
Él siempre había hecho lo correcto. Se graduó con honores y en el tiempo necesario. Luego comenzó a trabajar. En el medio consiguió a la chica de sus sueños y era tan, pero tan inteligente que su mayor ambición era formar una familia y ser feliz.
Siempre había hecho lo correcto. Su padre lo adoraba, sus hermanos lo respetaban y sus amigos lo querían. Con sus ojos saltones, su baja estatura y su cuerpo macizo desde la secundaria se había ganado el mote de “gordo”. Aunque, y aquí viene la reverencia, sus amigos también lo llamaban “cerebro”, simplemente porque cuando Carlos te decía algo, lo hacía con una fuerte convicción y sólidos argumentos. Y vos, en silencio, pensabas: “¡cómo sabe este tipo!”.
Pero hasta el más perfecto de los seres humanos tiene su momento de debilidad, aquél que nos hace recordar a todos que ese ser al que admiramos tanto también puede caer en excesos, errores y confusiones.
El momento de Carlos llegó en unas aisladas vacaciones en Santa Rosa de Calamuchita, allá en los comienzos del siglo que aún está naciendo. En principio, nada salía de lo normal: una carpa, cuatro amigos, un poco de carne, alcohol a raudales, un jeep para los traslados y la idea fundamental de despejar las mentes en ese paraíso lleno de gente joven… y mujeres.
El primer día no me di cuenta, pero ya en el segundo pude observar como a Carlos se le entrecerraba levemente su ojo izquierdo cada vez que íbamos a la playa. Algunas horas después, las pulsiones ya eran claramente visibles: un bikini, y el Gordo se estremecía de pies a cabeza, mas aún conservaba la cordura acaso porque dentro de su mente primaba la imagen de su amada. Pasó la playa, abundó el alcohol y la noche nos encontró con una amiga que, a su vez, tenía muchas amigas a su alrededor. El asado de presentación no pudo ser mejor, nosotros revoloteábamos como vampiros sedientos alrededor de aquellas jóvenes doncellas, que preferían mostrarse como presas cuando en realidad eran ellas las cazadoras. Pero así estaba bien.
Él, el Hombre que nunca se había equivocado, se dedicó a cocer la carne y, por todos los medios, se abstrajo de esa danza de hormonas que pululaban a su alrededor. Más tarde, ya con la confianza a pleno entre los dos grupos que tenían el destino de una noche en sus manos, Carlos comenzó a perder la compostura. Llegaron los concursos de fondos blanco, pero Carlos se mantenía al margen, aunque ya se reía con el resto. Luego comenzó la ronda de bar en bar, y Cerebro ya era definitivamente uno más del grupo. Su testosterona podía palparse. Con esos ojazos enormes seguía en detalle a cada niña que se cruzaba frente nuestro, y sólo algunos minutos más tarde ya nos comentaba en voz baja las características de las bellezas que tenía ante sí. A este ritmo, no pasó mucho para que esos comentarios se hicieran directamente sobre el destinatario. Es decir, sobre esas chicas que caminaban alegremente por la noche serrana.
La Vaca Echada, el célebre boliche de Santa Rosa, fue el destino del grupo de amigos, porque ya era uno solo. Nos tomamos unos minutos para reconocer la arquitectura del lugar y nos mezclamos con la jauría, como quienes necesitan un instante para sumarse a un banquete infernal.
A esas horas, Carlos ya estaba totalmente desbocado. Entre el deseo que nacía ferviente de sus entrañas y la peligrosa mezcla de alcohol con energizante no pudo contener las toneladas de libido acumuladas en una vida entera y se abalanzó como un predador sobre absolutamente todas las mujeres de la discoteca.
Empezó con un tímido “¿querés bailar?”, continuó con piropos de baja calidad poética: “¿qué pasa, hay huelga en el cielo que los ángeles están en la tierra?”; para finalizar ya con un lamentable “adiós corazón de arroz… ¡esta que me cuelga es para vos!”. En todas esas instancias, Carlos lo intentó todo. Fue simpático, sagaz, mentiroso, prepotente y hasta un hábil bailarín, pero no pudo obtener el favor de ninguna de las mujeres que habitaban aquel antro.
Quizás porque no tuvo suerte, quizás porque su deseo sólo era pasar una noche de desenfreno pero mantenerse fiel a su amada. Lo cierto es que, esa noche, Carlos dejó la perfección de lado. O, más bien, se comportó como lo que era: un joven brillante que cada tanto se toma la licencia de comportarse como uno más en la multitud.
