sábado, 22 de agosto de 2009

Chile, el flaco más inteligente

Años después de fortalecer en diversos ámbitos su revolucionaria teoría de la geopolítica humana con los ensayos de la Argentina y Estados Unidos, el genial y tenaz profesor británico John Hardsword se animó a publicar su primer libro, bautizado con el nada original nombre de Teoría de la Geopolítica Humana.
Siempre con sus analogías humanas, fue capaz de caracterizar a la perfección a 75 naciones independientes y de obtener un merecido reconocimiento entre los pares de su último hogar: el hospital neuropsiquiátrico doctor León Morra.
La publicación contaba con algunas perlas de la geografía moderna como la descripción de Chile, que pasamos a detallar a continuación en las palabras del valeroso profesor Hardsword:
“Chile tuvo un nacimiento complejo. Podríamos decir que nació de casualidad y que todavía no tiene bien en claro quién fue su padre, sin San Martín o el general O'Higgins, o los dos al mismo tiempo.
Tampoco tuvo una adolescencia feliz. Era demasiado flaco y demasiado petiso como para seducir a cualquiera. Encima, para peor, tenía a semejante espécimen a su lado, la Argentina, una rubia preciosa pero bastante estúpida que lo tenía todo pero no sabía que hacer con tantos atributos.
Chile no. Chile era inteligente y había aprendido a sobrevivir con lo poco que la naturaleza le había dado pero no se contentaba con ello. Ambicionaba más porque creía merecerlo. Por lo menos por inteligente.
Con el correr del tiempo, sus avances fueron trascendentes. Primero, hacia finales del Siglo XIX, se sometió a un tratamiento especial de crecimiento llamado Guerra del Pacífico que le permitió estirarse unos centímetros. Varios centímetros. Sus vecinos, Perú y especialmente Bolivia, jamás lo perdonarán, pero a Chile no le importaba. Estaba demasiado ocupado mirándose el ombligo y tratando de crecer aún más.
Ya era alto, tan alto como la Argentina, pero quería engordar. Necesitaba más espacio porque tenía la sensación de que en cualquier momento se caería al mar.
Miraba el culo de la Argentina con deseo y en varias ocasiones planeó quedarse con él, mas nunca lo logró. Se alió con el gordo más poderoso de la aldea, Estados Unidos, y con la vieja Inglaterra, y logró progresar en su primera adultez. Fue alabado por sus empleadores y hasta se creyó la verdadera perla del Pacífico. Tuvo algunos problemas, pero los arregló sin muchos contratiempos de un golpe, un golpe de Estado.
Hoy, es alabado por sus patrones, quienes lo consideran un empleado ejemplar. Mira a sus vecinos con un relativo desdén, pero no superior al desdén con que el resto de los países sudamericanos lo miran a él. Admitámoslo, no es exactamente popular entre sus pares, pero así y todo logra sobrevivir. En definitiva, es el mejor alumno de la clase, aunque tal calificación no necesariamente sea un buen augurio, y se frota las manos y se relame porque sabe que, alguna vez, tendrá en sus manos el precioso culo de su vecina”.

viernes, 14 de agosto de 2009

Los extraños caminos de la felicidad

Un joven lleva la comida de un bar en una bolsa plástica quién sabe a dónde. Tiene un gorro similar al que usan los cocineros pero de color negro y un delantal haciendo juego con el logo del restaurante para el que trabaja en el extremo izquierdo.
Es alto, desgarbado y decidido, al menos en su andar.
El Caminante lo observa detenidamente porque algo le llama la atención, aunque a primera vista parece un tipo bastante corriente. Quizás ese joven desgarbado esté pensando en lo que le gustaría ser. Quizás entregar comidas rápidas en una zona comercial es lo que le gustaría ser. Quizá sea un tipo que oculta su tristeza bajo una actitud positiva; de esos vendedores de sí mismos que se muestran como leones pero no son más que corderos. Quizás en realidad esté pensando cómo llegar a fin de mes; cómo progresar en la vida; cómo solucionar sus problemas existenciales; su presente; su pasado.
O quizá no esté pensando en nada.
Pero ahí va el hombre, seguro de sí mismo y con una sonrisa dibujada en la cara.
El Caminante, impávido ante la particular postal con el museo Sobremonte de fondo, examina a su personaje con minuciosidad cuando por fin detecta la razón por la cual ese flaco desgarbado, con un gorro tipo cocinero color negro y un delantal haciendo juego le llamaba tanto la atención: avanza con un manos libres cuyo cable conduce a un teléfono celular que debe costar, por lo menos, dos sueldos de un repartidor de comida.
Quizás un teléfono celular compre la felicidad.

viernes, 7 de agosto de 2009

Esclavos del camioncito

El joven espera ansioso la promesa. Le juraron, le perjuraron que esa mañana se cumpliría por fin su deseo consumista; el afán por tener algo nuevo; la esperanza de un sueño mejor.
Esa mañana, habían dicho, le llevarían el somier que compró con tanto esfuerzo. Había empeñado sus próximos nueve meses. Había explotado su atiborrada tarjeta de crédito para cumplir su sueño: dormir como la gente.
Pero los minutos pasaban y no recibía su regalo. El timbre, preludio del momento esperado, sonar cristalino de la dulce espera, siquiera amagaba con emitir su particular silbido.
La mañana se hacía mediodía y el mediodía se hacía tarde en apenas un segundo. Y el camioncito con los hombres de mameluco y su somier no asomaban en el horizonte.
El llamado se hacía lamento, súplica, rabia, dolor, pero la impasible telefonista repetía una y otra vez ante el joven desesperado: “disculpe las molestias, pero tuvimos un pequeño problema con los envíos. Pasaremos mañana”.
Y el joven, desesperado, volvía en sí para rearmar su humilde camastro. Su sufrido colchón con esas sábanas amarillentas que pedían un descanso a gritos. Debía dormir una vez más allí. En ese catre desvencijado que fielmente lo había acompañado desde la niñez. El destino lo decidió: la permanencia de una compañera eterna sobre la sorpresa de lo nuevo.
El joven, aturdido y abrumado, debía esperar como esperó el cable, la heladera, el Internet, la cocina. Como esperó cada compra descubriendo que no todo se terminaba con la firma del cupón de la tarjeta. Eso, la decisión, era apenas el comienzo.
El somier llegaría uno o dos días después. Y el joven, estoico y ya con dolores de columna, esperó paciente; con la certeza de que en el mundo en que vivimos no somos más que consumidores esclavizados por los envíos.