El
pasillo del quinto piso del remozado Hospital Córdoba brillaba con
un destello celestial, o al menos con la idea blanquecina que tenemos
del cielo. Las luces blancas se fundían sobre el blanco de las
paredes, los mosaicos, las vestimentas del personal y las fundas de
las camillas estacionadas en los costados del pasillo hasta formar
una masa uniformemente blanca, insoportablemente blanca.
Los
únicos colores estaban en las caras de los portadores del blanco y
en un desubicado, yo, que caminaba asqueado de tanto blanco con un
horrible pullover rojo carmesí con cuello tortuga. Pero el
sentimiento de oveja roja en un rebaño celestial era menos
perturbador que la sensación insoportable de estar en el cielo. Si
yo fuese a internarme en un hospital, preferiría un entorno más
bien terrenal, hasta mugriento, lejos del blanco y de cualquier
identificación, por más nimia que sea, con el Reino de los Cielos.
Si blanco es cielo, a mí dame marrón oscuro, aunque al pobre marrón
se lo asocie con la mugre.
El
blanco, uno de los colores más presumidos, implica pulcritud,
limpieza, ausencia de impurezas. Por lo tanto, esa blancura
insoportable a mis ojos, y tenebrosa a mi mente, pretendía emular la
limpieza perfecta, la virginidad del velo de las novias, y no el
cielo, ni la muerte. Pero para mí, el blanco es angelical, y
angelical es el cielo. Y si me internan en un hospital, aunque sea
por un pedo atravesado, no me interesa en lo más mínimo sentirme
cerca del cielo.
La
perturbación era tan fuerte que me afectaba aun siendo yo un simple
visitante de pullover rojo con cuello de tortuga, un bichito colorado
que no llamaba la atención de ninguna de esas caras que flotaban
sobre la masa blanca, que caminaba jadeando porque no quiso esperar
el ascensor de puro impaciente, y que sólo iba a ver cómo estaba su
amigo, un filósofo atribulado por los males del universo, a quien en
plena reflexión mística un automóvil lo levantó por los aires y
lo dejó culo contra el suelo, con una pata en el cielo y la otra
pata en esa emulación desesperante del celestial infinito.
Pero
cualquier tribulación sobre mis temores o el funcionamiento de mis
pulmones fueron rápidamente olvidados cuando vi los despojos de
Aníbal, mi amigo, la razón de mi tortuosa visita. Dos enormes
cicatrices dibujaban un mapa medieval sobre el cráneo desnudo,
reemplazando una célebre mata negra y lacia, y una enorme hematoma
teñía el ojo y pómulos derechos de tonos violáceos y
amarillentos, que en otro contexto, como un amanecer, podrían haber
sido poéticos, pero puestos allí, le deformaban la cara.
Justo
cuando estaba por pensar en la magnitud de los significados
semióticos, por qué esos colores son hermosos en un amanecer y
horribles en un rostro golpeado, Aníbal se distinguió de la marea
blanca con una sonrisa, de las más espantosas que vi en mi vida. Era
una sonrisa drogada, adolorida; una sonrisa de ojos cansados y
llorosos; una sonrisa incompleta porque ahí, adelante, a Aníbal le
faltaban un par de dientes. Era una sonrisa llamativa, la primera
actriz de un teatro de lesiones que por poco no me impide seguir
viendo ese lastimoso panorama, porque Aníbal tenía también el
brazo y pierna derechos inmovilizados por sendos yesos que ocultaban
tornillos y operaciones.
Su
situación entonces no ofrecía motivos para el jolgorio, pero
extrañamente su ánimo era muy bueno. Al verme, sacudió el brazo
bueno y me ofreció su sonrisa incompleta sin complejos. Yo supuse
que se sentía afortunado porque, al fin y al cabo, la había sacado
barata. El violento accidente le dejó el recuerdo de sus besos al
pavimento y algunos achaques que, teniendo en cuenta el contexto,
eran menores. Pero pronto descubrí que el alivio de encontrarse con
vida y más o menos entero no era la fuente de esa inoportuna
alegría. Entre porrazo y porrazo, Aníbal había vivido una
epifanía.
La
primera vez que mencionó la palabra epifanía, me alegré. Creía
que por fin se había dado por enterado de sus problemas, que eran
muchos y bastante jodidos. Que por fin se afeitaría esa pelusa
desagradable que perseveraba en sus mejillas, porque siempre fue
lampiño, que sacaría el título de filosofía que adornaba las
paredes desnudas del desvencijado departamentito que ocupaba en
Yapeyú, un humilde barrio cordobés, y se pondría a laburar en
algo que le gustara y que duraría en ese trabajo por lo menos un par
de años, sin que un patrón lo echase de una patada en el culo,
cansado de sus rezongos existenciales para justificar el olvido de un
encargo, o de sus argumentos anticapitalistas para explicar por qué
se robaba el dinero de la caja.
