
Los misterios de una ciudad no sólo despertaron curiosidades entre los especialistas y científicos, sino que en muchas ocasiones generaron tal obsesión entre los investigadores, que arruinaron la vida de muchos de ellos.
Este fue el caso de Jaime Albarracín, un reconocido físico del FAMAF que perdió trabajo, familia y amigos en pos de descubrir el funcionamiento de los semáforos de calle General Paz, a media cuadra de Avenida Colón, en la ciudad de Córdoba, Argentina.
La curiosidad de Albarracín se despertó a partir de su propia observación, ya que todos los días para ir y volver del trabajo cruzaba la arteria por esos extraños aparatos ubicados en mitad de cuadra y siempre tenía que detenerse porque el paso era de los automóviles. En muchas ocasiones, veía el semáforo en rojo y aceleraba su marcha para cruzar la calle, pero cuando se acercaba al cordón de la vereda el semáforo súbitamente cambiaba su color y lo obligaba a detenerse abruptamente.
A medida que pasaban los días, la extraña frecuencia de los semáforos iba despertando en Albarracín la curiosidad típica de los científicos que pretenden encontrarle una explicación a todas las cosas, como si el universo entero tuviese una. Así fue como, poco a poco, comenzó a realizar cálculos y a formular distintas hipótesis para hallar una solución al problema que se había planteado.
La primera de ellas era sencilla, pues se relacionaba con un simple cálculo matemático. Es decir, por esa calle cruzaban unas 10.000 personas por día y los semáforos permitían el paso sólo por 20 segundos y lo negaban por 45; un lapso diferente al resto de la ciudad dado que se trata de un paso exclusivamente peatonal. En consecuencia, era lógico que la mayoría de las personas que pasaban por ese sector debieran esperar para llegar a la otra vereda, pues 20 segundos apenas alcanzaban para cruzar una avenida que contaba con cinco carriles. Sin embargo, esta explicación no convenció a Albarracín cuando inició un trabajo de campo en forma de encuesta. En efecto, el científico se hacía pasar por un encuestador y en plena calle preguntaba por el funcionamiento de los semáforos. Y nadie, absolutamente nadie, le dijo que la frecuencia de esos semáforos en particular era cuanto menos extraña.
Años más tarde, el científico ya se había transformado en un erudito en múltiples ciencias, pues había intentado de todas las formas posibles hallarle una explicación al funcionamiento de esos malditos semáforos. Incluso apeló a las ciencias oscuras para averiguar si esos aparatos estaban dominados por algún espíritu malévolo. Pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos. La única certeza que tenía, era que él nunca podría cruzar esa calle sin esperar el cambio de verde a rojo. Todos los días de su vida debería detenerse en el borde de la acera para atravesar el asfalto de la avenida General Paz.
La obsesión de Albarracín por esa cuestión le costó además todo lo que había construido en su vida. Porque, sabemos, hay distintos tipos de obsesiones, acaso algunas más respetadas que otras. Y la obsesión por unos semáforos no es para nada respetable. Al contrario, genera risas, burlas y descrédito. No es lo mismo estar obsesionado por la cura del cáncer que por el funcionamiento de los semáforos de la General Paz. Eso está claro.
Entonces, nuestro héroe comenzó a sufrir por su propia locura. Primero fueron sus colegas quienes se burlaban de él y luego hasta sus propios amigos. Todos empezaron a catalogarlo como un loco que no medía la realidad. Hasta su familia en algún momento empezó a desconfiar de él.
Con el paso del tiempo, se transformó en uno de los típicos personajes pintorescos de cualquier ciudad. Pues ya sin trabajo, sin familia, sin amigos y sin respeto pasó los últimos días de su vida viviendo como un desamparado, en harapos, todo el día parado sobre esa cuadra maldita que le había costado la vida. Y cada vez que intentaba cruzar la calle, los semáforos que habían arruinado su existencia le hacían un guiño, del rojo al verde, para impedir que cumpla de una vez por todas con su empresa.