jueves, 16 de marzo de 2017

La Epifanía

El pasillo del quinto piso del remozado Hospital Córdoba brillaba con un destello celestial, o al menos con la idea blanquecina que tenemos del cielo. Las luces blancas se fundían sobre el blanco de las paredes, los mosaicos, las vestimentas del personal y las fundas de las camillas estacionadas en los costados del pasillo hasta formar una masa uniformemente blanca, insoportablemente blanca.



Los únicos colores estaban en las caras de los portadores del blanco y en un desubicado, yo, que caminaba asqueado de tanto blanco con un horrible pullover rojo carmesí con cuello tortuga. Pero el sentimiento de oveja roja en un rebaño celestial era menos perturbador que la sensación insoportable de estar en el cielo. Si yo fuese a internarme en un hospital, preferiría un entorno más bien terrenal, hasta mugriento, lejos del blanco y de cualquier identificación, por más nimia que sea, con el Reino de los Cielos. Si blanco es cielo, a mí dame marrón oscuro, aunque al pobre marrón se lo asocie con la mugre.
El blanco, uno de los colores más presumidos, implica pulcritud, limpieza, ausencia de impurezas. Por lo tanto, esa blancura insoportable a mis ojos, y tenebrosa a mi mente, pretendía emular la limpieza perfecta, la virginidad del velo de las novias, y no el cielo, ni la muerte. Pero para mí, el blanco es angelical, y angelical es el cielo. Y si me internan en un hospital, aunque sea por un pedo atravesado, no me interesa en lo más mínimo sentirme cerca del cielo.
La perturbación era tan fuerte que me afectaba aun siendo yo un simple visitante de pullover rojo con cuello de tortuga, un bichito colorado que no llamaba la atención de ninguna de esas caras que flotaban sobre la masa blanca, que caminaba jadeando porque no quiso esperar el ascensor de puro impaciente, y que sólo iba a ver cómo estaba su amigo, un filósofo atribulado por los males del universo, a quien en plena reflexión mística un automóvil lo levantó por los aires y lo dejó culo contra el suelo, con una pata en el cielo y la otra pata en esa emulación desesperante del celestial infinito.
Pero cualquier tribulación sobre mis temores o el funcionamiento de mis pulmones fueron rápidamente olvidados cuando vi los despojos de Aníbal, mi amigo, la razón de mi tortuosa visita. Dos enormes cicatrices dibujaban un mapa medieval sobre el cráneo desnudo, reemplazando una célebre mata negra y lacia, y una enorme hematoma teñía el ojo y pómulos derechos de tonos violáceos y amarillentos, que en otro contexto, como un amanecer, podrían haber sido poéticos, pero puestos allí, le deformaban la cara.
Justo cuando estaba por pensar en la magnitud de los significados semióticos, por qué esos colores son hermosos en un amanecer y horribles en un rostro golpeado, Aníbal se distinguió de la marea blanca con una sonrisa, de las más espantosas que vi en mi vida. Era una sonrisa drogada, adolorida; una sonrisa de ojos cansados y llorosos; una sonrisa incompleta porque ahí, adelante, a Aníbal le faltaban un par de dientes. Era una sonrisa llamativa, la primera actriz de un teatro de lesiones que por poco no me impide seguir viendo ese lastimoso panorama, porque Aníbal tenía también el brazo y pierna derechos inmovilizados por sendos yesos que ocultaban tornillos y operaciones.
Su situación entonces no ofrecía motivos para el jolgorio, pero extrañamente su ánimo era muy bueno. Al verme, sacudió el brazo bueno y me ofreció su sonrisa incompleta sin complejos. Yo supuse que se sentía afortunado porque, al fin y al cabo, la había sacado barata. El violento accidente le dejó el recuerdo de sus besos al pavimento y algunos achaques que, teniendo en cuenta el contexto, eran menores. Pero pronto descubrí que el alivio de encontrarse con vida y más o menos entero no era la fuente de esa inoportuna alegría. Entre porrazo y porrazo, Aníbal había vivido una epifanía.
La primera vez que mencionó la palabra epifanía, me alegré. Creía que por fin se había dado por enterado de sus problemas, que eran muchos y bastante jodidos. Que por fin se afeitaría esa pelusa desagradable que perseveraba en sus mejillas, porque siempre fue lampiño, que sacaría el título de filosofía que adornaba las paredes desnudas del desvencijado departamentito que ocupaba en Yapeyú, un humilde barrio cordobés, y se pondría a laburar en algo que le gustara y que duraría en ese trabajo por lo menos un par de años, sin que un patrón lo echase de una patada en el culo, cansado de sus rezongos existenciales para justificar el olvido de un encargo, o de sus argumentos anticapitalistas para explicar por qué se robaba el dinero de la caja.
Aníbal era un buscavidas disfrazado de intelectual atormentado, era un Bukowski que no sabía escribir y que solía hablar huevadas, una tras otra. Era un ser torturado y malhumorado, que acudía insistentemente al deporte nacional argentino, la queja, para evitar un mea culpa tan necesario como inevitable. Era un tipo que empleaba buena parte de su tiempo y de su conocimiento en hurgar en argumentos de los más extraños para tercerizar responsabilidades; era un privatizador de la culpa, experto en encontrar demonios y conspiraciones que evitaban su progreso y le permitían salir indemne de las cagadas que se mandaba; como si el mundo, el destino, Dios o quién fuera estuvieran preocupados por cagarle la vida, una y otra vez.
Uno de sus delirios predilectos contra el mundo lo situaba, con amarga soberbia, como el paladín de la belleza. Un superhéroe trágico que defendía solito la importancia simbólica de la belleza en sociedades que se entregaban a la eficiencia como grupies a un músico famoso. Él no era un ser humano eficiente, él era como Sócrates, siempre se comparaba con Sócrates (aunque nunca supe qué tenía de lindo Sócrates, yo no soy de esos que leen), quien ni siquiera escribió una línea sobre un papel, sino que dedicó todo su esfuerzo a pensar sentado en un banquito y logró que sus palabras trascendieran al tiempo. Y alguien, suponía Aníbal, le pagaba la comida, porque ni siquiera Sócrates podría vivir de sus palabras.
Hoy, un pensador es un vago, un paria, un outsider de la sociedad que si no logra transformar sus ideas en un proyecto concreto que reporte un beneficio tangible es un perdedor, protestaba desde su blog contestatario, que leíamos dos o tres amigos. Por eso él era un perdedor, por eso andaba sin un peso, porque su misión en el mundo era cambiar el mundo, nada menos.
Esa postura, tan adolescentoide, tan irracional, tan pelotuda, nos estaba cansando. Nosotros, sus amigos, tratábamos de aguantarlo como podíamos, aunque cada vez nos resultaba más difícil.
Aníbal, en su papel de desencantado, de Quijote simbólico, de Superman del inconsciente colectivo, era insoportable. Para sostener su fracaso, para seguir viviendo en el país de Alicia y evitar autocríticas, Aníbal odiaba a todo y a todos. Era de esos tipos que pueden encontrar un defecto hasta en los pedos de un bebé; capaces de renegar porque su equipo salió campeón; buscadores de pensadores y frases pseudointelgentes para cagar el sentido de un chiste; ácidos como el limón y negativos como el culo de una pila. El personaje del intelectual carcomido por las miserias humanas, el del hombre sensible dolineano que luchaba contra la dictadura de la eficiencia desde una tribuna de veinte centímetros construida con cartas de póker, le había robado el alma y no había forma de sacarlo de ese lugar. Casi no sonreía, y si lo hacía era una sonrisa maligna, irónica, manchada de críticas ácidas y puteadas sutiles.
Tanto enojo, tanta ironía, tanta acidez, tanto despecho contra el mundo, tanto llanto irracional de enamorado ya nos tenía hinchados las pelotas. Nosotros, sus amigos, éramos adultos y lidiábamos con problemas adultos, como pagar la luz o mandar a los chicos a la escuela, y él seguía con la diatriba de luchar contra los demonios ocultos del mundo.
La diferencia, entonces, era inevitable; la bifurcada, profunda y odiosa. Nosotros, los amigos de toda la vida, los que nos conocimos en el club del barrio a tan corta edad que ni siquiera necesitábamos de esas estúpidas coincidencias que necesitan los adultos para ser amigos, le dábamos la espalda a un integrante original de la barra. A un petiso de pelo morocho y lacio que se había transformado en un pequeño forúnculo, de esos que torturan sin importar la postura que uno adopte, de esos que duelen las 24 horas y los siete días de la semana, hasta que uno se lo quita de encima con un bisturí.
Esa grieta se había tornado tan profunda que fui el único en visitarlo en el hospital, y el único en ser testigo presencial de su epifanía.

