La noche se cerraba violenta y opresiva
como una manta de lana gruesa que se te cae en la nuca y te obliga a
sentarte en el cordón de la vereda, primero, y a juntar el mentón
contra tus rodillas, después. Porque a la conchuda no le alcanzaba
con saber que estaba hecho mierda, sino que quería que se notara,
aunque nadie iba a pasar por ahí a esa hora. Quería saberlo ella.