
Primero, una aclaración: Hamas no es un mártir. A partir de allí podremos desarrollar esta columna sin caer en malos entendidos pero con la intención de explicar que el movimiento islámico fue víctima de un golpe de Estado, promovido por su acérrimo rival en Palestina, Al Fatah; Israel y las potencias occidentales.
Corría enero de 2006 y el mundo se sorprendía al ver que Hamas, en ese entonces lanzado al terreno político, ganaba con claridad las elecciones y se apoderaba de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). El descrédito de la vieja dirigencia otrora fiel al difunto Yasser Arafat y la intensa labor en las bases desarrollada por los hombres de verde habían propiciado el triunfo de Hamas, que, obviamente, prometía intensos cambios en la región. Pero tanto Israel como los liderados por Mahmmoud Abbas no se quedarían con los brazos cruzados y desde ese momento comenzaron con un plan de desestabilización. Desde Tel Aviv, con la cooperación norteamericana y europea, cerraron las vías económicas a la ANP, mientras Al Fatah llevaba a cabo una violenta disputa armada por el control del gobierno, que democráticamente le pertenecía al movimiento islámico. El desgaste llegó a tal punto que Hamas tuvo que ceder y pactó con Abbas para crear un gobierno de coalición. Pero no fue suficiente, pues el ingreso de dinero brillaba por su ausencia y los enfrentamientos armados eran moneda corriente.
Para ahorrar líneas, diremos que finalmente la alianza quedó hecha añicos y en el seno de Hamas volvió a predominar el brazo armado; el cual cayó en la trampa muy ingenuamente. Ya era extraño que Al Fatah y el resto de los actores involucrados en el conflicto permitiesen que en tan sólo cinco días el movimiento islámico tomara la Franja de Gaza.
Pero esa acción fue el mejor argumento de Abbas, para ordenar la disolución del gobierno y nombrar uno fiel a sus intereses, asegurarse el control de Cisjordania, donde inició una caza de brujas sobre los seguidores de Hamas, y dejar el campo abierto para que Israel atacara por aire la Franja de Gaza.
Así, con los territorios ocupados divididos en dos, sería más fácil emprender una ofensiva armada y política contra el movimiento islámico, ahora encerrado como gato enjaulado en Gaza.
A la ofensiva se sumaron la Unión Europea (UE) y Estados Unidos, representando a las potencias, y Egipto y Jordania, como los países árabes prooccidentales de ocasión. El primer ministro israelí, Ehud Olmert, anunció el regreso del dinero, pero bajo la condición de que Hamas no tocara ni un centavo. La misma senda recorrieron Washington y la UE, que en ningún momento se detuvieron a explicar por qué apoyaban una movida antidemocrática.
Porque aquí es donde aparece la punta del ovillo, de las palabras del propio Abbas, quien acusó a Hamas de efectuar un golpe de Estado por tomar la Franja de Gaza, cuando fue Al Fatah el que azuzó el enfrentamiento y desestabilizó previamente a un gobierno que había llegado legítimamente al poder. Pero no, como no se trataba de un gobierno amistoso ni leal, no importó que se lo volteara de una manera aberrante y, por sobre todo, ilegal.
Por eso volvemos a la primera frase de esta columna: Hamas no es un mártir. No analizamos si su programa de gobierno o los conceptos esenciales de su doctrina son compartidos o inclusive correctos. Eso tal vez sería caer en el terreno de la subjetividad y la ideología. Pero sí estamos en condiciones de ratificar que el movimiento islámico tenía todo el derecho de desarrollar su programa de gobierno y después, si éste no era el adecuado para los palestinos, serían ellos mismos los encargados de expresarlos a través del voto.
No, no estamos haciendo una defensa de un grupo que realizó innumerables atentados, sino defendemos la democracia, ese concepto ultrajado y utilizado como bandera para derrocar gobiernos e invadir países.
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