El caso Snowden aportó pruebas para revelar un secreto a voces
(no tan secreto): que los países se espían entre sí. Y que en esa
mecánica hipócrita, en la que dos líderes se abrazan ante las
cámaras mientras sus espías están revisando los basureros, reina
la lógica económica: el que más tiene, Estados Unidos, es el que
más gasta en averiguar los secretillos de los demás.
El debate está abierto y es interesantísimo: unos apelan a la
urgentes necesidades de un país, y otros repiten el derecho a
proteger su intimidad; unos dirán que gracias a sus programas ocho
millones de terroristas se están pudriendo en Guantánamo, y los
otros recordarán que existe un concepto llamado soberanía.
Sin embargo, de lo que poco se ha hablado es de la naturaleza
ilegal del espionaje y por lo tanto de la contradicción que genera
su conocimiento público. ¿Qué hacen la CIA, el Mossad, o el MI6?
Se meten en otros países para extraer secretos, violando la
soberanía, o se introducen en la casa de sus compatriotas para
hurgar en sus calzones, violando el derecho a la privacidad.
El caso de Valerie Plame, la ex agente encubierta de la CIA cuyo
nombre fue revelado en 2003 por Scooter Libby, asesor de Dick Cheney,
fue revelador.
El escándalo se produjo porque el esposo de Plame, Joseph Wilson,
negó en una nota periodística que Níger hubiera vendido uranio a
Irak, como había dicho el entonces presidente George W. Bush. El
diplomático había sido enviado a ese país africano precisamente
para seguir la pista del uranio; eran tiempos en los que la Casa
Blanca andaba como loca para encontrar armas de destrucción masiva
en la tierra de Saddam Hussein (después atacaría sin la necesidad
de tales pruebas).
Como Wilson contradijo al presidente, la venganza no tardó en
presentarse: el diario The Washington Post reveló que Plame era una
agente encubierta de la CIA. Dar a conocer el nombre de un agente
secreto es un delito en Estados Unidos.
La revelación desató un escándalo y Plame terminó embolsando
unos buenos millones después de publicar un libro autobiográfico en
el que revelaba su vida como espía y enunciaba su orgullo por “trabajar
por la seguridad nacional”.
Ahora, ¿a nadie le llamó la atención que el embajador de
Estados Unidos en Níger, marido de una espía de la CIA, haya sido
enviado para investigar secretos de un país soberano? Si Estados
Unidos lo hizo en Níger, ¿por qué no puede hacerlo en otro lado?,
¿quiénes serán los integrantes de sus cuerpos diplomáticos?
Y si lo hizo Estados Unidos, ¿por qué no pueden hacerlo los
demás?, ¿quiénes integrarán los cuerpos diplomáticos de todos
los países del mundo?
Es más, si espiar, dentro o fuera de las fronteras, es de por sí
ilegal, ¿por qué aceptamos que todos los países tengan sus
agencias de espionaje?
Snowden aportó pruebas sobre el espionaje, es verdad, pero la
sola existencia del espionaje contradice derechos fundamentales como
la soberanía de los países y la privacidad individual. Consiste,
además, en un arma peligrosa para quienes la poseen porque al ser
ilegal, es una actividad con poca claridad. Mientras más gente sepa
cómo y en dónde se espía, menos útil resultará el espionaje. Su
característica esencial, entonces, representa al mismo tiempo su
mayor peligrosidad: no hay manera de que se sepa públicamente a
quiénes espían nuestras agencias de inteligencia. Porque de
saberlo, se desvirtuaría el trabajo del espionaje.
Si el espionaje es tan importante para proteger los intereses de
cada nación, aun cuando la defensa de un interés implica la
violación de un derecho, ¿cómo resolver la contradicción?
En principio, sería bueno que los dirigentes terminen con la
hipocresía. El espionaje es un acto profundamente nacionalista, a
punto tal que no importa si se vulneran derechos de terceros. Y al
mismo tiempo, es una actividad que todos y cada uno de los países
desarrolla tanto puertas adentro, como hacia afuera.
Saberlo, es importante.
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