lunes, 29 de marzo de 2010

La tragedia del control remoto

El hombre que quería ser intelectual se dio por vencido ante la evidencia irrefutable de que nunca sería intelectual. Cuando llegó a esa conclusión, simplemente optó por ceder ante los placeres terrenales empezando por uno chiquito, mas no menos importante que cualquier otro, como tener una Ferrari, por ejemplo.

En un arrebato económico -en otras palabras, tenía unos pesos-, fue a la empresa de cable y contrató el servicio. El más básico, por supuesto, porque el hombre que quería ser intelectual no era intelectual pero era sabio: primero hay que gatear, y después caminar.
Así las cosas, cerró rápidamente el trato, porque las empresas, cuando venden, son expeditivas. Pero cuando tienen que dar de baja un servicio, dan cuantas vueltas pueden hasta atarte al destino irremediable: jamás te librarás de ellas.
Con el ok de la empresa, el hombre que quería ser intelectual pero era demasiado vago para leer mucho consiguió un viejo televisor en un compra-venta de la calle Lima-Santa Rosa. Por su estado dinosáurico, le explicaron que necesitaba un aparatito con un nombre bastante extraño: conversor. El conversor viene también con control remoto, que en realidad no es tan remoto, porque para tener el control del aparato hay que estar bien cerca. Pero más allá de detalles lingüísticos, en apenas un par de días el hombre que quería ser intelectual pero sencillamente no le daba la cabeza contaba con todas las armas: televisor, conversor, control remoto y servicio de cable.
Para completar el ocio, el hombre que quería ser intelectual pero se extravió en la ruta del conocimiento porque no tenía para el peaje de la universidad decidió que todo el aparataje debía instalarse en la habitación, ese pequeño lugar en donde él aprovechaba para saciar el vicio de leer. En realidad, leía para dormirse antes y cuando no tenía sueño jugaba al solitario porque le aburría leer.
Con la televisión por cable con conversor en su habitación, el hombre que quería ser intelectual pero que logró sólo la conclusión de que nunca podría serlo se transformó en un teleadicto, un as del dedo gordo. En poco tiempo, se asombró de su propia inteligencia, pues podía manejar el control remoto si mirarlo y a oscuras. No miraba la tele, cambiaba de canal. Era un verdadero genio del zapping. Y se había aprendido todas las funciones de ambos controles (uno de la tele y el otro del conversor) rápidamente. Programaba memorias; le decía que se apague en 30, 60, 90 o 120 minutos; agrandaba la pantalla, achicaba la pantalla; apretaba el cero y lo dejaba para que vuelva al canal anterior, y todas las funciones imaginables que puede tener un Telefunken del año 80 y un conversor herrumbrado.
Sin embargo, no contaba con la pesadilla de los zappineros (perdón por la palabra recién inventada). El peor dolor de un tipo que mira la tele: el extravío.
Era una noche cualquiera, cuando el hombre que quería ser intelectual pero carecía de intelecto giraba entre las sábanas con dibujitos de Meteoro y las dos almohadas rellenas de lana  mirando CSI Estambul, haciendo tiempo mientras pasaba la tanda publicitaria del entretiempo de Camabaceres – Flandria. Esperó paciente los 15 minutos despuntando el vicio con un par de asesinatos descubiertos por la pericia de la medicina forense turca cuando quiso cambiar de canal y ¡oh sorpresa!, no encontraba el control remoto.
Con paciencia, giró un par de veces en sí mismo moviendo sus brazos con lentitud entre las sábanas de Meteoro pero no hallaba la llave de su nueva felicidad. Tenía a mano el control de la televisión, pero no servía para nada, pues no cambiaba los canales del cable. Con los conversores, vale la pena explicarlo, la TV se coloca en el canal 3 o 4 para sintonizar el aparato, que es el que al fin y al cabo nos permite mirar las 80 porquerías que ofrece el cable. Entonces, sin control remoto del conversor, no hay zapping, y sin zapping, la vida es una porquería.
Pasaron varios minutos y CSI Estambul había terminado, pero el hombre que quería ser intelectual pero le llevó cuarenta años darse cuenta que era un perfecto estúpido comenzó a perder los estribos. Saltó de la cama, encendió el velador y se rascó la cabeza, mientras la panza avanzaba sobre su calzoncillo Playboy blanco con tonos amarillos. Apoyó el brazo libre, el que no usaba para rascarse la cabeza, sobre el rollo que había crecido precisamente para apoyar el brazo en jarra y pensó. Pensó como nunca lo había hecho. Y miró, miró con atención la pequeña cama. Pero nada, el maldito control remoto no aparecía.
En un rapto de inteligencia, se agachó para ver debajo de la cama, mas tampoco estaba.
Ya frenético, revoleó las almohadas, batió violentamente las sábanas, pero nada. Con los ojos inyectados de la furia, tomó el colchón, también de lana, color gris y con rayas blancas verticales, y lo sacudió con todas sus fuerzas. Era un espectáculo maravilloso, porque las olas comenzaban en su flácido torso y continuaban rítmicamente hacia el colchón, hasta que Eureka, apareció el control remoto, que se había encajado en una de las fisuras de la tela gris con rayas blancas horizontales.
El problema fue que, debido a la violencia del sacudón, el mágico aparatito salió despedido violentamente y golpeó contra la pared lateral, la que se opone a la ventana que da a un pasillo de un PH del año 20 y se destrozó en mil pedazos.
El hombre que quería ser intelectual pero se sentía perdido sin un aparato insignificante lloró. Lloró como nunca antes. Dejó correr las lágrimas por sus pómulos redondos durante varios minutos. Explotó en llanto por lo injusta que había sido la vida con él. Se lamentó por todo lo que había perdido en su vida. Se lamentó por toda su vida, completita.
Y después de llorar, miró el infinito, que en este caso terminaba en la pared opuesta del pasillo, endureció sus músculos, meneó su abdomen relajado y se dijo :”no me va a ganar un control remoto”. Fue a la cocina, que estaba exactamente al lado y cumplía las funciones de cocina, comedor, living, lavadero y patio, tomó la escoba, esas de plástico bien baratas, la llevó de vuelta a su habitación, desenroscó el escobillón y lo tiró, se acostó nuevamente y, haciendo puntería, comenzó a cambiar de canal directamente sobre lo botones del conversor con el palo desnudo. Era un poco más difícil, porque uno no podía saltarse los números. Si quería ver el canal 44 y estaba en el cuatro, debía apretar el botoncito del más 39 veces. Y si quería regresar, debía repetir la operación pero sobre el botoncito del menos.
Así pasó esa noche y las cinco siguientes, pues descubrió que las empresas tardan poco en vender un servicio pero mucho en repararlo.
Sin embargo, el hombre que quería ser intelectual pero era un verdadero pelotudo esbozaba una sonrisa cada vez que le embocaba con el palo de la escoba al botón del más: había superado un escollo. Era el hombre contra la máquina, el hombre contra la naturaleza, y había vencido el hombre. Por fin, en sus cuarenta años de vida, había cumplido con la profecía que a otros les lleva mucho menos.

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