El FMI y el Banco Mundial tuvieron su
magno evento en Lima, donde probaron su fracaso como los dueños del
restaurante: siempre la misma receta.
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La supuesta debacle latinoamericana,
con un crecimiento proyectado de -0,3% (recesión), fue uno de los
temas centrales de la reunión de un grupo de gente que se empecina
en afirmar que la crisis de 2008 ha terminado; niega con
sorprendente tozudez que las recetas neoconservadoras vienen
fracasando desde el crack del 29 (leer a Hobsbawm); que piden
reducción de gasto público después de advertir el apocalipsis si
no se rescataba a los bancos que provocaron la crisis.
Ese grupo, identificado o perteneciente a la
multilateralidad antidemocrática del Banco Mundial y el FMI, eludió
las manifestaciones específicas mediante expresiones difusas, del
tipo “hay que aplicar las reformas necesarias”, sin especificar
cuáles son esas reformas (otro mecanismo es proferir tecnicismos
inentendibles para nosotros, el vulgo, pero que se escuchan lindo),
pero en alguna que otra ocasión alguno de los talentosos expertos
que adornaron Lima fue más específico y mostró las garras, casi
como por accidente.
“Las políticas anticíclicas ya no
sirven. Se necesitan cambios permanentes. El nombre del juego es una
transición ordenada hacia una nueva realidad”, dijo el director
del BM para América Latina, Augusto de la Torre, que hasta ahí
mantuvo la estrategia elusiva y generalista, pero habló de más y
perdió la línea.
El tropezón se produjo en la misma
loma en la que tropiezan todos estos genios de la economía: el
sujeto del “cambio permanente” y las consecuencias de ese cambio.
Para De la Torre, el cambio tan
necesario e imprescindible implica un sacrificio, de los trabajadores
asalariados, los mismos de siempre, los que no provocaron
la crisis, porque “lo importante ahora no serán los
salarios buenos, sino mantener los puesto de trabajo”.
La perfecta combinación de una
inyección de miedo y un palazo en la cabeza, en una relación
causa/consecuencia bastante fulera: acepten el palo o pierdan el
trabajo. Sacrificio o desahucio.
Los malos de siempre
Hablando de las mismas recetas,
en el cónclave no faltó el picante de una acusación directa o
solapada, para señalar a los pequeños rebeldes.
William Cline, investigador del
Peterson Institute for International Economics de Washington y
funcionario del Tesoro de Estados Unidos, bailó entre advertencias
apocalípticas y remedios difusos para llegar al ejemplo y el
antiejemplo: es cierto que en Latinoamérica la mano viene dura, pero
los países neoconservadores van a surfear mejor las olas frenéticas
del mar venido del norte (sí, porque a la crisis la empezaron allá)
gracias a la aplicación de políticas “más sostenibles”.
Los países de la cartelera, es un poco
redundante mecionarlos pero hay que dejarlo en claro, son México,
Perú, Chile y Colombia. Sí, las cuatro perlas del Pacífico, los
mejores alumnos de la clase.
Pero así, sin mayor sustento que el
hecho de que se trata de un aparente experto, las cosas siguen
difusas. ¿Qué han hecho de maravilloso Chile, Colombia, México y
Perú para convertirse en el espejo de toda la región?, ¿acaso los
chilenos, colombianos, mexicanos y peruanos viven mejor que los
demás?, ¿sus programas económicos y de gobierno han resultado en
una evolución social?, ¿son sociedades con estándares más
elevados que el resto de la región?
Bueno, no, no, no y no, y no.
Un somero análisis por algunas
estadísticas del propio Banco Mundial sobre diez países (nueve
sudamericanos, más México), revela que no hay diferencias entre
estos cuatro países y los demás en ningún aspecto relevante para
las sociedades.
Uruguay y la Argentina tienen el mejor
coeficiente de Gini (mide la distribución del ingreso) de la región;
Colombia y Brasil tienen el peor, aunque el gigante sudamericano
logró una importante reducción desde el nuevo milenio.
