
Carlos y Walter se habían conocido en el Bar Tac y rápidamente se hicieron amigos. Compartían gustos aunque tenían una personalidad bastante diferente. Carlos, mecánico, era extrovertido y ampuloso en sus gestos, mientras que Walter prefería el perfil bajo, con menos gritos y más mordacidad. Sus mujeres, Marcela y Beatriz, sencillamente dos ángeles que toleraban a un par de muchachos que se adecuaban perfectamente en la definición de lo que conocemos como atorrantes. En el buen sentido, claro.
La velada era amena, entre risas, anécdotas, burlas, gritos y mucho, pero mucho vino. A decir verdad, una velada jamás sería aburrida si Carlos participaba de ella. Su carácter lo hacía uno de los tipos más queridos del barrio. En el taller, todos confiaban en él; aunque no necesariamente cumpliera siempre al detalle con su trabajo. Sus clientes le eran fieles sólo para estar allí; escuchar sus anécdotas y sus chistes. Todo un personaje.
El vino corría a raudales, pero su complemento ideal, el hielo, comenzaba a escasear. Tanto, que se hizo necesario cumplir con la arriesgada misión de buscar más rolitos. En esa época, mediados de los años ochenta, Córdoba no era una ciudad precisamente funcional para los noctámbulos. Conseguir algo a altas horas de la noche, lo que sea, podía transformarse en una verdadera misión imposible, puesto que el panorama comercial no era precisamente variado, ni rico, ni barato. Con todo, los dos caballeros se ofrecieron al riesgo y salieron a la oscuridad de la noche para consumar su misión: obtener hielo, de cualquier forma. Y en el barrio General Paz de esa época, cualquier forma era el Bar Tac. Si algo había que conseguir en la noche, lo que sea, el Bar Tac era el lugar indicado.
Sin dudarlo, Carlos y Walter partieron decididos al local nocturno para pedir un poco de hielo. Tampoco hacía falta tanto, ya que eran las tres de la mañana y, con sus esposas, no podrían durar mucho más. Llegaron al bar, hablaron con la Chancha y le contaron su problema. Mientras el encargado del bar acudía amablemente a cumplir sus deseos, Carlos y Walter se pidieron un par de wiskies, para pasar el rato.
Una hora después, el hielo se deshacía en una bolsa de plástico junto a los dos caballeros, quienes se babeaban hablando bajo a dos señoritas desconocidas, sin nombre, sin pasado y casi que sin belleza.
Una hora después, Carlos y Walter seguían apoltronados a la barra y las dos señoritas se habían transformado en cuatro amigos, que los invitaban amablemente al cabaret. Casi sin pensarlo, en realidad, sin pensarlo, los protagonistas de esta historia tomaron sus abrigos, las llaves del auto, pidieron a la Chancha que les dejara llevarse los vasos pues el wisky importado no era nada barato, y salieron con el ímpetu de aquellos que no saben lo que hacen.
Una hora después, Walter se había ido a dormir, vencido por el etílico, pero Carlos se mantenía estoico ya en un boliche bailando, decidido a recibir los primeros rayos de sol cuando regresara a casa. Movía sus caderas, ensayaba alguna coreografía para una canción puntual, sonreía mostrando sus dientes blancos y encendía sus ojos celestes; todo un show único y gratuito ofrecido a cuanta mina le pasara cerca. Carlos estaba en su salsa. Para eso había nacido, para gustar a los demás. Y por esa sencilla razón era un excelente mecánico, como podría haber sido un excelente relaciones públicas de la multinacional más importante del mundo. Todo lo que tenga que ver con el trato humano y la simpatía pertenecía al dominio de Carlos.
Sin embargo, hasta los más talentosos sufren imprevistos. En medio de las sonrisas, las miradas centellantes y los bailes sugestivos, Carlos sintió que alguien golpeaba con fuerza su hombro. Como si lo llamaran, pero con desesperación y urgencia. Rápidamente, con sus dientes blancos brillando ante la luz negra como la luna cuando asoma por un horizonte oscuro y con su simpatía en flor, giró su cuerpo con dificultad y halló a su Bichi, a Marcela, a su amada esposa que lo había rastreado por todo Córdoba desde las tres de la mañana.
-¡Bichi! – gritó Carlos con una amable sorpresa- ¿Qué hacés por acá?
Hoy, veintipico de años después, Carlos y Bichi siguen juntos.