
La aparición de la gripe A, o gripe porcina, recuperó un viejo postulado médico originado en el genio de un tal Louis Pasteur.
Ya en el siglo XIX, Pasteur revolucionaba la ciencia con un consejo tan básico como fundamental: “lávense las manos muchachos”. Y si bien en los años posteriores los médicos repitieron estas palabras a sus pacientes, no tuvieron tanto éxito hasta la aparición de la gripe A. Recién en 2009 entendimos que hay que estornudar o toser sobre el antebrazo; que hay que llevar encima un potecito de alcohol, y que hay que lavarse las manos setescientacincuentaysietemildoscientasquince veces por día.
Pero si bien para el grueso de la comunidad la enfermedad representó al fin y al cabo una oportunidad para doctrinarse en el cuidado de todas las enfermedades contagiosas, para otros supuso un calvario. Tal es el caso de Miguel Pablo Ansietti, quien se tomó a pecho esto de la precaución y sufrió, y sufre, horrores por su prudencia.
Cuando se enteró de la gripe A, allá por abril del año pasado, Miguel Pablo Ansietti se sentó en su computadora y recopiló toda la información necesaria para evitar el contagio de la enfermedad, tal como lo había hecho con el dengue.
Así fue como comenzó a ordenar su vida a partir de la precaución, para no contraer la influenza. Se compró un barbijo 3M con todos los avances tecnológicos -pidió uno con radio incorporada pero, con desilusión, comprobó que la rama no estaba tan avanzada todavía- y obedeció cada consejo médico con tanta devoción que en algunos casos tosía a propósito para cubrirse con su antebrazo.
El calvario de Miguel Pablo nació pocas horas después de averiguar sobre la importancia del principio de Pasteur para evitar el mal. Leyó con atención cómo un virus incluso podía posarse en el grifo del baño y actuó en consecuencia.
Corrían los primeros días de mayo cuando Ansietti leyó la información sobre el lavado de manos. Pocas horas después, su estómago le exigió una rápida visita al baño. Por suerte, estaba en su casa. Entró, hizo lo suyo y enfrentó la parte más delicada: el lavado de manos. Abrió la canillla de agua caliente, por las dudas, tomó el jabón líquido último modelo que había comprado la noche anterior y untó una buena cantidad en sus manos. Después de frotarse aproximadamente por quince minutos, se enjuagó, cerró el grifo y se dispuso a salir del baño.
Pero comprobó que había abierto la canilla con las manos sucias y, por lo tanto, posiblemente algunos virus se quedaron en el frío metal, eliminando la efectividad de su minucioso lavado. Regresó rápidamente al lavatorio y repitió la escena. Pero, otra vez, tenía que cerrar el grifo. Desesperado, pegó un grito, se sentó sobre el inodoro y comenzó a pensar una manera para evitar cualquier contacto con alguna región que él mismo haya tocado antes de lavarse las manos.
Tras varios minutos de reflexión, decidió tomar primero el jabón líquido, frotarse bien las manos, abrir la canilla después, enjuagarse, cerrar la canilla y salir del puto baño. Mas había otro problema: había tocado el envase del jabón con las manos llenas de virus de gripe A (a estas alturas, Ansietti estaba convencido que en su palma dormía el maldito bichito).
Por lo tanto, antes de salir del baño regresó hacia el envase plástico y lo lavó minuciosamente. Pero, otra vez, había tocado el envase, por lo cual debería lavarse una vez más las manos, y así sucesivamente hasta el infinito.
Las crónicas señalan que Ansietti aún hoy se encuentra en el baño de su casa, totalmente desnudo, lavándose permanentemente, ya sin jabón, porque se le acabó, y gritando muy fuerte “¡no me atraparás!”
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