martes, 21 de julio de 2009

Sorpresa inesperada

El amplio comedor ofrecía un curioso escenario minimalista. Paredes blancas, apenas con unos cuadros; una pequeña cómoda utilizada seguramente para guardar la vajilla de lujo y la mesa, con sólo cuatro sillas, bien emplazada en el centro. En ella, Carlos, Jorge, Carla y Marcela, compartiendo una amena tertulia en un sábado cualquiera del barrio Juniors.
Carlos y Walter se habían conocido en el Bar Tac y rápidamente se hicieron amigos. Compartían gustos aunque tenían una personalidad bastante diferente. Carlos, mecánico, era extrovertido y ampuloso en sus gestos, mientras que Walter prefería el perfil bajo, con menos gritos y más mordacidad. Sus mujeres, Marcela y Beatriz, sencillamente dos ángeles que toleraban a un par de muchachos que se adecuaban perfectamente en la definición de lo que conocemos como atorrantes. En el buen sentido, claro.
La velada era amena, entre risas, anécdotas, burlas, gritos y mucho, pero mucho vino. A decir verdad, una velada jamás sería aburrida si Carlos participaba de ella. Su carácter lo hacía uno de los tipos más queridos del barrio. En el taller, todos confiaban en él; aunque no necesariamente cumpliera siempre al detalle con su trabajo. Sus clientes le eran fieles sólo para estar allí; escuchar sus anécdotas y sus chistes. Todo un personaje.
El vino corría a raudales, pero su complemento ideal, el hielo, comenzaba a escasear. Tanto, que se hizo necesario cumplir con la arriesgada misión de buscar más rolitos. En esa época, mediados de los años ochenta, Córdoba no era una ciudad precisamente funcional para los noctámbulos. Conseguir algo a altas horas de la noche, lo que sea, podía transformarse en una verdadera misión imposible, puesto que el panorama comercial no era precisamente variado, ni rico, ni barato. Con todo, los dos caballeros se ofrecieron al riesgo y salieron a la oscuridad de la noche para consumar su misión: obtener hielo, de cualquier forma. Y en el barrio General Paz de esa época, cualquier forma era el Bar Tac. Si algo había que conseguir en la noche, lo que sea, el Bar Tac era el lugar indicado.
Sin dudarlo, Carlos y Walter partieron decididos al local nocturno para pedir un poco de hielo. Tampoco hacía falta tanto, ya que eran las tres de la mañana y, con sus esposas, no podrían durar mucho más. Llegaron al bar, hablaron con la Chancha y le contaron su problema. Mientras el encargado del bar acudía amablemente a cumplir sus deseos, Carlos y Walter se pidieron un par de wiskies, para pasar el rato.
Una hora después, el hielo se deshacía en una bolsa de plástico junto a los dos caballeros, quienes se babeaban hablando bajo a dos señoritas desconocidas, sin nombre, sin pasado y casi que sin belleza.
Una hora después, Carlos y Walter seguían apoltronados a la barra y las dos señoritas se habían transformado en cuatro amigos, que los invitaban amablemente al cabaret. Casi sin pensarlo, en realidad, sin pensarlo, los protagonistas de esta historia tomaron sus abrigos, las llaves del auto, pidieron a la Chancha que les dejara llevarse los vasos pues el wisky importado no era nada barato, y salieron con el ímpetu de aquellos que no saben lo que hacen.
Una hora después, Walter se había ido a dormir, vencido por el etílico, pero Carlos se mantenía estoico ya en un boliche bailando, decidido a recibir los primeros rayos de sol cuando regresara a casa. Movía sus caderas, ensayaba alguna coreografía para una canción puntual, sonreía mostrando sus dientes blancos y encendía sus ojos celestes; todo un show único y gratuito ofrecido a cuanta mina le pasara cerca. Carlos estaba en su salsa. Para eso había nacido, para gustar a los demás. Y por esa sencilla razón era un excelente mecánico, como podría haber sido un excelente relaciones públicas de la multinacional más importante del mundo. Todo lo que tenga que ver con el trato humano y la simpatía pertenecía al dominio de Carlos.
Sin embargo, hasta los más talentosos sufren imprevistos. En medio de las sonrisas, las miradas centellantes y los bailes sugestivos, Carlos sintió que alguien golpeaba con fuerza su hombro. Como si lo llamaran, pero con desesperación y urgencia. Rápidamente, con sus dientes blancos brillando ante la luz negra como la luna cuando asoma por un horizonte oscuro y con su simpatía en flor, giró su cuerpo con dificultad y halló a su Bichi, a Marcela, a su amada esposa que lo había rastreado por todo Córdoba desde las tres de la mañana.
-¡Bichi! – gritó Carlos con una amable sorpresa- ¿Qué hacés por acá?

