Estaba
helado. La barba se le había endurecido por el frío, haciéndole cosquillas en el cuello, y los diarios... ¡los
diarios, qué difícil que era acomodar los diarios! Tenía una
pequeña manta, delgada, alguna vez celeste, ya casi blancuzca, de
esas que sirven para envolver a los bebés cuando salen a la calle,
que funcionan de sauna de neonatos, digamos, como único abrigo
genuino; lo demás, diarios. Bueno, abajo tenía una frazada como
Dios manda, pero era la única barrera contra el piso, más helado
que la noche.
La
mantita le tapaba hasta los muslos y el resto del trabajo debían
hacerlo los diarios, pero una brisa casi imperceptible, de esas que
apenas te mueven un pelo pero te hacen menear los diarios de un lado
para el otro y no podés taparte en la reputa vida, no lo dejaba
dormir. Parecía mentira, quién pensaría que un papel choto pudiese
ser tan importante contra el frío, pero frenaban la helada con
cierta efectividad. Se movía uno, se destapaba apenas un hombro, y
¡la puta!, se sentían pequeñas agujas enganchadas a un hielo que
se metían en la piel de a miles y llenaban de frío el pecho.
En ese
momento de ensoñación, cuando el cansancio de un día caminando y
mangueando para el vino... ¡no pienses ahora en un vino, por favor
te lo pido! En ese momento de ensoñación, cuando el cansancio de un
día caminando y manguenado, ¡para nada!, pasan factura, la lucidez
se hace la chupina. Pero la necesidad despierta al ingenio. Ahí,
tirado en el hall de un banco en la 9 de Julio, la Florida cordobesa,
a las nueve y media de la noche, el linyera pudo pensar con lucidez,
venciendo al frío y a la ansiedad. Se sentó con dificultad, los
años ya le pesaban, sacó la manta de sus piernas, superó la
parálisis súbita que le produjo el frío en un lugar que estaba más
o menos calentito, puso unas hojas de diario, más hojas sobre sus
muslos y los huevos, encima la manta, se acostó, más hojas y la
otra partecita de la manta, y más hojas, las últimas debajo de las
primeras. Así evitó que esa brisita hincha pelotas lo destapara y
pudo empezar a descansar. O al menos pensar que iba a poder
descansar.
Se
relajó por fin, triunfante, boca arriba. El cielo era el techo del
hall del banco. Si torcía la mirada a la izquierda, las estrellas
apenas asomaban entre los árboles y los edificios del frente. La luz
perenne de la zona de los cajeros le daba sobre las piernas, su
rostro se perdía en la oscuridad de la entrada principal. Capaz que
así evitaba la vergüenza de que los pocos transeúntes le pusieran
una cara al linyera; de que algún conocido de su otra vida, la del
respetable inspector de ómnibus, pudiera reconocerlo entre la mugre
y la larga y blanca barba. Era difícil saber por qué se escondía.
A la gente, en general, no le importaba mucho, y si bien era cierto
que la reacción más usual que generaba en los demás era de asco,
no debía de sorprenderle, había aspectos y olores que la sociedad
no se bancaba, al menos en público. Tampoco sorprendería a algún
conocido de su otro mundo. Ya todos sabían algo de él, la historia
de un hombre respetable devenido en un vagabundo alcohólico era
demasiado interesante como para dejar de comentarla en mesas
redondas.
Una
pareja pasó a su lado y miró. Él no veía sus ojos, pero estaba
seguro de que era desdén, una mezcla de “pobre tipo, que se joda,
qué asco”, o quizá un camino pendular, que se movía entre uno y
otro prejuicio.
Regresó
la mirada al techo. Pensaba en la canción Mirtha, esa que cantaba
Baglietto, al que fue a ver una vez hacía años, cuando vivía en el
mundo. El tipo que salía de la cárcel para ver a Mirtha hablaba de
que su cielo, era el cielo raso. Bueno, el suyo era el techo del
banco. Blanco, angosto, en penumbras, ignorado, casi inexistente,
¿quién miraría al techo del hall de un banco?
A
veces, le parecía que se le estaba por venir encima. Cerraba los
ojos, pero la sensación no cesaba. Los volvía a abrir y el techo
seguía en el mismo lugar. La luz caía en el mismo ángulo, la brisa
seguía hinchando las pelotas pero no podía con su nuevo e ingenioso
sistema de contención de diarios y, poco a poco, entre cielos rasos,
Baglietto y techos que se venían, el sueño empezaba a ganar la
partida.
Un
sueño distinto, una ensoñación, más que un sueño. El vapor que
sale de las exhalaciones de las heladas se entrecortaba fundiéndose
con la oscuridad. Cada vez menos vapor, cada vez más oscuridad, cada
vez menos frío, cada vez más paz. Los ojos pesaban y no había
resistencias para mantenerlos cerrados. Al fin y al cabo, arriba solo
estaba el cielo, el cielo del banco.
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