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Las
puertas, de gruesos barrotes negros y tan altas que se perdían en la
inmensidad, estaban abiertas de par en par. Debajo, a un costado, un
viejito barbudo con cara de bueno le guiñaba un ojo y levantaba
ambos dedos gordos en inequívoca señal de “pase tranquila”.
Una espesa neblina reptaba por el suelo y no dejaba ver los mosaicos,
pero ahí abajo sentía algo duro que le permitía caminar; todavía
le costaba desprenderse de los recuerdos de la vida en concreto.
Avanzaba
con lentitud, con esa incertidumbre que causa lo desconocido. Aunque
ella ya había leído y visto mucho sobre el cielo, quién no, la
inmensidad y el vacío intimidaban. No había horizonte, no existía
la línea imaginaria entre el cielo y la tierra en donde se puede
dibujar un punto y avanzar hacia la utopía de tocarla. Todo era de
un azul que empachaba, inquietante, absorbente, avasallante. Sólo al
final, allá en donde la vista se cansaba de viajar, unos poderosos
reflejos amarillos daban la pista de que por allá lejos andaba sol.
La
soledad era aplastante, pero al atravesar el umbral de la puerta las
dudas se disiparon, surgiendo imágenes más concretas de ese espacio
interminable, vulgarmente conocido como el paraíso. En
un primer vistazo, parecía una ciudad de la Tierra: calles al medio,
viviendas a los costados. Pero ahí terminaban las coincidencias. El
paraíso parecía una
fotografía: casi no había movimiento. Tampoco había
automóviles, ni semáforos, sólo algunos peatones que andaban sin
apuro, acaso porque tenían a la infinitud de su lado.
Un
hombre, de larga barba canosa y cara de bueno que parecía el hermano
del viejito de la puerta, ¿o acaso era el mismo?, la cruzó y, sin
hablar, le dejó un papel con una nota: “sigue caminando en
línea recta”. Intrigada, ella
le hizo caso. Avanzó por una calle ni ancha ni angosta, con algunos
locales con cara de nada, edificios que estaban habitados pero
parecían vacíos y mucha gente, con una parsimonia exasperante, casi
estática.
No
caminó muchos metros cuando lo encontró a él, la razón del
papelito que le había dado el viejito de barba larga y canosa.
Horacio, su marido, que había muerto unos años antes, estaba
sentado en la mesa externa de un bar tomando un vermouth y jugando al
truco con cinco amigos. De fondo sonaba un tango que ella no
identificaba porque siempre le había gustado el rock, acaso el único
y real desacuerdo con su esposo.
Sin
mediar palabras, él dejó las cartas, se apartó de las risas y los
gritos, que continuaban porque fue reemplazado de inmediato por otro
viejo que estaba por ahí, y avanzó hacia ella como si la hubiese
escuchado llegar. Sonreía con una sonrisa ancha, de oreja a oreja, y
lloraba con cierto disimulo, de esos llantos que tienen lágrimas
pero carecen de gestos. Ella corrió hacia él, emocionada, y se
fundieron en un abrazo poderoso y profundo. Aunque se veían viejos,
tenían el vigor de dos adolescentes. Dieron vueltas tomados el uno
del otro hasta que él la levantó en sus brazos y le dio un beso en
la boca. Ella tembló de emoción y se preguntó si se podía coger
en el cielo. Pero se quedó con la duda, porque al soltarla,
él le tomó la mano y empezaron a pasear por el paraíso, sin prisa
y sin rumbo, como dos inmortales.
Esa
especie de ciudad se extendía hasta el infinito, aunque no costaba
ningún esfuerzo transitarla. Podían andar toda la eternidad y ni se
darían cuenta. Las nociones del tiempo y el espacio eran distintas
en el paraíso, toda vez que no existía la finitud. No había muerte
ni vejez. Horacio le recordó que allí tampoco había materia, por
lo tanto no había pulmones sin aire, ni músculos exhaustos, sólo
almas que caminaban porque no comprendían otra manera de avanzar.
Ella
seguía pensando en el sexo, y se preguntaba si los fantasmas también
cogían.
