jueves, 18 de diciembre de 2014

Cinismo en estado puro

Los derechos laborales son un inconveniente para el capitalismo, esa es la pura verdad. Tan molestos, tan incómodos, que provocan lo más puro del cinismo, el de la primera definición de la Real Academia (“desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”); mentiras disfrazadas de análisis respetables, de medidas contemplativas.

Por todos lados pululan versiones, deducciones, reflexiones y todos los iones sobre la inconveniencia de los derechos laborales para la libertad y el progreso. Hay que tener paciencia para no extralimitarse.
Pero lo más grave del caso es cómo se comprenden los derechos laborales. Ahí está el génesis del problema, el quid de la cuestión. De los tres factores de la producción que nos enseñan en las clases de economía del secundario, sólo el trabajo es considerado un gasto. Mientras capital y recursos suelen ser etiquetados como inversiones, el trabajo es un gasto. Es decir, lo único que cuesta es el ser humano.
A partir de ahí, ya todo nace torcido y entonces no sorprende que se consideren a los derechos laborales como un escollo en el desarrollo nacional, una desventaja competitiva, y mucho menos que los caminos hacia el progreso se desanden con menos y menos derechos para los que trabajan, y más y más derechos para los que invierten.
Lo que escandaliza, en este juego perverso, es precisamente el cinismo. Es decir, vender una idea que no es, sabiendo que uno mismo miente, porque no puede admitir que lo que está diciendo es una hijaputada. Así de sencillo.
Relacionar el recorte de derechos laborales con la buenaventura de los mismos trabajadores, es una falacia. Si así fuere, entonces lo ideal sería regresar a los sistemas de esclavitud, en los cuales no había derecho alguno (la conveniencia de la esclavitud quizás sea la más grande contradicción entre el capitalismo económico y el liberalismo social y político).

Argumentos irracionales
“Les pregunto, ¿creen que no hacer nada es lo correcto? ¿creen que la empleabilidad a nivel de jóvenes no es un problema? Tenemos que ponernos la mano al pecho y reconocer que hay un problema que hay que resolver”.
Más que una declaración, fue un desafío el que lanzó el ministro de Economía peruano, Alonso Segura, para defender el nuevo régimen laboral juvenil, que establece recortes a derechos fundamentales como gratificaciones (aguinaldo), CTS (fondo de desempleo) y seguro de vida, en pos de aumentar la ocupación o reducir la informalidad de los jóvenes menores de 24 años.
El argumento, archiconocido, plantea que si los patrones pagan menos cargas laborales, van a tomar más jóvenes en blanco, y así se reducirá tanto la desocupación (que entre los 18 y 24 años dobla a la media nacional) como la informalidad (se calcula que en el Perú sólo uno de cada cuatro trabajadores está en blanco. En la franja 18/24, es sólo uno de cada diez).
Un editorial del diario económico Gestión defendió la normativa, debido a que fomenta la contratación juvenil, es decir, defiende a los nueve “jóvenes peruanos que notienen ningún tipo de beneficio”. Su principal argumento: la medida reduce “los costos laborales no salariales de un 60% a un 15% para sus empleadores”. Además, como los jóvenes no tienen experiencia, “su productividad no compensa los costos asociados a su contratación”.
El gobierno, en tanto, defendió el sistema al afirmar que es “voluntario”; o sea que si un joven no quiere acogerse al nuevo sistema, puede hacerlo y buscar trabajo...

Refutaciones evidentes
Las declaraciones del ministro de Economía son el modelo perfecto del cinismo que gira alrededor de los derechos laborales. Aparentemente, lo único que se puede hacer para fomentar la contratación de jóvenes es precarizarlos. Para eso se llevó la mano al pecho, de eso se trata la valentía política, aparentemente.
Ahora bien, un par de consideraciones. En primer lugar, está el destino del progreso. El Perú ha crecido a tasas chinas durante más de diez años, su PBI prácticamente se ha duplicado, el consumo creció considerablemente, igual que las utilidades de las empresas. ¿Esos excedentes se volcaron proporcionalmente a aumentar los sueldos o a blanquear empleados? No. El sueldo promedio en Lima Metropolitana (por lejos el distrito más rico del país) es de aproximadamente 517 dólares, mientras que el salario mínimo vital está en los 250 dólares. La informalidad, lo dicho, alcanza al 75% de los trabajadores, y sólo cinco millones de 16 millones (aproximadamente) de trabajadores activos paga jubilación.
Según datos del Banco Mundial, a datos de 2012, la participación en el ingreso del 20% peor remunerado de la población fue del 4,2% (en 2010 era de 4,6%, o sea que empeoró), mientras que el quintil mejor remunerado se gasta el 50,1% (al mismo nivel que 2010).
Otro dato: de acuerdo a la misma entidad multilateral, el índice de Gini peruano, que mide la distribución del ingreso, estaba en 4.5 en 2012, una décima más alto (o sea, peor) que en 2010.
Si los distintos índices demuestran que el dinero que ha entrado al país no se ha distribuido en toda la población, si no hubo avances considerables en salarios, acceso a una pensión o blanqueo de empleados, ¿acaso la precarización puede motivar una mayor equidad, esa es la conclusión?
El editorial de Gestión, para justificar la medida, dijo que la productividad de los jóvenes “no compensa los costos asociados a su contratación”, y que por eso era necesaria la flexibilización. Otra falacia: para compensar los costos y la productividad existe un viejo mecanismo, viejísimo, llamado escala salarial. Esa es la razón por la que un gerente gana más que un cadete, y la razón por la que los jóvenes siempre entran con los sueldos más bajos.
Ahora bien, supongamos que la dinámica de contratación efectivamente aumenta en ese rango etáreo, que la medida fue exitosa, ¿qué pasará con los empleados más antiguos, o aquellos que hayan cometido el pecado de tener más de 25 años?, ¿con estas medidas, no se está empujando a los empresarios reemplazar empleados más caros por empleados más baratos?
Pero hay un hecho más grave, que de algún modo resume lo anteriormente dicho: ¿la única medida para paliar el desempleo es precarizar las condiciones de trabajo?
Esa es la verdadera cuestión. El discurso dominante relaciona la competitividad a los derechos laborales y los salarios: un país será más competitivo si es más barato, si paga sueldos más bajos; y hacia él se volcará el capital mundial con voracidad, hasta que aumenten los costos (o la inversión en humanos, depende del cristal con que se lo mire).
Del mismo modo, el discurso dominante plantea que el único modo para garantizar el pleno empleo es a través de la eliminación de los derechos laborales. Mientras menos cargas sociales (curioso llamarle “cargas” a los hijos, a la salud, al seguro de vida, etcétera) se paguen, mientras menos salarios se abonen, mientras más desamparados y flexibilizados estén los trabajadores, más progreso, más crecimiento, más dinero, más felicidad para un país.

El cinismo en su máxima expresión, la mentira consciente planteada con vileza, la contradicción pura y dura. La solución mágica, al final de cuentas, es castigar a los que necesitan ayuda, desahuciar al desamparado, atacar la base de la pirámide.  

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