Hoy, veintipico de años después, Carlos y Bichi siguen juntos.

miércoles, 15 de julio de 2009

Entierros ajenos

El Caminante es un personaje extraño. Recorre las calles en silencio y en soledad, y sólo se dedica a observar la realidad de una tórrida ciudad repleta de detalles imperceptibles para el peatón desprevenido.
El Caminante escudriña cada milímetro de esa orgía de almas, esa mole impávida de cemento llamada Córdoba. No habla, no juzga, no sentencia, no opina. Simplemente mira y procesa internamente cada observación, cada dato que absorbe de la realidad.
Un día como tantos otros, el Caminante cruzaba la calle Santiago del Estero por avenida Olmos, con cuidado, porque en esa bendita esquina siempre hay agua quién sabe de qué manantial y los automovilistas doblan sin mirar bien porque están hablando por teléfono, bien porque se están hurgando la nariz, bien porque están sintonizando la radio o cambiando el CD.
Luego de dejar pasar a un par de choferes atolondrados, el Caminante cruzó cuidadosamente por Santiago del Estero y a la altura de la parada de ómnibus, allí donde alguna vez hubo un cine llamado Luxor, que más tarde se transformó en una iglesia y hoy es la ruina de lo que fue, una bella mujer esperaba su colectivo cuando una Traffic pasaba cerca de ella.
El conductor, un hombre de mediana edad, se abalanzó hacia donde estaba su copiloto, evidentemente un compañero de trabajo, e intentó seducir a la mujer por todos los medios, teniendo en cuenta que estaba en un vehículo en marcha. El Caminante observó la situación con un dejo de simpatía, y luego concentró su atención en el hecho.
Primero miró a la joven, para ver si estaba buena. Y efectivamente, lo estaba, pero no hacía caso a las obscenas invitaciones del conductor desesperado. Evidentemente acostumbrada a este tipo de casos, sólo se dedicaba a mirar, con paciencia, hacia el horizonte de cemento para esperar su colectivo.
La altivez de ella no amedrentó al buen hombre, que seguía con su poética cordobesa del tipo “¡dale mi vida, subite acá atrás u nratito y haceme feliz, no seas odiosa bombonazo!”, y epítetos peores que no vale la pena transcribir. No cedía, no negociaba, no perdía de vista su objetivo: subir a la mina, echar a su amigo y todo con la Traffic en marcha. Pero no hubo caso, la joven siguió mirando al horizonte y ni siquiera se despeinó ante semejante demostración de caballerosidad precaria.
Él, quizá cabizbajo, aceleró a toda marcha y continuó con su vida, con una derrota a cuestas.
El Caminante miraba con simpatía aquél usual suceso en la Córdoba de la Nueva Andalucía, pero no pudo evitar detenerse en la Traffic, cuando ésta aceleraba hacia lo desconocido. Detrás, en las puertas laterales de la caja, el vehículo tenía una leyenda que decía: “Punilla, Servicios Fúnebres”.
Una mueca surgió de la boca del caminante, quien pudo al fin comprender paradoja del pobre hombre.
¡Cuántos entierros ajenos y tristes!

