Modificar las causas o consecuencias de
un hecho para evadir los golpes o adecuar un discurso político a una
realidad inventada son distorsiones. Negar, por ejemplo, la gravedad
del caso López para evitar la autocrítica kirchnerista, es una
distorsión. Aferrarse al Caso López para escribir la lápida de una
fuerza que gobernó doce años, mientras otra fuerza utiliza la
distracción para avanzar en transformaciones cuestionables, también
es una distorsión.
Recurrir a mecanismos legales bajo premisas inventadas para disfrazar lo ilegítimo de legal, el deseo personal de aspiración idealista o la búsqueda de un cambio socioeconómico de lucha contra la corrupción es políticamente grave y distorsivo. Y aceptar esos argumentos, es necio.
Cuando los gobiernos progresistas (y los no tanto) de Latinoamérica le dieron la espalda a la Organización de Estados Americanos (OEA) se trató de un triunfo diplomático para la región.
El desplante no fue caprichoso: la OEA fungió sistemáticamente como un arma de control estadounidense. Si el FMI era el arma económica, la OEA era la que mediaba en las relaciones políticas.
Pero la decadencia de los gobiernos progresistas revivió a las derechas, fuerzas históricamente golpistas que encontraron una inesperada victoria en la Argentina y un aplastante triunfo en Venezuela. Antes y después, se sucedieron tres golpes de Estado: Honduras, Paraguay y Brasil.
Y esa derecha, ahora dominante, intentó regresar a la región por los canales habituales: América para los americanos (del norte, entre Canadá y México, para ser más precisos).
En estos días, se produce un nuevo episodio que lacera la soberanía y puede sentar un peligroso precedente regional: el pedido de activación de la carta democrática de la OEA contra Venezuela.
Guste más o menos, indigne más o indigne menos, el gobierno de Nicolás Maduro ganó elecciones democráticas. ¿Que hubo fraude? Es muy fácil denunciar fraudes cuando hay derrotas.
Muchos de los denunciantes, incluso la OEA como organización, no actuaron con la misma energía tras las denuncias de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones mexicanas de 2006.
Tampoco hubo acciones de defensa de la democracia por el caso Brasil, Paraguay u Honduras (que incluso valió por una de las declaraciones más cínicas de los últimos años. Sugerencia: buscar qué dijo Barack Obama al respecto).
La iniciativa del secretario general de la OEA, Luis Almagro, entorpece los esfuerzos por establecer canales de diálogo entre el gobierno bolivariano y la oposición de derechas. Acaso la mejor salida que pueda encontrar Venezuela por estos días.
¿Por qué lo hizo? Evidentemente por cumplir con estrategias ajenas, de sectores a los que no les conviene un diálogo político en Venezuela, puesto que él, en persona, no gana nada con hacerlo. ¿Quiénes son? No hay declaraciones explícitas, por lo tanto serían especulaciones, aunque las sospechas caen sobre los sospechosos de siempre, cuando de alteración del orden institucional se trata.
Fuera de ello, los debates están empañados por preconceptos que obnubilan el juicio y abren la posibilidad de que, en el futuro, cualquier gobierno electo de la OEA pueda ser denunciado por la carta democrática.
¿Los lazos del uribismo con los paramilitares? Carta democrática en Colombia. ¿El crecimiento del narcotráfico, la desaparición de estudiantes, el asesinato de maestros? Carta democrática en México. ¿La violencia contra mapuches y estudiantes, la detención ilegal de menores de edad, documentada en las marchas? Carta democrática en Chile. ¿La destitución ilícita de una presidente democráticamente elegida por parte de políticos probadamente corruptos? Carta democrática en Brasil. ¿La invasión ilegal de países, el apoyo probado a golpes de Estado, el espionaje de ciudadanos propios y ajenos? Carta democrática a Estados Unidos.
Detrás de la demonización religiosa de Venezuela (demonio que sustituyó a Cuba), de la acusación desinformada, de la ignorancia clasista, de la adquisición necia de discursos prefabricados e interesados, sería interesante concentrarse en los hechos, sus causas y consecuencias.
¿Es un buen país, Venezuela, es un
mal país? Ese es un debate. ¿Está bien aplicada la carta
democrática contra un gobierno electo? Eso no es un debate; es un
hecho: no.
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