Las construcciones discursivas representan ideas. El contenido del mensaje es su sustancia, pero el modo en que se estructura un discurso puede ser determinante para su posterior entendimiento. De hecho, la forma puede ocultar el verdadero significado de un contenido mediante recursos lingüísticos y semióticos que pueden revertir el sentido de un mensaje.
En la actualidad, las construcciones discursivas cobraron una influencia inédita debido a la mediatización de las sociedades. Es simple: una expresión, una forma de decir, repetida hasta el hartazgo todos los santos días puede, finalmente, llegar de algún modo a los espectadores/ciudadanos/consumidores. Es decir, a nosotros. Y, por qué no, esa construcción dicha como verdad puede, al fin de cuentas, transformarse en una verdad. O, mejor dicho, percibirse colectivamente como una verdad.
Desde este punto de vista, la discusión nacional por la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo generó un sinfín de rasgos curiosos y dignos de análisis. La sociedad se dividió entre los que están a favor y aquellos que están en contra, y a la vez generó construcciones discursivas interesantes.
Los opositores al proyecto, por caso, idearon (alguno lo debe haber hecho a propósito) una estrategia llamativa para rechazar la boda entre homosexuales: pasaron del ataque a la defensa. Naturalmente, su postura es ofensiva; ellos son quienes intentan evitar la sanción de una ley que amplía los derechos maritales. Como su intención es restringir un derecho (o mantenerlo igual, es decir, restringido), entonces ellos serían los atacantes. Atacan una iniciativa porque no están de acuerdo con ella.
Sin embargo, he aquí la inteligencia, la estrategia discursiva, fundamentalmente de la Iglesia Católica, consistió en plantear la campaña de rechazo al matrimonio gay como una especie de resistencia. Como una defensa del “matrimonio natural”. Se presenta el conflicto, entonces, como una alternativa entre lo natural y lo artificial, entendiendo a lo artificial como nocivo, por supuesto, y lo natural como aquello designado por Dios. Las últimas declaraciones del arzobispo de Buenos Aires Jorge Bergoglio, citadas por La Nación, fundamental estas afirmaciones: Bergoglio sostuvo que el matrimonio gay lleva consigo “una pretensión destructiva al plan de Dios” y consideró que, de aprobarse, puede "herir gravemente a la familia". El argumento de Bergoglio (citado casi al azar, porque salvo algunos descontrolados fue un factor común en la mayoría de las declaraciones contra el matrimonio entre personas del mismo sexo) revela cómo se pretende disfrazar una postura ofensiva para revelarse, mediante una construcción discursiva distorsionada, como defensor de un principio universal. De este modo, se obstruye la verdadera intención de las campañas contra el proyecto legislativo: su naturaleza ofensiva. Es decir, su principio destructor.
Bien o mal (pues aquí no estamos ante un juicio sobre el contenido del proyecto de matrimonio entre personas del mismo sexo), los sectores que impulsan la ley proponen una ampliación de los derechos. Admiten como válido el matrimonio entre personas de distinto sexo y, al mismo tiempo, señalan como necesario ampliar el derecho a los homosexuales. Igualdad absoluta ante la ley, con derechos y obligaciones. Por el contrario, los opositores a la norma se sitúan como atacantes. Su propuesta consiste en restringir el acceso al matrimonio y todos los derechos que trae consigo. Bajo distintos argumentos, que oscilan entre sospechosos estudios científicos a frases apocalípticas (“las catástrofes del mundo se producen porque aceptamos la unión homosexual”), intentan mantener un estatus quo restrictivo para una porción de la sociedad.
Evidentemente, un mensaje de amor y tolerancia, basado en la recuperación de la familia tradicional, no coincide con una postura ofensiva hacia un sector social. Y por ello, emitir un ataque directo contra la homosexualidad a largo plazo provocaría una contradicción insalvable: ¿cómo invocar a la tolerancia para sostener la bandera de la restricción? Al margen de la razón o no en oponerse al matrimonio homosexual, el error es insalvable.
Por lo tanto, para salir de este atolladero, los opositores a la norma escogieron otra vía, imperfecta, sí, pero más inteligente: situarse como los defensores de un valor sagrado como la familia. Esgrimiendo el argumento de que el matrimonio homosexual lacera la “unión natural entre un hombre y una mujer”, intentaron revertir su propia posición y referirse a sí mismos como defensores. Entonces sí, defendiendo una idea, un concepto, un mundo ideal, pudieron levantar la bandera de la tolerancia y el amor sin caer en la contradicción, al menos desde el punto de vista discursivo.
Algunos medios, por malicia o incapacidad, repitieron el argumento cuando citaron a los opositores a la norma. Rotularon la campaña de rechazo al matrimonio gay como una campaña de defensa del matrimonio heterosexual cuando, repetimos, la ley se propone ampliar los derechos maritales y no restringirlos. Aquellos que quieran casarse con una persona del mismo sexo podrán hacerlo libremente, tal como ocurre en la actualidad. Y aquellas parejas compuestas por un hombre y una mujer podrán iniciar un trámite de adopción con total libertad.
La nueva ley intenta que otras personas también puedan acceder a esos derechos y al mismo tiempo someterlas a otras obligaciones, propias de los matrimonios. Si alguien está de acuerdo con ella deberá abrazarla pero sin perder su espíritu crítico, ya que toda ley humana es mejoradora, aún cuando es perfectible.
Y quienes están en contra del a norma, pues deberían evitar mensajes distorsionados e hipócritas para decir la verdad: que consideran que un grupo de personas no tiene derechos para determinadas prácticas.
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