
En la primera mesa, junto a la puerta de ingreso, dos mujeres comparten una charla a pura agua mineral y jugo de naranja.
La joven de cabello negro levemente rizado y campera de jean, habla y gesticula mientras su amiga la escucha atentamente. No me hace falta conocerlas para adivinar que son amigas cercanas. Seguramente, la morocha citó a su compañera para desahogarse sobre algún tema que anula su alma. Evidentemente algo le ha sucedido y necesita contarlo a su confidente, quién sino su mejor amiga.
La otra joven, de ojos pequeños y comprensivos, escucha atentamente y, cada tanto, expresa alguna consideración a modo de consejo.
Siempre odié los consejos, pero en estos casos son inevitables. La tragedia del amigo-oyente consiste en que su confesor haga caso a sus consejos y que el problema no sea resuelto.
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