Describir una mañana
como cualquiera es una pelotudez y esa era una mañana como
cualquiera. Para no perder tiempo, voy a decir que al llegar al
trabajo hice lo de siempre: prender la computadora y leer el diario.
La tercera nota
hablaba de una muerte a manos de la policía. Una muerte más, como
tantas en la ciudad: un ladrón escapando, un policía con aceptable
puntería a los tiros corriéndolo por detrás. Lejos del diario, en
las redes, el cuento era otro: gatillo fácil. (Si querés escucharlo, hacé clic).
Debo admitir que me
llamó la atención la contradicción, que ya era una norma más que
una excepción pero que no por ello no dejaba de sorprender a un
boludo apolítico como yo. Pero más allá de esa tenue sorpresa, que
me sucedía cada vez que una nota del diario repercutía en las
redes, el cimbronazo llegó cuando leí el nombre del pibe: Valerio.
Fue un patadón en
los huevos. Como si por conocerla, la muerte costara más que una
muerte cualquiera. Como si la tragedia cuando pasa cerca, fuera más
trágica.
La primera vez que
escuché hablar de Valerio fue en una reunión del colegio de mi
hija. Yo, el padre adolescente, había asistido por primera vez a una
reunión escolar guiado por la culpa, pues en dos años de
escolaridad ni siquiera había pisado la escuela.
Creía, por aquel
entonces, que esos encuentros servían para saber más o menos de qué
iba la cosa, cómo enseñaban y esas cosas. Pero, por el contrario,
lo que presencié fue una plegaria de una hora con una larga cadena
de denuncias contra un chico: Valerio. Que le pegaba a los otros, que
maltrataba, que les robaba las cosas, que se portaba mal, que había
matado a Dorrego... en fin, el chico tenía la culpa de todo.
Poco después, fue
el cumpleaños de mi hija. Hicimos un asado en el club al que yo
siempre iba e invitamos a sus amigos y compañeros de la escuela. Fue
Valerio, por su puesto.
Era grandote, de
cabello corto y castaño y ojos grandes. Tenía la risa fácil y
hablaba a los gritos. Medio patotero, se le notaba. Pero detrás de
toda esa parafernalia algo exuberante, podía percibirse tristeza.
Los demás no
querían jugar con él. Le tenían miedo y lo acusaban por todo: que
Valerio esto, que Valerio aquello, que Valerio me quitó, que Valerio
me pegó... Pero, dentro de todo, esa tarde se portó bien. Después
de cagarlo a pedos en un par de oportunidades, de abrazarlo, de
regalarle una sonrisa, de alzarlo, no sé, de darle un poco de
cariño, de decirle que existía y que al final era un chico, el tipo
respondió más o menos bien.
Después no volví a
pisar la escuela, pero supe que la señorita de mi hija lo había
sacado del grado, lo pasaron a la tarde, y después lo echaron. Un
par de años después me lo crucé de nuevo. Estaba un poco más
alto, con la misma cara de gordo bueno y el dejo de tristeza detrás
de los ojos. Trabajaba en la entrada del Supermercado al que yo
siempre iba con un disfraz de Batman, entregando unos volantes, no me
acuerdo de qué marca. Lo saludé, se acordó de mí, y nunca más
volví a verlo hasta esa mañana, que ya no era una mañana
cualquiera. Era una mañana atípica, llorosa, de mierda, era la
mañana de la muerte de Valerio.
Según el diario, un
caso como tantos otros: un ladrón que huye, un policía que dispara.
Según la familia y los colectivos de defensa, un caso como tantos
otros: un gordo con cara de bueno y un dejo de tristeza detrás de
los ojos iba al palo en su moto porque había salido tarde del
trabajo y tenía que buscar a su hija, que estaba en la casa de unos
amigos. Él también era un padre adolescente.
La policía le
ordenó que se detuviera, pero a Valerio le cagaba de gusto el metal.
Iba escuchando Slipknot al palo con unos auriculares, el pelotudo, y
no escuchó la orden. Lo cagaron a tiros y le plantaron el arma.
En Facebook salía
la foto de Valerio, adulto. Cara redonda, risa fácil, ojos grandes y
un dejo de tristeza detrás de la mirada.
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