Entusiasmado, y positivamente elocuente, Aníbal no ahorró palabras en relatarme, hasta el mínimo detalle, cómo fue su aventura, porque así la calificaba, como una aventura. Me dijo que caminaba por la avenida Olmos, atrapado en su acostumbrado péndulo emocional de invierno, de putear contra las injusticias de la vida a putear porque el frío le calaba los huesos y él apenas tenía una sucia y gastada campera de jean, única herencia paternal, para combatirlo. Pero en esa fría tarde de julio, el subibaja estaba inclinado hacia las preocupaciones existenciales, por una razón bien tangible: venía de completar los trámites del seguro de desempleo, tras perder un trabajo por “diferencias irreconciliables”, que en su caso era la escena de siempre: un filósofo que combatía su incapacidad de adecuarse a las circunstancias de un trabajo corriente con una verborragia pseudoideológica generalmente dirigida al patrón, quien por último solía echarlo de una soberana patada en el culo. Era la cuarta vez en cinco años que se repetía la misma escena, que ya era tragicómica. Siempre la misma pelea, siempre la misma ineptitud, siempre la soberbia de sentirse superior a lo que estaba haciendo, siempre la tragedia de terminar en la calle, con la misma campera de siempre.
Así caminaba, entonces, en esa tarde helada, mirando hacia abajo, acercando el mentón a su mano izquierda, que al mismo tiempo sostenía las solapas de la campera; entrecerrando los ojos para proteger la mirada y pensando, pensando mucho.