Aníbal
era un buscavidas disfrazado de intelectual atormentado, era un
Bukowski que no sabía escribir y que solía hablar huevadas, una
tras otra. Era un ser torturado y malhumorado, que acudía
insistentemente al deporte nacional argentino, la queja, para evitar
un mea culpa tan necesario como inevitable. Era un tipo que empleaba
buena parte de su tiempo y de su conocimiento en hurgar en argumentos
de los más extraños para tercerizar responsabilidades; era un
privatizador de la culpa, experto en encontrar demonios y
conspiraciones que evitaban su progreso y le permitían salir indemne
de las cagadas que se mandaba; como si el mundo, el destino, Dios o
quién fuera estuvieran preocupados por cagarle la vida, una y otra
vez.
Uno
de sus delirios predilectos contra el mundo lo situaba, con amarga
soberbia, como el paladín de la belleza. Un superhéroe trágico que
defendía solito la importancia simbólica de la belleza en
sociedades que se entregaban a la eficiencia como grupies a un músico
famoso. Él no era un ser humano eficiente, él era como Sócrates,
siempre se comparaba con Sócrates (aunque nunca supe qué tenía de
lindo Sócrates, yo no soy de esos que leen), quien ni siquiera
escribió una línea sobre un papel, sino que dedicó todo su
esfuerzo a pensar sentado en un banquito y logró que sus palabras
trascendieran al tiempo. Y alguien, suponía Aníbal, le pagaba la
comida, porque ni siquiera Sócrates podría vivir de sus palabras.
Hoy,
un pensador es un vago, un paria, un outsider de la sociedad que si
no logra transformar sus ideas en un proyecto concreto que reporte un
beneficio tangible es un perdedor,
protestaba desde su blog contestatario, que leíamos dos o tres
amigos. Por eso él era un perdedor, por eso andaba sin un peso,
porque su misión en el mundo era cambiar el mundo, nada menos.
Esa
postura, tan adolescentoide, tan irracional, tan pelotuda, nos estaba
cansando. Nosotros, sus amigos, tratábamos de aguantarlo como
podíamos, aunque cada vez nos resultaba más difícil.
Aníbal,
en su papel de desencantado, de Quijote simbólico, de Superman del
inconsciente colectivo, era insoportable. Para sostener su fracaso,
para seguir viviendo en el país de Alicia y evitar autocríticas,
Aníbal odiaba a todo y a todos. Era de esos tipos que pueden
encontrar un defecto hasta en los pedos de un bebé; capaces de
renegar porque su equipo salió campeón; buscadores de pensadores y
frases pseudointelgentes para cagar el sentido de un chiste; ácidos
como el limón y negativos como el culo de una pila. El personaje del
intelectual carcomido por las miserias humanas, el del hombre
sensible dolineano que luchaba contra la dictadura de la eficiencia
desde una tribuna de veinte centímetros construida con cartas de
póker, le había robado el alma y no había forma de sacarlo de ese
lugar. Casi no sonreía, y si lo hacía era una sonrisa maligna,
irónica, manchada de críticas ácidas y puteadas sutiles.
Tanto
enojo, tanta ironía, tanta acidez, tanto despecho contra el mundo,
tanto llanto irracional de enamorado ya nos tenía hinchados las
pelotas. Nosotros, sus amigos, éramos adultos y lidiábamos con
problemas adultos, como pagar la luz o mandar a los chicos a la
escuela, y él seguía con la diatriba de luchar contra los demonios
ocultos del mundo.
La
diferencia, entonces, era inevitable; la bifurcada, profunda y
odiosa. Nosotros, los amigos de toda la vida, los que nos conocimos
en el club del barrio a tan corta edad que ni siquiera necesitábamos
de esas estúpidas coincidencias que necesitan los adultos para ser
amigos, le dábamos la espalda a un integrante original de la barra.
A un petiso de pelo morocho y lacio que se había transformado en un
pequeño forúnculo, de esos que torturan sin importar la postura que
uno adopte, de esos que duelen las 24 horas y los siete días de la
semana, hasta que uno se lo quita de encima con un bisturí.
Esa
grieta se había tornado tan profunda que fui el único en visitarlo
en el hospital, y el único en ser testigo presencial de su epifanía.
