
Ellos son también víctimas de la invasión. No ganaron medallas, ni salieron en la televisión por algún acto heroico. Tampoco tuvieron muchas posibilidades de explicar sus pesares o denunciar sus problemas. Las personas corrientes, ni siquiera podían ver cómo sus cajones regresaban a casa.
Ello son los soldados norteamericanos que estuvieron o están en Irak o Afganistán; acaso los más parecidos a aquellos que volvían de Vietnam en la década del ’70 porque les ha llevado un tiempo ser escuchados y porque muchos de ellos cayeron en graves delitos como abusos sexuales, torturas o asesinatos en una acción militar que con el paso del tiempo ganó en repudios. Pero, más allá de que alguien podría argumentar que ellos formaron parte de invasiones ilegales, planteadas fundamentalmente contra la población civil disfrazada de guerrilla y no contra un ejército regular; también es cierto que esos soldados fueron tan engañados como el resto de los norteamericanos, cuando les vendieron que iban a liberar un país de algún tipo de tiranía. Pocos imaginaron que iban a imponer otra y menos que esa población que supuestamente iban a rescatar se transformaría en su peor enemiga. En Irak, por caso, aquellos vítores chiitas por la caída de Saddam Hussein se transformaron prontamente en odio cuando los iraquíes vieron que los libertadores eran en realidad reemplazantes: un tirano por otro mucho peor. Y quienes sufrieron en carne propia ese odio generalizado no fueron ni los políticos que tomaron la decisión del embuste ni los generales que ordenan las estrategias de guerra, sino precisamente esos soldados de campo que regresan a su casa en ataúdes escondidos o con heridas eternas o con sus cerebros arruinados, y en el olvido.
Precisamente ese olvido que los llevó a manifestarse en la década del ’70 y los lleva hoy a imponer una demanda judicial contra el Estado para obtener ayuda en su largo proceso de reinserción en la sociedad. La presentación judicial apunta fundamentalmente a la falta de tratamiento del síndrome de estrés postraumático que supuestamente sufren muchos veteranos de Irak y Afganistán. La queja apunta a la demora de la Secretaría de Asuntos de Veteranos para atender las miles de solicitudes de ayuda que le llegan diariamente, pues en ese ínterin muchos caen en profundas depresiones que culminan con adicciones o suicidios. También trascendieron malos tratos en los hospitales de veteranos, como para completar un panorama más que gris para estos jóvenes que, reitero, fueron tan engañados como la población.
Podemos criticar las aberraciones que cometió el gobierno norteamericano al ordenar invasiones que apuntaban únicamente a una estrategia para mantener el poder como potencia mundial. Podemos incluso condenar las barbaridades en las que cayeron muchos soldados en tierras iraquíes o afganas, acaso azuzados por sus líderes en el campo de batalla –aunque los juicios por estos casos se empeñen en demostrar lo contrario-; pero especialmente en este país hemos aprendido que en una guerra ordenada por un borracho no todos son culpables.
Ello son los soldados norteamericanos que estuvieron o están en Irak o Afganistán; acaso los más parecidos a aquellos que volvían de Vietnam en la década del ’70 porque les ha llevado un tiempo ser escuchados y porque muchos de ellos cayeron en graves delitos como abusos sexuales, torturas o asesinatos en una acción militar que con el paso del tiempo ganó en repudios. Pero, más allá de que alguien podría argumentar que ellos formaron parte de invasiones ilegales, planteadas fundamentalmente contra la población civil disfrazada de guerrilla y no contra un ejército regular; también es cierto que esos soldados fueron tan engañados como el resto de los norteamericanos, cuando les vendieron que iban a liberar un país de algún tipo de tiranía. Pocos imaginaron que iban a imponer otra y menos que esa población que supuestamente iban a rescatar se transformaría en su peor enemiga. En Irak, por caso, aquellos vítores chiitas por la caída de Saddam Hussein se transformaron prontamente en odio cuando los iraquíes vieron que los libertadores eran en realidad reemplazantes: un tirano por otro mucho peor. Y quienes sufrieron en carne propia ese odio generalizado no fueron ni los políticos que tomaron la decisión del embuste ni los generales que ordenan las estrategias de guerra, sino precisamente esos soldados de campo que regresan a su casa en ataúdes escondidos o con heridas eternas o con sus cerebros arruinados, y en el olvido.
Precisamente ese olvido que los llevó a manifestarse en la década del ’70 y los lleva hoy a imponer una demanda judicial contra el Estado para obtener ayuda en su largo proceso de reinserción en la sociedad. La presentación judicial apunta fundamentalmente a la falta de tratamiento del síndrome de estrés postraumático que supuestamente sufren muchos veteranos de Irak y Afganistán. La queja apunta a la demora de la Secretaría de Asuntos de Veteranos para atender las miles de solicitudes de ayuda que le llegan diariamente, pues en ese ínterin muchos caen en profundas depresiones que culminan con adicciones o suicidios. También trascendieron malos tratos en los hospitales de veteranos, como para completar un panorama más que gris para estos jóvenes que, reitero, fueron tan engañados como la población.
Podemos criticar las aberraciones que cometió el gobierno norteamericano al ordenar invasiones que apuntaban únicamente a una estrategia para mantener el poder como potencia mundial. Podemos incluso condenar las barbaridades en las que cayeron muchos soldados en tierras iraquíes o afganas, acaso azuzados por sus líderes en el campo de batalla –aunque los juicios por estos casos se empeñen en demostrar lo contrario-; pero especialmente en este país hemos aprendido que en una guerra ordenada por un borracho no todos son culpables.
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