viernes, 10 de julio de 2009

Impuesto a la coima

El grupo californiano Marijuana Policy Project propuso una fórmula infalible para solucionar el déficit crónico de California: legalizar la marihuana.
La iniciativa se hizo pública a través de una publicidad televisiva que mostraba a una mujer, Nadene Herndon, que consume la droga luego de sufrir una serie de derrames hace tres años. En el spot ella decía: "En lugar de que nos traten como criminales (a los consumidores) por usar una sustancia menos dañina que el alcohol, queremos pagar lo que nos corresponde".
La idea, por extraña que parezca, no resulta tan irrisoria si se tiene en cuenta que un impuesto sobre la buena yerba permitiría a California recaudar la friolera de 1.000 millones de dólares anuales. Con ese monto, la provincia más poderosa del mundo resolvería su déficit en un santiamén.
Pero el concepto de cobrar impuestos no convencionales no es nuevo. El especialista en economía Miguel Ángel de los Santos Aires Martinetti propuso en la Argentina otro tipo de planteo, que por diferente no deja de ser similar.
En una carta enviada al Congreso, Martinetti ideó una serie de gravámenes sobre determinadas costumbres argentinas. A saber:
La coima: el primer párrafo del proyecto planteaba regular el cobro de coimas. Es decir, blanquearlo. Martinetti decía que el Estado debía aprovechar la inusual tendencia argentina a no respetar las leyes y crear una ley al respecto.
De acuerdo al texto, cada trabajador que se desempeñara en cargos de control de cualquier tipo debería adquirir por una módica suma un talonario especial, dedicado a las coimas. Al mismo tiempo, tendría que anotarse en un registro de coimeros discriminado por rango, tipo y ocupación.
Por ejemplo, si el ciudadano era un inspector municipal de espectáculos públicos, entonces debería inscribirse en el registro “coimeros espectaculares”, describir en su facturero cada vez que cobraba una coima y, una vez por año, declararlo ante la AFIP. Así, sostenía el especialista, el hombre blanquearía su irremediable tendencia a cobrar bajo la manga, no correría riesgos de ser castigado por ello y hasta podría competir, para fomentar la práctica en blanco, por un sorteo mensual de una moto scooter, de esas que hacen ruiditos cuando doblan, y un grabador MP3 portátil para registrar cada coima, en caso de que a alguien se una auditoría revise sus facturas.
La queja: otro aspecto del documento de Martinetti contemplaba la queja. La idea consistía en registrar legalmente una serie de frases quejosas típicamente argentinas y percibir un monto determinado previamente cada vez que una persona pronunciara cualquiera de ellas. Así, por ejemplo, podría registrarse la nunca bien ponderada “este es un país de mierda”, o “a los argentinos no les gusta trabajar”, o “estos negros de mierda sólo saben vivir de la teta del Estado” y cobrar por ellas.
El contralor se aplicaría a través de inspectores oyentes que saldrían a la calle y cada vez que escuchen alguna de estas frases percibirían de inmediato esta especie de multa al pobre desgraciado. Si el infractor decidiera no pagar, entonces arreglaría la correspondiente coima con el inspector, que estaría registrada debidamente, y todos felices.
El mecanismo tendría una doble ventaja, sostenía el especialista, porque obligaría a los puteadores a inventar nuevas frases para quejarse y así permitiría un aprendizaje más acabado del idioma y fomentaría el ingenio.
El proyecto de Martinetti contemplaba unas cuarenta posibilidades para ampliar la gama impositiva argentina, pero lamentablemente no fue tomado en cuenta. Poco después de presentar su iniciativa, un funcionario gubernamental le ofreció una buena cantidad de dinero que el economista aceptó y, tras pronunciar la frase “este es un país de mierda”, se fue a vivir a Europa, en donde comenzó a limpiar la mugre de los garages a los españoles y amasó una fortuna.