Entusiasmado,
y positivamente elocuente, Aníbal no ahorró palabras en relatarme,
hasta el mínimo detalle, cómo fue su aventura, porque así la
calificaba, como una aventura. Me dijo que caminaba por la avenida
Olmos, atrapado en su acostumbrado péndulo emocional de invierno, de
putear contra las injusticias de la vida a putear porque el frío le
calaba los huesos y él apenas tenía una sucia y gastada campera de
jean, única herencia paternal, para combatirlo. Pero en esa fría
tarde de julio, el subibaja estaba inclinado hacia las preocupaciones
existenciales, por una razón bien tangible: venía de completar los
trámites del seguro de desempleo, tras perder un trabajo por
“diferencias irreconciliables”, que en su caso era la escena de
siempre: un filósofo que combatía su incapacidad de adecuarse a las
circunstancias de un trabajo corriente con una verborragia
pseudoideológica generalmente dirigida al patrón, quien por último
solía echarlo de una soberana patada en el culo. Era la cuarta vez
en cinco años que se repetía la misma escena, que ya era
tragicómica. Siempre la misma pelea, siempre la misma ineptitud,
siempre la soberbia de sentirse superior a lo que estaba haciendo,
siempre la tragedia de terminar en la calle, con la misma campera de
siempre.
Así
caminaba, entonces, en esa tarde helada, mirando hacia abajo,
acercando el mentón a su mano izquierda, que al mismo tiempo
sostenía las solapas de la campera; entrecerrando los ojos para
proteger la mirada y pensando, pensando mucho.

Pero
el accidente no era lo importante, apenas sirvió de aperitivo para
referirse solapadamente a la bendita epifanía que se resistía a
revelarme. Sólo me confesó sus sentimientos, la alegría que lo
embargaba después de salvar milagrosamente su vida y la claridad
repentina. Sentía que, por primera vez desde que se había recibido
de filósofo, había encontrado su lugar en el mundo, había
descubierto el sentido de la vida, o al menos de su vida.
Hasta
veía el futuro con un optimismo tan insoportable que por un momento
dudé de su juicio. Pensé que uno de los tantos golpes le había
hecho perder la cordura, que algún cablecito se había cortado por
la sacudida. No estoy tan
mal, pronto me voy a recuperar, creo que todo va a andar bien, quiero
viajar, conocer mi hermoso país...
preocupaba un poco, pero no parecía alterado, sino más cuerdo que
nunca. Al menos eso me dijo al advertir mi preocupación, porque era
un tipo perspicaz. Me juró que no se le había roto ningún cable,
sino que todo lo veía claro, pero se negó a contarme por qué
mierda estaba tan contento, sólo me decía que no me preocupara por
él, que saldría de esta y que viviría mejor que nunca.
Después
de salir del hospital, desapareció. Volví a verlo un año después,
en la terapia intermedia de una clínica privada. Esta vez lo había
atropellado un Audi negro en la avenida Rafael Núñez, en pleno
Cerro de las Rosas. Había cruzado la calle por la senda peatonal,
correctamente, en una esquina que no tenía semáforos. El Audi, que
iba a altísima velocidad, lo levantó por los aires como si fuera un
papelito en medio de una tormenta de viento. Aníbal rebotó de nuevo
contra el cemento y cayó en el cantero del centro de la avenida,
adornado con hermosos lapachos rosas y lilas. Sufrió dos costillas
rotas, un brazo fisurado y la pierna izquierda quebrada en dos
partes. Afortunadamente, no tenía comprometido ningún órgano
vital, por lo que saldría más temprano que tarde. Un poco
maltrecho, es cierto, pero entero.
Ahí,
todavía medio drogado por los sedantes, y algo perdido porque estuvo
varios días en terapia intensiva, me reveló la verdad, esa epifanía
que le había cambiado la vida.
En
el Hospital Córdoba, en ocasión de su primer accidente, cuando
todavía estaba recuperando la noción del tiempo y de las cosas, se
le acercó un abogado, de traje marrón gastado y un portafolios de
esos que usaban los escolares de los ochenta, que le ofreció el gran
negocio: por un módico 10 por ciento, le armaría un caso
espectacular contra el asesino del volante alemán que lo atropelló
en el centro de la ciudad.
Todavía
algo aturdido, Aníbal aceptó la oferta y rápidamente se olvidó de
ella, hasta que el abogado volvió al hospital con un traje nuevo, un
maletín negro, con combinaciones de seguridad, y doscientos mil
pesos en una bolsa de plástico blanca. Aníbal recibió el dinero,
le entregó treinta mil al abogado (diez mil más en agradecimiento
por los servicios prestados) y se dio la gran vida.
