lunes, 7 de diciembre de 2009

Disculpe, ¿tiene cambio?


Normalmente, las personas calificamos a los días como buenos o malos. Sin mayores explicaciones lógicas, cuando sufrimos una cadena de hechos indeseados nos conformamos con pensar que el pie izquierdo fue el primero en tocar la tierra para ratificar esa noción de que el mundo está en contra nuestro, una expresión que guarda bien escondida una enorme soberbia, pues el mundo es demasiado grande como para ocuparse especialmente de un pequeño individualismo.
Sin embargo, esa noción existe. Y dentro de esa noción hay, por supuesto, calificaciones que se van desglosando hasta un día que, si la memoria no nos falla, podríamos catalogarlo sin temor como “el peor día de nuestras vidas”.
En ese momento se encontraba el vendedor. El vendedor era un hombre honesto y muy laburante pero con pocas luces para el negocio. Durante toda su vida había trabajado en relación de dependencia, pero los avatares del destino lo empujaron luego a vender, una actividad para que para un hombre de su torpeza innata y su parquedad era quimérica. Pero ahí estaba el hombre, enfrentando la adversidad con la meta de llevar comida a su casa.
Ese particular día había sido espantoso. No había vendido una maldita hoja de bloc (vendía elementos para librerías), el calor abrazaba su traje negro, el único que tenía, y para colmo esa mañana había recibido dos noticias devastadoras: le cortarían el gas y le quedaban pocos días para pagar la deuda del alquiler o lo desalojarían.
Por lo tanto, entre la falta de ventas y un futuro inmediato en la calle, el vendedor podría concluir traquilamente que era el peor día de su vida. O que por lo menos competiría seriamente en ese ranking patético.
Eran ya las seis de la tarde y no había esperanzas, nadie le compraría ni una goma de borrar. Estaba en barrio General Paz, frente a la escuela Garzón Agulla, y se disponía a regresar a casa, que la seguiría llamando así hasta que el dueño de la vivienda lo decida. Salía de una librería ubicada enfrente de la escuela, pasó por el bar Estudiantina y llegó a la esquina de Viamonte y 24 de Septiembre. Además de su frustración, se encontraba ofuscado porque no tenía cambio. Le quedaba un sólo billete de 100 pesos* y debía regresar a casa en colectivo y no le aceptarían el pago con ese billete. La mujer que atendía la librería, luego de rechazar todos los productos ofrecidos para la venta, le dijo educadamente que no tenía cambio. “Usted sí que anda bien”, exclamó la mujer mientras al vendedor le salía fuego por los ojos.
En el bar de al lado, la Estudiantina, tampoco tenían cambio y un quiosco que quedaba a la vuelta no le quiso vender cospeles precisamente porque no podría darle el vuelto.
Desesperado, el vendedor cruzó 24 de Septiembre y entró al Bar Tac, en donde Ángel, el encargado, charlaba en soledad con Hugo, uno de los habituales clientes. Ambos se encontraban sobre la barra charlando de bueyes perdidos y no se percataron de la presencia del diminuto hombre.
Ángel, el encargado del bar, era un hombre imponente, del tamaño de un oso, con una calva lustrada y unas mechas negras que caían por su nuca. Hugo, por el contrario, era blanco como la nieve con oscuros y frondosos rulos sobre su cabeza y una barriga en crecimiento.
Tímidamete, tal era su costumbre, el vendedor se acercó a los hombres para solicitarles si tendrían la amabilidad de cambiarle 100 pesos.
Ángel, con toda amabilidad pero sin dejar de charlar con su cliente, tomó el billete de 100 y le entrgó otro billete de 100. “Ahí le cambié 100 pesos”, dijo al vendedor y continuó el diálogo.
Hugo, al observar la evidente broma de Ángel, pues era obvio que el vendedor pedía billetes chicos y no que le cambien un billete por otro, exclamó: “Ángel, dejáte de joder, pobre hombre. Discúlpelo -prosiguió dirigiéndose esta vez al vendedor- él es así. Déme los 100 pesos por favor”.
El vendedor, ya con mejor semblante, le dio los 100 pesos a Hugo, quien de su billetera extrajo un tercer billete de 100 pesos y se lo volvió a cambiar al vendedor.
El vendedor no podía creer lo que veía. Se quedó mudo ante aquellos dos hombres que seguían charlando como si nada hubiese ocurrido. Él, mientras tanto, había cambiado dos veces de billete pero seguía sin conseguir sencillo para regresar de una vez por todas a su casa. En silencio, pero con una cara que no podía ocultar su sorpresa por ese extraño hecho, dijo gracias muy bajo y salió del bar caminando muy despacio y mirando hacia atrás a cada paso, como esperando a que alguno de los dos hombres le aclare lo que había ocurrido.
Al final del día, el vendedor tuvo que volverse caminando y juró por todos los santos no regresar nunca más a barrio General Paz, y mucho menos al Bar Tac.

*Se actualiza el dinero que tenía el vendedor, pues su desgracia ocurrió en la década del 80, unos años complicados para contar monedas.

1 comentario:

Eduardo Laserna dijo...

Muy interesante post para aquellos que nos ganamos la vida en el mundo de las ventas. A veces las buenas maneras no sirven y hay que aprender a llamar a las cosas por su nombre.