Pasó la noche. Nosotros, sus amigos, que también habíamos acabado solos, debimos ayudarle a regresar al camping pues Carlos apenas si podía caminar. Al día siguiente, nos comportamos como cualquiera se comportaría cuando su amigo pasa una noche alocada, prohibida: con crueldad. Y Carlos lo aceptó con hidalguía. Sabía que él sería el centro de todas las bromas cuando el grupo se sentara a repasar las anécdotas de una noche increíble.
Sabía, sí, pero no contaba con nuestra particular manera de hacernos burla. “¡Si no nos pagás un asado le contamos a tu novia lo que hiciste!”, vociferábamos entre risas. “La próxima vez que nos juntemos, tratá de que tu novia no entienda ninguna indirecta… ¡pulpo! ¡No nos dejaste avanzar a ninguna mina!”, decía otro. Y así se sucedían las gastadas, una tras otra, hora tras hora. Carlos, que se supone un tipo inteligente, cayó en la trampa, pues en un momento hasta pensó que sus amigos de toda la vida podrían traicionarlo en serio. Temió en un momento de poca lucidez que quienes más quería podrían revelar su secreto: se había portado mal. En realidad no se había portado mal, pero lo había intentado con todas sus energías.
Terminaron las vacaciones y el regreso de Carlos fue en el más absoluto de los silencios, mientras sus amigos continuaban con las burlas de rigor. A Carlos cada palabra le entraba por sus oídos como una aguja caliente. Le dolían.
De pronto, a poco de regresar a Córdoba, un miedo indescriptible invadió su alma con la misma violencia con la que el mar golpea las rocas en algún acantilado perdido en el universo. “Mi novia no se puede enterar”, pensó. Pero tras un pequeño trabajo de deducción, entendió que se había portado bien, que no tenía nada que esconder porque fue fiel a su amada.
Ante la posibilidad de que las bromas y los chistes hicieran referencia a cosas que no habían pasado, apenas llegó a la ciudad fue a ver a su novia, la miró fijo a los ojos y le dijo, con la voz entrecortada: “Amor de mi vida, que con tus ojos iluminas mi camino, el sábado en Santa Rosa me alcé un pedo de novela. Todo lo que te digan los chicos son mentiras. Te amo”.
Siempre había hecho lo correcto. Su padre lo adoraba, sus hermanos lo respetaban y sus amigos lo querían. Con sus ojos saltones, su baja estatura y su cuerpo macizo desde la secundaria se había ganado el mote de “gordo”. Aunque, y aquí viene la reverencia, sus amigos también lo llamaban “cerebro”, simplemente porque cuando Carlos te decía algo, lo hacía con una fuerte convicción y sólidos argumentos. Y vos, en silencio, pensabas: “¡cómo sabe este tipo!”.
Pero hasta el más perfecto de los seres humanos tiene su momento de debilidad, aquél que nos hace recordar a todos que ese ser al que admiramos tanto también puede caer en excesos, errores y confusiones.
El momento de Carlos llegó en unas aisladas vacaciones en Santa Rosa de Calamuchita, allá en los comienzos del siglo que aún está naciendo. En principio, nada salía de lo normal: una carpa, cuatro amigos, un poco de carne, alcohol a raudales, un jeep para los traslados y la idea fundamental de despejar las mentes en ese paraíso lleno de gente joven… y mujeres.
El primer día no me di cuenta, pero ya en el segundo pude observar como a Carlos se le entrecerraba levemente su ojo izquierdo cada vez que íbamos a la playa. Algunas horas después, las pulsiones ya eran claramente visibles: un bikini, y el Gordo se estremecía de pies a cabeza, mas aún conservaba la cordura acaso porque dentro de su mente primaba la imagen de su amada. Pasó la playa, abundó el alcohol y la noche nos encontró con una amiga que, a su vez, tenía muchas amigas a su alrededor. El asado de presentación no pudo ser mejor, nosotros revoloteábamos como vampiros sedientos alrededor de aquellas jóvenes doncellas, que preferían mostrarse como presas cuando en realidad eran ellas las cazadoras. Pero así estaba bien.
