La primera prueba había fallado, la pelusa hallada en el pupo de Bob big Lebowski no coincidía con el grueso pullover que se había puesto para el experimento.
No se desanimaría. Tomó su libreta de anotaciones, con tapas duras y un rótulo que rezaba “las pelusas en el pupo” -era científico, no poeta-, una lapicera y plasmó la experiencia inicial. El caso se tornaba apasionante, pues la solución no estaba a la vista. Había sido más sencillo trabajar con el gen que provoca la obesidad.
Cuando una experiencia no resulta, el trabajo debe continuar lejos de la acción, y cerca de la observación. La vieja escultura del hombre sentado, con el codo sobre uno de los muslos y la mano apoyada sobre la pera explica este momento del científico. Había que pensar, meditar y observar detalladamente para encontrar una nueva hipótesis.
Bob big Lebowski siguió con su trabajo en la universidad, pero jamás dejó de pensar en aquello. Una noche, mientras una vez más sacaba pelusas de su ombligo entre bocado y bocado de la pizza doble que había ordenado, tuvo una iluminación: ¿qué tal si en vez de probar de dónde vienen las pelusas, imagina lo contrario? Es decir, busca el modo de que las pelusas desaparezcan de esa concavidad.
Imaginando que la materia no nace de la nada, el próximo experimento consistirá entonces en aislarse de las partículas para demostrar que las pelusas se adhieren al ombligo como las abejas lo hacen a la coca cola.
En sus días libres, Bob big Lebowski construyó una cámara en el comedor diario de su casa. Guardó una buena cantidad de comida, improvisó un baño, con un inodoro, una bacha vieja y unas tuberías debajo que salían al patio, y compró cantidades industriales de agua. También colocó una cama, una silla, diez libros, una heladera y la TV. La electricidad llegaba mediante cables bajo tierra, cuya instalación requirió la destrucción parcial del piso del comedor.
Ese viernes salió de trabajar excitado. Había pedido una semana de vacaciones para llevar a cabo su experimento: siete días de aislamiento, dentro de su casa y totalmente desnudo. Minimizando la cantidad de partículas en el aire y evitando la ropa, posible causante de las pelusas, pensaba derribar la primera afirmación que le vino a la cabeza cuando fracasó la experiencia del pullover: las pelusas en el pupo vienen de la nada, la puta madre.
Llegó a su casa al atardecer; se tiró a ver TV, cenó tranquilo, se desnudó y entró en la burbuja. Estaba bastante bien aislada, y a la vez conectada con el resto de la casa, debido al transparente de sus límites.
Pasó la primera noche sin problemas en su cama sin sábanas, pues había que evitar los tejidos, y con un recubrimiento especial, de neopren. El conflicto se desató, y violentamente, al día siguiente. Desayunó leche y cereales, miró la televisión y comenzó a leer un libro. Una novela de espías de Conrad.
Pasó apenas unas hojas cuando el ahogo lo tomó por sorpresa. Nunca en su vida tuvo esa sensación de aplastamiento, como si fuese uno esos automóviles que avanzan lentamente a su final en las chatarrerías. Le faltó el aire, necesitaba moverse, saltar, correr y miraba el exterior con melancolía. El plástico transparente que lo aislaba de pronto cobró forma y profundizó ese sentimiento horrible. Estaba en prisión dentro de su casa, pero ya no podía ver su casa. Miraba unos barrotes negros rodeados de paredes ajadas, mientras alrededor suyo lo acosaban reos violentos que amenazaban su integridad.
Vomitó. Se desmayó. Y cuando se repuso, salió corriendo de esa horrible burbuja hacia el patio. Llovía tenuemente. Miró hacia arriba extendiendo los brazos, como en su película favorita, V, y sintió las suaves gotas en su rostro.
Se mantuvo unos instantes en esa posición hasta que el cuello comenzó molestarle. Bajó su cabeza y los brazos, ya acalambrados, pues no estaba acostumbrado al ejercicio, y observó con estupor que una enorme pelusa gris posaba, burlona, entre las matas negras de su ombligo.
Gritó desesperado. Volvió a la casa, desarmó la burbuja y llamó al trabajo: ya no necesitaba vacaciones.
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