Tomando en cuenta la participación del
10% mejor remunerado en el ingreso, Colombia, Chile y Brasil tienen
los porcentajes más altos. Es decir, en estos países los que más
ganan, ganan más. La cifra más baja es, otra vez, de Argentina y
Uruguay.
El 20,7% de los niños de 7 a 14 años
peruanos son económicamente activos. La cifra más alta de
Sudamérica.
Colombia y Brasil tienen la menor
participación del 20% peor remunerado en el ingreso; los mejores
vuelven a ser Uruguay y Argentina.
Bolivia, uno de los países que más va
a crecer en América latina en este 2015, duplica en porcentaje de
inversión del PBI en educación a Perú, el más bajo de la región,
por lejos.
A estas cifras duras, hay que sumarles
otras más conocidas: el flagelo del narcotráfico en México y
Colombia, los millones de desplazados en el país cafetero, los
profundos conflictos por el sistema educativo en Chile, el quiebre
social y racial en Perú.
Cuesta, y mucho, entender por qué las
fórmulas aplicadas por Chile, Colombia, México y Perú son las
adecuadas para enfrentar crisis, pero es más difícil llegar a la
conclusión de que un país va a ser mejor país con esas fórmulas.
Tampoco es que los países de
centroizquierda sean paradigmas del desarrollo, o que carezcan de
serios problemas estructurales. La izquierda latinoamericana tiene
grandes desafíos por delante ante las dificultades para mantenerse
en el tiempo como una opción viable y superar el carisma de sus
líderes para transformarse en un verdadero movimiento popular.
Pero de algún modo la izquierda
latinoamericana ha respondido mejor que la derecha a las necesidades
de las sociedades, aun por encima del éxito o el fracaso
macroeconómico.
Por perversidad o ignorancia, los
análisis económicos hacen demasiado énfasis en aspectos
macroeconómicos, obviando lo más importante para un país: que sus
poblaciones vivan lo mejor posible.
No hay prosperidad si las poblaciones
no prosperan, aunque el país tenga una macroeconomía presuntamente
sostenible (sabemos que la asociación de economía y sostenible, en
estos tiempos, es utópica).
Un crecimiento estable o un salto a
tasas chinas son estériles si no hay progreso social, si no hay
movilidad hacia arriba, si no hay avances estructurales, sociales,
científicos, tecnológicos, productivos.
Y en este sentido, los modelos
ponderados por el FMI y el BM son un fracaso absoluto y probado. No
hay un solo país en el mundo con índices de desarrollo humano más
o menos decentes que aplique a rajatabla las recetas de las dos
organizaciones supranacionales. Ni siquiera aquellos países que
dominan a ambas instituciones.
La historia reciente y los ejemplos son
suficientes para entender sin la necesidad de erudiciones que en un
mundo organizado en Estados, donde los Estados son conjuntos de
instituciones que tienen pleno dominio sobre el territorio en el que
gobiernan (manejan la economía, tienen soberanía, son los únicos
que pueden reprimir legalmente, etcétera), es contradictorio e
impracticable suprimir al Estado de una actividad tan trascendente
como la economía.
Contradictorio porque la retracción es
una política de Estado, toda vez que el Estado tiene la potestad
legal de revertir esa retraccióni. E impracticable porque el
libremercantilismo ha fracasado una y otra vez desde el Siglo XIX. La
noción de que la economía, en tanto actividad humana, puede
controlarse a sí misma sin una o más instituciones que la
supervisen es imposible de practicar.
El remedio del libremercantilismo (es
importante establecer una diferencia con el liberalismo político y
social) es mantener al Estado como el bombero de billetes, cuando los
privados se embadurnan de miel y se empachan jugando al Estanciero
mientras comen masitas y dulce de leche a cucharadas soperas.
Para eso fueron útiles los Estados en la
última crisis de 2008: para salvar a los bancos con el dinero de los
contribuyentes.
Y para eso no los queremos.
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