Él, el Hombre que nunca se había equivocado, se dedicó a cocer la carne y, por todos los medios, se abstrajo de esa danza de hormonas que pululaban a su alrededor. Más tarde, ya con la confianza a pleno entre los dos grupos que tenían el destino de una noche en sus manos, Carlos comenzó a perder la compostura. Llegaron los concursos de fondos blanco, pero Carlos se mantenía al margen, aunque ya se reía con el resto. Luego comenzó la ronda de bar en bar, y Cerebro ya era definitivamente uno más del grupo. Su testosterona podía palparse. Con esos ojazos enormes seguía en detalle a cada niña que se cruzaba frente nuestro, y sólo algunos minutos más tarde ya nos comentaba en voz baja las características de las bellezas que tenía ante sí. A este ritmo, no pasó mucho para que esos comentarios se hicieran directamente sobre el destinatario. Es decir, sobre esas chicas que caminaban alegremente por la noche serrana.
La Vaca Echada, el célebre boliche de Santa Rosa, fue el destino del grupo de amigos, porque ya era uno solo. Nos tomamos unos minutos para reconocer la arquitectura del lugar y nos mezclamos con la jauría, como quienes necesitan un instante para sumarse a un banquete infernal.
A esas horas, Carlos ya estaba totalmente desbocado. Entre el deseo que nacía ferviente de sus entrañas y la peligrosa mezcla de alcohol con energizante no pudo contener las toneladas de libido acumuladas en una vida entera y se abalanzó como un predador sobre absolutamente todas las mujeres de la discoteca.
Empezó con un tímido “¿querés bailar?”, continuó con piropos de baja calidad poética: “¿qué pasa, hay huelga en el cielo que los ángeles están en la tierra?”; para finalizar ya con un lamentable “adiós corazón de arroz… ¡esta que me cuelga es para vos!”. En todas esas instancias, Carlos lo intentó todo. Fue simpático, sagaz, mentiroso, prepotente y hasta un hábil bailarín, pero no pudo obtener el favor de ninguna de las mujeres que habitaban aquel antro.
Quizás porque no tuvo suerte, quizás porque su deseo sólo era pasar una noche de desenfreno pero mantenerse fiel a su amada. Lo cierto es que, esa noche, Carlos dejó la perfección de lado. O, más bien, se comportó como lo que era: un joven brillante que cada tanto se toma la licencia de comportarse como uno más en la multitud.
Pasó la noche. Nosotros, sus amigos, que también habíamos acabado solos, debimos ayudarle a regresar al camping pues Carlos apenas si podía caminar. Al día siguiente, nos comportamos como cualquiera se comportaría cuando su amigo pasa una noche alocada, prohibida: con crueldad. Y Carlos lo aceptó con hidalguía. Sabía que él sería el centro de todas las bromas cuando el grupo se sentara a repasar las anécdotas de una noche increíble.
Sabía, sí, pero no contaba con nuestra particular manera de hacernos burla. “¡Si no nos pagás un asado le contamos a tu novia lo que hiciste!”, vociferábamos entre risas. “La próxima vez que nos juntemos, tratá de que tu novia no entienda ninguna indirecta… ¡pulpo! ¡No nos dejaste avanzar a ninguna mina!”, decía otro. Y así se sucedían las gastadas, una tras otra, hora tras hora. Carlos, que se supone un tipo inteligente, cayó en la trampa, pues en un momento hasta pensó que sus amigos de toda la vida podrían traicionarlo en serio. Temió en un momento de poca lucidez que quienes más quería podrían revelar su secreto: se había portado mal. En realidad no se había portado mal, pero lo había intentado con todas sus energías.
Terminaron las vacaciones y el regreso de Carlos fue en el más absoluto de los silencios, mientras sus amigos continuaban con las burlas de rigor. A Carlos cada palabra le entraba por sus oídos como una aguja caliente. Le dolían.
De pronto, a poco de regresar a Córdoba, un miedo indescriptible invadió su alma con la misma violencia con la que el mar golpea las rocas en algún acantilado perdido en el universo. “Mi novia no se puede enterar”, pensó. Pero tras un pequeño trabajo de deducción, entendió que se había portado bien, que no tenía nada que esconder porque fue fiel a su amada.
Ante la posibilidad de que las bromas y los chistes hicieran referencia a cosas que no habían pasado, apenas llegó a la ciudad fue a ver a su novia, la miró fijo a los ojos y le dijo, con la voz entrecortada: “Amor de mi vida, que con tus ojos iluminas mi camino, el sábado en Santa Rosa me alcé un pedo de novela. Todo lo que te digan los chicos son mentiras. Te amo”.