En una
esquina, se dieron con un teatro al aire libre. Era un teatro
hermoso. Las tribunas más altas estaban a la altura de la calle, a
ras del piso, y el escenario se erigía abajo, detrás de cientos de
hileras de bancos.
Se
acercaron allí, pues ella en su juventud había sido actriz, para
ver qué obra se estaba interpretando. La obra era Mariana Pineda, de
García Lorca.
Aunque
había bastante gente, todavía se veían claros en las tribunas,
incluso cerca del escenario. La pareja se acercó hasta la segunda
fila, en donde habían visto un espacio libre, pero ella no llegaría
nunca a sentarse. A mitad de camino, la imagen de Héctor, su viejo
amor, interpretando a don Pedro de Sotomayor, casi la hace caer de
culo. Soltó la mano de su marido y avanzó lenta pero segura hacia
el escenario, para cerciorarse de la visión: ¡Sí, era él!
Héctor
había fallecido de una cruel enfermedad, a los 22 años. Por ese
entonces era su novio y un prometedor actor de teatro. En su lecho de
muerte, él le había jurado que la esperaría allá donde fuera. Y
ahí estaba, dejando a un lado la obra de teatro y acercándose a
ella para fundirse en un apasionado beso, para cumplir la promesa
cerrando un círculo que parecía interminable.
El amor
juvenil, las promesas a la luz de la luna, los compromisos en la cama
de un hospital, las sonrisas bajo los reflectores de un teatro
barrial no tardaron en entrar en conflicto con la certeza de haber
compartido un lecho durante toda una vida.
Horacio,
el marido, se acercó algo perplejo a los tórtolos y más por
reflejos que por convicción, le dio un empujó a Héctor que lo dejó
culo contra el escenario. El joven se levantó rápidamente y ambos
se enfrentaron con miradas asesinas y palabras encendidas, mientras
el gentío iba creciendo, demostrando que aún en el cielo al humano
le encantaba el quilombo, en especial el ajeno.
De
inmediato, un ángel se corporizó entre ellos para mediar entre
tanto grito, mientras ella preguntaba ya sin disimulo, a quien
quisiera escuchar, si en el cielo se podía coger, pero nadie la
parecía hacerle caso.
Los
hombres al final entraron en razón, se apaciguaron los ánimos sin
una sola piña. Ambos, con el ángel como mediador, habían acordado
que la decisión sería de ella. Y que el perdedor soportaría el
dolor y continuaría con esa difusa y eterna existencia en el cielo,
cargando la cruz del amor perdido.
De
pronto, como en una película, todos los ojos se posaron sobre ella,
la dueña de la decisión, la que de forma inevitable arruinaría una
vida para iluminar la otra.
Tenía
que escoger: o el gran amor de su vida, la promesa adolescente, la
expectativa idealizada de una joven de 19 años o el hombre de su
vida, el que la había acompañado durante 50 años, su media
naranja, la mitad de su familia, sus hijos, nietos y bisnietos.
Apabullada,
se apoyó sobre el escenario mirando a ambos, sin saber qué hacer,
cuando una melodía llegó a ella como una tenue brisa... We're
caught in a trap/I can't walk out... Entrecerró los ojos y
comenzó a balancearse con lentitud ante la música, que llegaba como
un zumbido algo cavernoso pero cautivante, We can't go on
together/With suspicious minds,
y la mecía como a un bebé y la tranquilizaba y la llevaba a avanzar
lentamente, ante el estupor de la platea, que esperaba un
desenlace para la novela.
Ella no
hacía caso a las miradas prejuiciosas, al reclamo mudo de una
muchedumbre que había elegido a sus víctimas, ellos, y a la
malvada, ella, aunque no decía una sola palabra para expresarlo.
Tampoco se preocupó por sus hombres, que la miraban incrédulos
abrirse paso entre el gentío, sentar de culo de un empujón al ángel
mediador, que pretendió erigirse en un muro de contención viejo y
flácido, y seguir avanzando, firme e indestructible, hacia el
murmullo hipnotizante de la música de Elvis Presley, para nunca
jamás volver.
En el
cielo, las minas también eligen a los músicos.
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