El Caminante es un hombre sabio. Conoce mejor que a sí mismo la calle, y todas las aventuras y desventuras posibles en el gris asfalto. Su sabiduría no procede de algún libro, o de una escuela; él camina la calle, en el sentido más literal de la palabra. Por lo tanto, está conciente de todos los peligros que se presentan en cada rincón de la ciudad, pero fuera de las casas, pues camina, no anda entrando en hogares ajenos.
Con deseos de transferir su experiencia, a fin de mejorar la vida de los otros, El Caminante me reveló un secreto que no había contado a nadie. Se propuso, en base a su citada sabiduría, a relatarme, o mejor dicho, advertirme, sobre el peligro más grave y apremiante de las calles. Usted, amable lector sugestionado por las luces de la televisión, los ruidos de la radio y la tinta del papel ya habrá imaginado que estamos hablando de la violencia aplicada desde los sectores más bajos de la sociedad (en el sentido económico), pero está absolutamente equivocado.
En confidencia, casi hablando al oído, El Caminante me confió el peligro más apremiante de la ciudad: cruzar la calle cuando los coches que van por la arteria opuesta pueden doblar. Aunque se refirió a una esquina en particular, tanto él como yo sabíamos que el caso era universal y se aplicaba a todas las esquinas de Córdoba.
Una noche de poca luz y tenue llovizna, con el cielo rojo y el frío entrando por cada pequeño poro de la ropa, El Caminante se disponía a cruzar el bulevar Guzmán, cuando se intersecta con la avenida Olmos. Estaba parado en la esquina derecha, la de numeración par, para ser más preciso, a la cual llegó cuando aún no tenía permiso para seguir, pues el semáforo de Guzmán estaba en verde.
Como siempre se consideró un hombre respetuoso de las leyes, e imaginó que desde su conducta alguna vez podía provocar imitaciones, El Caminante no se aventuró hacia el asfalto corriendo como un histérico apurado; esperó su turno pacientemente, protegido por el techito de la Boutique del Automóvil.
Cuando el semáforo le dio el permiso, entonces se adelantó unos pasos para continuar por su senda, pero un sonido repentino frenó su marcha. Era un automóvil que transitaba por Olmos y pretendía doblar por el bulevar para tomar rumbo a la Terminal de Ómnibus. En realidad, no pretendía doblar, dobló sin más. Sin siquiera detenerse a pensar que a pocos centímetros de su metal estaban las piernas de un infeliz que se moría de frío y quería llegar a casa. Sólo pasó.
El Caminante, sorprendido, volvió en sus pasos y se quedó en el borde de la vereda mirando fijamente al conductor de aquél automóvil endemoniado. Todo duró apenas un par de segundos. Los suficientes como para que El Caminante intentase una vez más cruzar la calle y tenga que regresar rápidamente a la vereda, transformada a estas alturas en un sitio placentero y seguro, para evitar otra embestida. Esta vez era un Peugeot amarillo, con una lucecita roja en el extremo izquierdo del parabrisas. No hacía falta ser un genio para notar que se trataba de un taxi. Luego del coche de alquiler, pasó un Fiat Duna a toda velocidad, doblando sin rebajar la marcha; apenas apretó un poco el freno y luego, saliendo de la curva, volvió a acelerar. Evidentemente era un chofer experto en las reglas del automovilismo, sólo que las reglas del automovilismo se aplican en los autódromos, pedazo de idiota.
Pasaron varios coches y El Caminante seguía clavado en el borde de la calle, dando pasos de baile para evitar la muerte: bajaba su pierna izquierda del cordón de la vereda, subía su pierna izquierda al cordón de la vereda porque doblaba otro coche. Luego repetía la misma escena con la pierna de derecha, y otra vez a regresar al punto de partida.
Así pasó el tiempo que dura el semáforo hasta que, de nuevo, los coches que aguardaban su turno por bulevar Guzmán partieron cada uno a su destino. Y El Caminante, parado cual estatua bajo la fría lluvia.
En el siguiente semáforo, la escena se repitió. Sólo que El Caminante ya no tenía tanta paciencia e insultaba a cada automóvil que no respetaba esa máxima de “la prioridad la tiene el peatón”. Incluso ensayó unos escupitajos esperando que algún automovilista frenase y le permitiese descargar toda su ira. Pero ninguno se detuvo, o porque no se dieron cuenta de la afrenta o bien porque no se animaron a pelearse con un tipo que, parado en una esquina, andaba escupiendo autos.
Una vez más tuvo que esperar El Caminante hasta que decidió torcer sus convicciones o se quedaría estacado en esa esquina por siempre.
Mientras los coches de Guzmán gozaban de la luz verde, nuestro héroe bajó del cordón de la vereda, algo no permitido, mucho menos para un peatón modelo, y avanzó unos pasos sobre la calle, los suficientes como para que ningún automóvil impactara sobre su humanidad. Luego, dio otros pasos hacia su izquierda y se paró prácticamente delante de un auto que, sobre Olmos, pretendía doblar hacia la Terminal. Así, impidió su paso y, cuando el semáforo cambió de luz pudo avanzar, lentamente, para que el automovilista tenga que esperar a doblar, hacia su destino.
Desde ese día, El Caminante repitió la costumbre cada vez que le tocaba cruzar una calle: se paraba sobre el asfalto y no en la vereda, es decir, no respetó las leyes.
El mayor peligro, me confió, no fue sólo el hecho de que casi lo atropellan como veinte automóviles, si no que debió traicionarse a sí mismo para seguir adelante.
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