era un buen tipo, lástima que eligió ese camino. El mismo que el mío. Él me dijo que se había hecho una promesa a sí mismo: nunca más iría preso. Y cumplió el hombre. Usted sabe, señor juez, la policía lo mató en el tiroteo. A mí esa situación me duele mucho porque no voy a estar con mi familia, señor juez. Como le dije, mientras estemos todos juntos soportamos cualquier cosa, pero separados no sé. Mi hijo tiene 15 años y tengo miedo de que tome mi ejemplo. Yo tengo que estar ahí para guiarlo, para explicarle que esto que yo hice no está bien, señor juez. Mi mujer se va a tener que encargar de todo, de la nena también. Pobre mi mujer señor juez, es una buena mujer, no se merece a alguien como yo. Sé que lo que le voy a decir, señor juez, no va a servir de mucho, pero puedo darle mi palabra de que no lo voy a volver a hacer. Tengo en claro que la palabra de un ladrón vale poco. Pero quiero que tome la palabra del ordenanza de Fiat Pablo Cardozo, no del despojo que usted está viendo en este momento. Por todo esto lo hice, señor juez, espero la sentencia porque no estuve bien, pero le suplico piedad.

El señor juez dictó la sentencia y tuvo piedad. El Hombre más desdichado pasará los próximos cuatro años en prisión por robo calificado a mano armada.

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