viernes, 31 de marzo de 2017

Golpes

En la madrugada del 28 de junio de 2009, el presidente hondureño Manuel Zelaya era asaltado en su hogar por una fuerza militar que, a punta de pistola, lo secuestró junto a su esposa y lo sacó del país en un helicóptero.
Fue el primero de una serie de golpes blandos, liderados por una fuerza republicana, el Congreso, contra el ejecutivo. Fue la reacción de la derecha contra los gobiernos progresistas, ante la imposibilidad de superarlos por las urnas.


El 21 de junio de 2012 el Congreso paraguayo aprobaba la realización de juicio político al presidente Fernando Lugo por la masacre de Curuguaty.
En tiempo récord, el Parlamento concretó el juicio político y el 22 de junio destituyó al presidente Lugo.

El 31 de agosto de 2016, Dilma Rousseff era destituida luego de un largo y vergonzoso proceso liderado por la oposición de derecha, liderada por Eduardo Cunha, ya condenado a 15 años de prisión por corrupto.
La sucedió el vicepresidente, Michel Temer, a cargo de uno de los gabinetes más impresentables de Latinoamérica.

Estos son los casos en los que la destitución culminó con éxito, en una modalidad de golpe blando que se repitió en varias oportunidades en el nuevo milenio: sin la participación directa de las Fuerzas Armadas, sino a través del Congreso, liderado por fuerzas opositoras al ejecutivo.

Esta modalidad otorgaba un halo de presunta legalidad a las destituciones, la suficiente como para que los sectores afines a los golpistas inventaran excusas más o menos lógicas y evadieran referencias directas a un golpe de Estado.

Pero lo fueron. Sin lugar a dudas, lo de Paraguay, Honduras y Brasil fueron golpes de Estado, movilizados por la población civil, liderados por la oposición política, mediante vericuetos legales en procesos realmente vergonzosos.

Venezuela y el golpe

El gobierno de Nicolás Maduro afronta serios inconvenientes económicos y sociales, y su popularidad ha mermado considerablemente, al punto que perdió las elecciones de medio término por una importante diferencia.

Con pocas perspectivas de permanecer en el poder, ante una parálisis preocupante por el empate técnico ante un Congreso empeñado en lograr la destitución, acosado por la presión internacional y por una región que ya dejó de ser progresista para inclinarse, casi sin escalas, hacia el conservadurismo más rancio, el gobierno venezolano acudió a argucias legales para derribar un poder republicano. Y eso, es golpista.

¿Atenuantes? Sí, muchos. La naturaleza de una oposición variopinta, casi circense, unida bajo el espanto al chavismo y golpista por convicción. La agresión permanente de parte del establishment mundial, demonizando procesos democráticos y ocultando triunfos sociales (especialmente en la primera parte del chavismo). El acoso de gobiernos vecinos que deberían ser aliados. El rechazo a la integración venezolana a espacios regionales.

Atenuantes hay a montones, pero eso no justifica de ningún modo que dos de los tres poderes republicanos avancen sobre el restante, si el análisis parte de la democracia como piso de aceptación. Ni siquiera teniendo en cuenta el espíritu poco proclive a los valores democráticos de la oposición.

Si antes fue condenable, hoy también es condenable. Lo interesante, al hacer un rápido análisis mediático, es que el efecto inverso no se dio con tanta naturalidad. Lo que hoy se calificó como un GOLPE, así con mayúsculas; lo que hoy motivó análisis encendidos, retiro de embajadores, críticas veladas, lo que sirvió como una oportunidad para atacar a todas las fuerzas progresistas del mundo, ayer no fue lo mismo.

Sería interesante que el criterio se unificara en todos los sentidos.  

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