El recuerdo lo acompañó hasta el cruce de avenida Olmos y Rivadavia. Después, sólo algunas imágenes puntuales, como si fueran fotografías sacadas por Peter Parker a un superhéroe que en vez de saltar tomado de una tela de araña, avanzara por la ciudad rebotando contra el asfalto, una y otra vez, como tomando impulso para viajar hasta el infinito. Ni vio, ni recordó al Mercedes Benz que, circulando por Olmos, giró impunemente hacia Rivadavia, justo cuando él cruzaba la calle. Eran imágenes perdidas de su cara besando el asfalto, revoleando los brazos como escudos estériles que no podían proteger el cuerpo del porrazo. Ni siquiera podía recordar el dolor, que apareció repentino y voraz después de dos días, cuando se despertó en el Hospital Córdoba, rodeado por el orgullo profesional de los médicos que celebraban con una sonrisa de oreja a oreja la rápida recuperación de ese paciente flaco, ex pelilargo y malhumorado.
Pero el accidente no era lo importante, apenas sirvió de aperitivo para referirse solapadamente a la bendita epifanía que se resistía a revelarme. Sólo me confesó sus sentimientos, la alegría que lo embargaba después de salvar milagrosamente su vida y la claridad repentina. Sentía que, por primera vez desde que se había recibido de filósofo, había encontrado su lugar en el mundo, había descubierto el sentido de la vida, o al menos de su vida.
Hasta veía el futuro con un optimismo tan insoportable que por un momento dudé de su juicio. Pensé que uno de los tantos golpes le había hecho perder la cordura, que algún cablecito se había cortado por la sacudida. No estoy tan mal, pronto me voy a recuperar, creo que todo va a andar bien, quiero viajar, conocer mi hermoso país... preocupaba un poco, pero no parecía alterado, sino más cuerdo que nunca. Al menos eso me dijo al advertir mi preocupación, porque era un tipo perspicaz. Me juró que no se le había roto ningún cable, sino que todo lo veía claro, pero se negó a contarme por qué mierda estaba tan contento, sólo me decía que no me preocupara por él, que saldría de esta y que viviría mejor que nunca.

