Los derechos laborales son un
inconveniente para el capitalismo, esa es la pura verdad. Tan
molestos, tan incómodos, que provocan lo más puro del cinismo, el
de la primera definición de la Real Academia (“desvergüenza en el
mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas
vituperables”); mentiras disfrazadas de análisis respetables, de
medidas contemplativas.
Por todos lados pululan versiones,
deducciones, reflexiones y todos los iones sobre la inconveniencia de
los derechos laborales para la libertad y el progreso. Hay que tener
paciencia para no extralimitarse.
Pero lo más grave del caso es cómo se
comprenden los derechos laborales. Ahí está el génesis del
problema, el quid de la cuestión. De los tres factores de la
producción que nos enseñan en las clases de economía del
secundario, sólo el trabajo es considerado un gasto. Mientras
capital y recursos suelen ser etiquetados como inversiones, el
trabajo es un gasto. Es decir, lo único que cuesta es el ser humano.
A partir de ahí, ya todo nace torcido
y entonces no sorprende que se consideren a los derechos laborales
como un escollo en el desarrollo nacional, una desventaja
competitiva, y mucho menos que los caminos hacia el progreso se
desanden con menos y menos derechos para los que trabajan, y más y
más derechos para los que invierten.
Lo que escandaliza, en este juego
perverso, es precisamente el cinismo. Es decir, vender una idea que
no es, sabiendo que uno mismo miente, porque no puede admitir que lo
que está diciendo es una hijaputada. Así de sencillo.
Relacionar el recorte de derechos
laborales con la buenaventura de los mismos trabajadores, es una
falacia. Si así fuere, entonces lo ideal sería regresar a los
sistemas de esclavitud, en los cuales no había derecho alguno (la
conveniencia de la esclavitud quizás sea la más grande
contradicción entre el capitalismo económico y el liberalismo
social y político).
Argumentos irracionales
“Les
pregunto, ¿creen que no hacer nada es lo correcto? ¿creen que la
empleabilidad a nivel de jóvenes no es un problema? Tenemos que
ponernos la mano al pecho y reconocer que hay un problema que hay que
resolver”.
Más
que una declaración, fue un desafío el que lanzó el ministro de Economía peruano, Alonso Segura, para defender el nuevo régimen
laboral juvenil, que establece recortes a derechos fundamentales como
gratificaciones (aguinaldo), CTS (fondo de desempleo) y seguro de
vida, en pos de aumentar la ocupación o reducir la informalidad de
los jóvenes menores de 24 años.
El
argumento, archiconocido, plantea que si los patrones pagan menos
cargas laborales, van a tomar más jóvenes en blanco, y así se
reducirá tanto la desocupación (que entre los 18 y 24 años dobla a
la media nacional) como la informalidad (se calcula que en el Perú
sólo uno de cada cuatro trabajadores está en blanco. En la franja
18/24, es sólo uno de cada diez).
Un editorial del diario económico
Gestión defendió la normativa, debido a que fomenta la contratación
juvenil, es decir, defiende a los nueve “jóvenes peruanos que notienen ningún tipo de beneficio”. Su principal argumento: la
medida reduce “los costos laborales no salariales de un 60% a un
15% para sus empleadores”. Además, como los jóvenes no tienen
experiencia, “su productividad no compensa los costos asociados a
su contratación”.
El gobierno, en tanto, defendió el
sistema al afirmar que es “voluntario”; o sea que si un joven no
quiere acogerse al nuevo sistema, puede hacerlo y buscar trabajo...
Refutaciones evidentes
Las declaraciones del ministro de
Economía son el modelo perfecto del cinismo que gira alrededor de
los derechos laborales. Aparentemente, lo único que se puede hacer
para fomentar la contratación de jóvenes es precarizarlos. Para eso
se llevó la mano al pecho, de eso se trata la valentía política,
aparentemente.
Ahora bien, un par de consideraciones.
En primer lugar, está el destino del progreso. El Perú ha crecido a
tasas chinas durante más de diez años, su PBI prácticamente se ha
duplicado, el consumo creció considerablemente, igual que las
utilidades de las empresas. ¿Esos excedentes se volcaron
proporcionalmente a aumentar los sueldos o a blanquear empleados? No.
El sueldo promedio en Lima Metropolitana (por lejos el distrito más
rico del país) es de aproximadamente 517 dólares, mientras que el
salario mínimo vital está en los 250 dólares. La informalidad, lo
dicho, alcanza al 75% de los trabajadores, y sólo cinco millones de
16 millones (aproximadamente) de trabajadores activos paga
jubilación.
Según datos del Banco Mundial, a datos
de 2012, la participación en el ingreso del 20% peor remunerado de
la población fue del 4,2% (en 2010 era de 4,6%, o sea que empeoró),
mientras que el quintil mejor remunerado se gasta el 50,1% (al mismo
nivel que 2010).
Otro dato: de acuerdo a la misma
entidad multilateral, el índice de Gini peruano, que mide la
distribución del ingreso, estaba en 4.5 en 2012, una décima más
alto (o sea, peor) que en 2010.
Si los distintos índices demuestran
que el dinero que ha entrado al país no se ha distribuido en toda la
población, si no hubo avances considerables en salarios, acceso a
una pensión o blanqueo de empleados, ¿acaso la precarización puede
motivar una mayor equidad, esa es la conclusión?
El editorial de Gestión, para
justificar la medida, dijo que la productividad de los jóvenes “no
compensa los costos asociados a su contratación”, y que por eso
era necesaria la flexibilización. Otra falacia: para compensar los
costos y la productividad existe un viejo mecanismo, viejísimo,
llamado escala salarial. Esa es la razón por la que un gerente gana
más que un cadete, y la razón por la que los jóvenes siempre
entran con los sueldos más bajos.
Ahora bien, supongamos que la dinámica
de contratación efectivamente aumenta en ese rango etáreo, que la
medida fue exitosa, ¿qué pasará con los empleados más antiguos, o
aquellos que hayan cometido el pecado de tener más de 25 años?,
¿con estas medidas, no se está empujando a los empresarios
reemplazar empleados más caros por empleados más baratos?
Pero hay un hecho más grave, que de
algún modo resume lo anteriormente dicho: ¿la única medida para
paliar el desempleo es precarizar las condiciones de trabajo?
Esa es la verdadera cuestión. El
discurso dominante relaciona la competitividad a los derechos
laborales y los salarios: un país será más competitivo si es más
barato, si paga sueldos más bajos; y hacia él se volcará el
capital mundial con voracidad, hasta que aumenten los costos (o la
inversión en humanos, depende del cristal con que se lo mire).
Del mismo modo, el discurso dominante
plantea que el único modo para garantizar el pleno empleo es a
través de la eliminación de los derechos laborales. Mientras menos
cargas sociales (curioso llamarle “cargas” a los hijos, a la
salud, al seguro de vida, etcétera) se paguen, mientras menos
salarios se abonen, mientras más desamparados y flexibilizados estén
los trabajadores, más progreso, más crecimiento, más dinero, más
felicidad para un país.
El cinismo en su máxima expresión, la
mentira consciente planteada con vileza, la contradicción pura y
dura. La solución mágica, al final de cuentas, es castigar a los
que necesitan ayuda, desahuciar al desamparado, atacar la base de la
pirámide.
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