El paro indefinido de los camioneros es
un eslabón más en una cadena que puede tener consecuencias nefastas porque profundiza el divorcio entre el sindicalismo
y la sociedad.
Las motivaciones evidentemente
políticas detrás del reclamo alejan al sindicato del pueblo, que es
el que sufre en carne propia esa acción directa y no avala los
argumentos, y lo encierran en una paradoja que lo sitúa en una
posición peligrosa: ¿si el sindicalismo no está para defender al
pueblo, a los trabajadores, entonces cuál es su finalidad?
Históricamente, el sindicalismo fue la
respuesta que encontraron los trabajadores para enfrentarse al sector
patronal, naturalmente más poderoso. Es la unión de los débiles
para medirse con los poderosos. Y los resultados fueron fundamentales
para la sociedad que conocemos. Sin sindicalismo no existirían
derechos laborales, ni esas conquistas que igualaron a las
sociedades. Ni siquiera existiría clase media, salvo algunos
comerciantes. No habría universidades públicas ni movilidad social.
Los trabajadores serían cuasi esclavos, como lo eran en el Siglo XIX
y parte del XX, con escasos derechos que los protejan.
Esa lucha abrió también la
posibilidad de implementar derechos que defiendan al propio
sindicalismo, como el derecho a huelga y movilización, dos
herramientas fundamentales para los planteos sindicales.
Sin embargo, el sindicalismo ha caído
en la peligrosa costumbre de abusar de esas herramientas, y perdió
de vista un factor fundamental en estos días democráticos: el
consenso.
En efecto, el sistema democrático
exige consensos para obrar. Una protesta que carece de ese consenso
tiene serias posibilidades de naufragar. Y es por eso que el
sindicalismo debería trabajar con mayor intensidad para integrarse a
la sociedad, para formar parte de ella, porque es por ella que
existe. Sin trabajadores, no habría sindicalismo.
Además, en el caso del sindicalismo la
necesidad de consenso tiene una importancia aún mayor porque su
poder reside en la unión social. Mientras el sector patronal suele
tener en su mano el poder económico, el sindical se guarda el poder
popular, el que otorgan las masas. Sin masas, por lo tanto, no habrá
sindicalismo.
En nuestra Córdoba, el enfrentamiento
entre el SUOEM y el exintendente Daniel Giacomino dejó en evidencia
un pecado repetido: la sordera de ciertos sindicatos ante los reclamos
masivos. Y el abuso de la herramienta del paro como única estrategia
de medida de fuerza con los sectores patronales. Pero aún más, como
los camioneros, los argumentos esgrimidos para justificar las medidas
de fuerza fueron poco convincentes y demostraron una prepotencia que
no es sana para una actividad que necesita de consensos.
El sindicalismo es una herramienta
necesaria para las sociedades capitalistas porque sirve para igualar
fuerzas. Sin sindicatos, los trabajadores estarían absolutamente
desprotegidos ante las patronales y podrían perder derechos ganados
con mucho sudor y sangre que son baluarte del movimiento trabajador.
Pero como toda instancia popular, el
sindicato es sensible a las malas prácticas. Un acto de corrupción
no hará tanto daño a una empresa, por cuanto no necesita del
colectivo para seguir funcionando, su relación con las poblaciones
es casi exclusivamente económica, una transacción comercial, como a
un sindicato. El gremialismo nace desde el colectivo y depende de él.
Sin consenso, sin apoyo, sin credibilidad, morirá indefectiblemente.
Es tarea de los dirigentes modificar
esa mecánica perversa que persiguió a los sindicatos,
transformándolos en armas políticas útiles para ciertos sectores
de poder y devolverlos a sus fuentes, pero también de la propia
sociedad, que reacciona a través de la condena y el alejamiento.
Si el sindicato es el colectivo y es
una de las grandes herramientas de construcción social, la sociedad
no puede darle la espalda.
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