Un
año después se le acabó la plata, pero ya no podría andar seco
como antes; probar la miel
hace que el oso odie el pescado,
me decía mientras con las manos cazaba mariposas imaginarias con la
cara de Trotsky, Lenin, Bakunin, Nietzche, etcétera. Entonces fue al
Cerro de las Rosas, en donde presumía que estaban los ricos, y
esperó una nueva oportunidad.
Como
Marlowe, detectó que al dueño de un Audi TT le gustaba correr por
la Rafael Núñez, preferentemente por la noche, presumiendo a las
chicas que se enamoran de los autos caros porque asumen que quien
pueda comprar esos fierros, puede comprar otras cosas, y eso los hace
sexys.
Lo
estudió, lo midió, y cuando creyó que estaba listo, se le metió
en el medio. Otra vez, lo levantaron por los aires, rodó por el
asfalto y terminó en el hospital, con la misma suerte: golpes duros,
salvajes, dolorosos, pero no mortales. Y otra vez logró un acuerdo
extrajudicial en unas horas.
Cuando
salió de la clínica, volví a perderlo de vista, pero seguí
recibiendo noticias suyas porque ya era partícipe inevitable de su
misión en el mundo. Era su confesor, su testigo y el encargado de
divulgar su historia.
Las
novedades me llegaban de su puño y letra, porque Aníbal renegaba de
la tecnología, y me confirmaban que mi amigo seguía vivo,
desafiando las rutas, embistiendo automóviles y gastándose la guita
de los juicios.
Un
año y medio después de salir de la clínica cordobesa, fue
atropellado en Santa Fe por otro Mercedes Benz. Al cabo de un tiempo,
lo levantó una Toyota Hilux, en San Juan. Esta vez, el accidente
había sido en la ruta. Estaba subiendo la apuesta porque no sólo
había encontrado un medio de vida, sino que halló la forma de
cumplir con su misión como filósofo.
De
acuerdo a su particular (o desopilante) mirada del mundo, Aníbal
simbolizaba al hombre, desnudo y sin armas, contra el automóvil, uno
de los productos más significativos de la mercantilización de la
vida. “El auto es un
objeto de estatus inmediato y omnipresente. Inmediato porque basta
con ver el auto para darse cuenta de que su conductor tiene plata, y
omnipresente porque gracias a su cualidad móvil, es el símbolo el
que busca a la gente, y no la gente la que debe buscar al símbolo,
como ocurre con las casas, por ejemplo”,
me escribió desde Caracas, donde lo levantó un camión en plena
ruta; había empezado a viajar por Sudamérica.
Se
hizo atropellar por autos japoneses en Perú, por una Hummer en
Santiago de Chile y por uno de esos armatostes estadounidenses que
pesan como mil millones de toneladas y son puro fierro del más duro,
en San Pablo.
Quizás
intuyendo mis pensamientos, las cartas contenían largas y más o
menos fundadas explicaciones sobre la consistencia de sus argumentos
para hacerse pisar por autos en todo el continente. “No
creas que estoy loco”,
era la frase más encontrada en sus misivas, aunque sus esfuerzos
fueron estériles porque nunca pudo convencerme de su cordura, aunque
sí reconocí su felicidad. Y, la verdad, lo prefería así: loco y
feliz, y no sensato y enojado.
Me
decía que enfrentarse al peligro era su forma de luchar contra el
mundo pragmático y eficiente hasta romperle las bolas; que pasaría
a la historia como el pensador que puso el cuerpo, literalmente, para
modificar la percepción simbólica del ser humano sobre las cosas;
el sujeto que con su ejemplo destruiría al capitalismo por una
opción superadora, que ubique al ser humano en el centro del
universo. De paso, mientras montaba su revolución, ganaba buena
plata con los juicios y se daba una vida que no se había dado nunca.
Según
sus planes, la misión duraría todavía varios años más. Y si el
cuerpo se lo permitía, escribiría sus memorias, firmaría con una
editorial y haría un montón de guita vendiendo los libros de su
historia, además de aparecer en los diccionarios tras su muerte y,
por qué no, regalar su nombre a alguna calle; al fin y al cabo,
estaba cambiando el mundo.
La
última vez que me escribió fue desde México. Se dirigía a Estados
Unidos, a desafiar al imperio, pero se había quedado sin plata, así
que se hizo atropellar por un auto pequeño, para no arriesgar
demasiado.
Después,
siguió un absoluto silencio, hasta que lo descubrí leyendo el
diario. No llegó a los diccionarios, pero al menos fue noticia, en
policiales.
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