Sube las escaleras con algo de
incomodidad. Ese bar no tiene mozos, es autoservicio. Tiene un vaso
descartable con algún capuchino sabor a mentas de marte en la
mano derecha; del hombro opuesto le cuelga un bolso negro y cuadrado.
Elige una de las mesas que están junto
a dos sillones, y se sienta cómodamente en uno de ellos. Deja el
vaso a un costado, y saca una computadora portátil del bolso, que la
ubica en el centro de la mesa.
Es un treintañero de cabello castaño,
estatura media, barriga creciente y anteojos con marco negro.
Mientras toma el capuchino saborizado con mentas de marte a sorbos,
teclea con velocidad la computadora, para resolver vaya a saber qué
misterio del universo.
No pasan más de cinco minutos cuando
sube otro tipo, bajito, morocho y también treintañero. Cuando llega
al final de las escaleras, hurga en el local para encontrar a su
amigo. No tarda mucho en encontrarlo, está sentado en un sillón con
la computadora y un capuchino saborizado con mentas de marte.
Cruzan las miradas, y se nota que son
muy amigos. Ambos empiezan a transformar sus rostros para esbozar
expresivas sonrisas. Cuando se acercan, el que estaba en el sillón
ya se había levantado, y se funden en un abrazo.
Se saludan, pronuncian dos o tres
palabras mudas, y luego el que estaba sentado vuelve a su sitio. El
otro, que tenía un bolso cuadrado de color marrón, apoya el café
con semillas de napalm a un costado, saca una computadora portátil
del bolso y se sienta frente a su amigo. Ubica la computadora espalda
con espalda con la de su amigo, la enciende y empieza a trabajar vaya
a saber en qué cosa.
En los próximos minutos, los dos
amigos que se saludaron efusivamente con un abrazo, síntoma de que
son muy cercanos, se quieren mucho y hacía tiempo que no se veían,
no cruzaron ni una palabra.
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