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Las
puertas, de gruesos barrotes negros y tan altas que se perdían en la
inmensidad, estaban abiertas de par en par. Debajo, a un costado, un
viejito barbudo con cara de bueno le guiñaba un ojo y levantaba
ambos dedos gordos en inequívoca señal de “pase tranquila”.
Una espesa neblina reptaba por el suelo y no dejaba ver los mosaicos,
pero ahí abajo sentía algo duro que le permitía caminar; todavía
le costaba desprenderse de los recuerdos de la vida en concreto.