sábado, 4 de septiembre de 2010

Erótica soledad

La imaginación asalta a mi mente para reconstruir la escena: el hombre es alcalde de una pequeña ciudad española. Tal vez no estaba preparado, pero las vueltas de la vida lo llevaron a un puesto de mucha responsabilidad.

Ser alcalde de un pueblo no es lo mismo que de una gran ciudad. En las metrópolis, los dirigentes tienen mayor responsabilidad, es cierto. Manejan presupuestos astronómicos y cada una de sus palabras repercute en miles de hogares. Pero en un pequeño pueblo, el alcalde carga con la cruz del contacto directo. Cualquier cagada que se mande en ese puesto afectará la vida del dueño del boliche de la esquina, de la mujer que atiende el bufett del club, del quiosco de revistas; de las personas que viven alrededor suyo. De gente que se cruza y con quien, en muchos casos, tiene una amable relación y, en tantos otros, una entrañable amistad.
En definitiva, ser alcalde de un pueblo conlleva una responsabilidad enorme y violenta, porque el juicio parte de la intimidad. De gente que conoce todo de todos, incluso el jefe de gobierno. La carga que produce someterse al juicio permanente de los más íntimos y decidir parte de sus destinos puede generar severos trastornos de conducta hasta en el ser humano más fuerte que haya existido.
Por eso imaginar la escena, en realidad, no resulta de un acto creativo desmedido, sino apenas de un toque de sentido común. El alcalde del pueblo de Vallelado regresa a la soledad de su oficina luego de escuchar los reclamos de los habitantes, la señora del bufett, el dueño del boliche, en fin, sus vecinos. Aquellos que eran sus amigos y que lo saludaban con respeto lo situaban en otro rol, el de un dirigente que debía responder a sus reclamos. Y si no lo hacía, pues lo criticaban como si se tratase de un forastero y no su vecino de toda la vida.
Volvía a su despacho entonces, desconsolado. Posiblemente, a estas alturas del partido tendría algunos problemas maritales. Su esposa le recriminaría que desde que asumió la alcaldía no era el mismo. Se había olvidado de su familia, ya no era el mismo marido devoto de antaño; el puesto de alcalde se le había subido a la cabeza. Para colmo, ahora los vecinos, el pueblo entero, la miraba de otra manera. Se acercaban a ella sólo para que le pida algún favor perdido a su marido. La verdad, estaba harta de esa vida.
Y él, deshecho. Para colmo, la crisis de pareja tenía inmediatas repercusiones en la vida sexual. Aún se sentía joven y tenía deseos por su esposa, aunque no podía tocarla porque todo derivaba en discusión.
Así de solo, así de aislado, no sorprendió que el buen alcalde haya regresado a su oficina para llamar a una línea erótica. No sorprendió, a decir verdad, que haya llamado asiduamente a una línea erótica. Tampoco que, de bronca nomás, haya pagado con el dinero del municipio. Al fin y al cabo, ese estado del alma fue producido estrictamente por el cargo que ocupaba. Si no fuese alcalde, no andaría llamando a “cachondas, la línea hot de España”, o como se llame esa línea.
Lástima que alguna secretaria metida haya hurgado en los resúmenes de cuenta y descubierto que ese respetable funcionario había gastado, aproximadamente, 5.700 euros en llamadas a cuentas eróticas. Se sentía solo, pobre.
La escena podría haber sido imaginada por cualquiera que leyese el título de aquella nota. Y posiblemente, eso fue exactamente lo que pasó; más o menos.  

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