Después de salir del hospital, desapareció. Volví a verlo un año después, en la terapia intermedia de una clínica privada. Esta vez lo había atropellado un Audi negro en la avenida Rafael Núñez, en pleno Cerro de las Rosas. Había cruzado la calle por la senda peatonal, correctamente, en una esquina que no tenía semáforos. El Audi, que iba a altísima velocidad, lo levantó por los aires como si fuera un papelito en medio de una tormenta de viento. Aníbal rebotó de nuevo contra el cemento y cayó en el cantero del centro de la avenida, adornado con hermosos lapachos rosas y lilas. Sufrió dos costillas rotas, un brazo fisurado y la pierna izquierda quebrada en dos partes. Afortunadamente, no tenía comprometido ningún órgano vital, por lo que saldría más temprano que tarde. Un poco maltrecho, es cierto, pero entero.
Ahí, todavía medio drogado por los sedantes, y algo perdido porque estuvo varios días en terapia intensiva, me reveló la verdad, esa epifanía que le había cambiado la vida.
En el Hospital Córdoba, en ocasión de su primer accidente, cuando todavía estaba recuperando la noción del tiempo y de las cosas, se le acercó un abogado, de traje marrón gastado y un portafolios de esos que usaban los escolares de los ochenta, que le ofreció el gran negocio: por un módico 10 por ciento, le armaría un caso espectacular contra el asesino del volante alemán que lo atropelló en el centro de la ciudad.
Todavía algo aturdido, Aníbal aceptó la oferta y rápidamente se olvidó de ella, hasta que el abogado volvió al hospital con un traje nuevo, un maletín negro, con combinaciones de seguridad, y doscientos mil pesos en una bolsa de plástico blanca. Aníbal recibió el dinero, le entregó treinta mil al abogado (diez mil más en agradecimiento por los servicios prestados) y se dio la gran vida.
Un año después se le acabó la plata, pero ya no podría andar seco como antes; probar la miel hace que el oso odie el pescado, me decía mientras con las manos cazaba mariposas imaginarias con la cara de Trotsky, Lenin, Bakunin, Nietzche, etcétera. Entonces fue al Cerro de las Rosas, en donde presumía que estaban los ricos, y esperó una nueva oportunidad.
Como Marlowe, detectó que al dueño de un Audi TT le gustaba correr por la Rafael Núñez, preferentemente por la noche, presumiendo a las chicas que se enamoran de los autos caros porque asumen que quien pueda comprar esos fierros, puede comprar otras cosas, y eso los hace sexys.
Lo estudió, lo midió, y cuando creyó que estaba listo, se le metió en el medio. Otra vez, lo levantaron por los aires, rodó por el asfalto y terminó en el hospital, con la misma suerte: golpes duros, salvajes, dolorosos, pero no mortales. Y otra vez logró un acuerdo extrajudicial en unas horas.
Cuando salió de la clínica, volví a perderlo de vista, pero seguí recibiendo noticias suyas porque ya era partícipe inevitable de su misión en el mundo. Era su confesor, su testigo y el encargado de divulgar su historia.
Las novedades me llegaban de su puño y letra, porque Aníbal renegaba de la tecnología, y me confirmaban que mi amigo seguía vivo, desafiando las rutas, embistiendo automóviles y gastándose la guita de los juicios.
Un año y medio después de salir de la clínica cordobesa, fue atropellado en Santa Fe por otro Mercedes Benz. Al cabo de un tiempo, lo levantó una Toyota Hilux, en San Juan. Esta vez, el accidente había sido en la ruta. Estaba subiendo la apuesta porque no sólo había encontrado un medio de vida, sino que halló la forma de cumplir con su misión como filósofo.
De acuerdo a su particular (o desopilante) mirada del mundo, Aníbal simbolizaba al hombre, desnudo y sin armas, contra el automóvil, uno de los productos más significativos de la mercantilización de la vida. “El auto es un objeto de estatus inmediato y omnipresente. Inmediato porque basta con ver el auto para darse cuenta de que su conductor tiene plata, y omnipresente porque gracias a su cualidad móvil, es el símbolo el que busca a la gente, y no la gente la que debe buscar al símbolo, como ocurre con las casas, por ejemplo”, me escribió desde Caracas, donde lo levantó un camión en plena ruta; había empezado a viajar por Sudamérica.
Se hizo atropellar por autos japoneses en Perú, por una Hummer en Santiago de Chile y por uno de esos armatostes estadounidenses que pesan como mil millones de toneladas y son puro fierro del más duro, en San Pablo.
Quizás intuyendo mis pensamientos, las cartas contenían largas y más o menos fundadas explicaciones sobre la consistencia de sus argumentos para hacerse pisar por autos en todo el continente. “No creas que estoy loco”, era la frase más encontrada en sus misivas, aunque sus esfuerzos fueron estériles porque nunca pudo convencerme de su cordura, aunque sí reconocí su felicidad. Y, la verdad, lo prefería así: loco y feliz, y no sensato y enojado.
Me decía que enfrentarse al peligro era su forma de luchar contra el mundo pragmático y eficiente hasta romperle las bolas; que pasaría a la historia como el pensador que puso el cuerpo, literalmente, para modificar la percepción simbólica del ser humano sobre las cosas; el sujeto que con su ejemplo destruiría al capitalismo por una opción superadora, que ubique al ser humano en el centro del universo. De paso, mientras montaba su revolución, ganaba buena plata con los juicios y se daba una vida que no se había dado nunca.
Según sus planes, la misión duraría todavía varios años más. Y si el cuerpo se lo permitía, escribiría sus memorias, firmaría con una editorial y haría un montón de guita vendiendo los libros de su historia, además de aparecer en los diccionarios tras su muerte y, por qué no, regalar su nombre a alguna calle; al fin y al cabo, estaba cambiando el mundo.
La última vez que me escribió fue desde México. Se dirigía a Estados Unidos, a desafiar al imperio, pero se había quedado sin plata, así que se hizo atropellar por un auto pequeño, para no arriesgar demasiado.

Después, siguió un absoluto silencio, hasta que lo descubrí leyendo el diario. No llegó a los diccionarios, pero al menos fue noticia, en policiales. 

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