Fue el primero de una serie de golpes
blandos, liderados por una fuerza republicana, el Congreso, contra el
ejecutivo. Fue la reacción de la derecha contra los gobiernos
progresistas, ante la imposibilidad de superarlos por las urnas.
El 21 de junio de 2012 el Congreso
paraguayo aprobaba la realización de juicio político al presidente
Fernando Lugo por la masacre de Curuguaty.
En tiempo récord, el Parlamento
concretó el juicio político y el 22 de junio destituyó al
presidente Lugo.
El 31 de agosto de 2016, Dilma Rousseff
era destituida luego de un largo y vergonzoso proceso liderado por la
oposición de derecha, liderada por Eduardo Cunha, ya condenado a 15
años de prisión por corrupto.
La sucedió el vicepresidente, Michel
Temer, a cargo de uno de los gabinetes más impresentables de
Latinoamérica.
Estos son los casos en los que la
destitución culminó con éxito, en una modalidad de golpe blando
que se repitió en varias oportunidades en el nuevo milenio: sin la
participación directa de las Fuerzas Armadas, sino a través del
Congreso, liderado por fuerzas opositoras al ejecutivo.
Esta modalidad otorgaba un halo de
presunta legalidad a las destituciones, la suficiente como para que
los sectores afines a los golpistas inventaran excusas más o menos
lógicas y evadieran referencias directas a un golpe de Estado.
Pero lo fueron. Sin lugar a dudas, lo
de Paraguay, Honduras y Brasil fueron golpes de Estado, movilizados
por la población civil, liderados por la oposición política,
mediante vericuetos legales en procesos realmente vergonzosos.
Venezuela y el golpe
El gobierno de Nicolás Maduro afronta
serios inconvenientes económicos y sociales, y su popularidad ha
mermado considerablemente, al punto que perdió las elecciones de
medio término por una importante diferencia.
Con pocas perspectivas de permanecer en
el poder, ante una parálisis preocupante por el empate técnico ante
un Congreso empeñado en lograr la destitución, acosado por la
presión internacional y por una región que ya dejó de ser
progresista para inclinarse, casi sin escalas, hacia el
conservadurismo más rancio, el gobierno venezolano acudió a
argucias legales para derribar un poder republicano. Y eso, es golpista.
¿Atenuantes? Sí, muchos. La
naturaleza de una oposición variopinta, casi circense, unida bajo el
espanto al chavismo y golpista por convicción. La agresión
permanente de parte del establishment mundial, demonizando procesos
democráticos y ocultando triunfos sociales (especialmente en la
primera parte del chavismo). El acoso de gobiernos vecinos que
deberían ser aliados. El rechazo a la integración venezolana a
espacios regionales.
Atenuantes hay a montones, pero eso no
justifica de ningún modo que dos de los tres poderes republicanos
avancen sobre el restante, si el análisis parte de la democracia
como piso de aceptación. Ni siquiera teniendo en cuenta el espíritu
poco proclive a los valores democráticos de la oposición.
Si antes fue condenable, hoy también
es condenable. Lo interesante, al hacer un rápido análisis
mediático, es que el efecto inverso no se dio con tanta naturalidad.
Lo que hoy se calificó como un GOLPE, así con mayúsculas; lo que
hoy motivó análisis encendidos, retiro de embajadores, críticas
veladas, lo que sirvió como una oportunidad para atacar a todas las
fuerzas progresistas del mundo, ayer no fue lo mismo.
Sería interesante que el criterio se
unificara en todos los sentidos.
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